En 1995, cuando ya era de conocimiento público su obsesión por las computadoras, una mujer en Cartagena se le acercó a Gabriel García Márquez y le dijo: «Sé que ahora escribe sus novelas con ordenador. No lo volveré a leer. Así cualquiera».
El escritor colombiano relataba la anécdota en los talleres de la Fundación Gabo con una expresión agridulce, pues sabía de sobra que era una acusación infundada: desde que se inventaron las primeras plumas estilográficas hasta la llegada del documento de Microsoft Word, contar buenas historias jamás había sido una tarea fácil. «Escribir es enfrentarse al monstruo de la escritura», le diría García Márquez a un periodista español en 1996. «Es un trabajo tan angustioso como un parto», había dicho en 1971, por los días en que luchaba por destrabar la trama de El otoño del patriarca.
Aunque injusta, la apreciación de la mujer que juró no volver a leerlo partía de una premisa muy cierta: con el computador, la vocación del novelista era más llevadera que con otros medios. Y era así porque su uso atenuaba el sufrimiento de la escritura. La primera Macintosh que García Márquez compró en 1984, justo antes de escribir El amor en los tiempos del cólera, fue como un analgésico en el calvario de la ficción literaria. «Es uno de los mejores descubrimientos del mundo», exclamó el escritor con la misma voz de asombro con que José Arcadio Buendía describió el hielo.
El procesador de texto tenía varias ventajas con respecto a sus predecesores mecanográficos. La búsqueda de palabras específicas era una de ellas. En la época de las máquinas de escribir, para evitar la repetición de adjetivos, conectores y locuciones adverbiales, García Márquez debía releer minuciosamente sus manuscritos, una labor en la que podía tardar semanas. Ahora, con un comando muy sencillo, el computador ubicaba las palabras en cuestión de segundos.
Otro beneficio de este nuevo invento fue que permitió la corrección y la reescritura de sus historias sin producir tachones. García Márquez era un autor en extremo perfeccionista que consideraba que las fallas mecanográficas eran errores de creación, por lo que insistía en que cada página suya estuviera libre de borrones y enmendaduras. Siguiendo esta filosofía de un manuscrito inmaculado, podía gastar una resma entera de papel en la redacción de un cuento de tan solo quince páginas. A comienzos de los noventa, producto de su manía por alcanzar la pulcritud textual, adquirió una Macintosh IIcx con pantalla vertical que le mostraba una página completa. «La tengo programada con una letra clara, grande y similar a la que tendrá el libro cuando quede impreso», comentó a la revista Viva, del periódico argentino Clarín, en 1994. «Entonces ahí yo sé cuántas páginas va teniendo, sé exactamente cómo se verá publicado. Todo eso también forma parte del preciosismo de la escritura».
Desde que se convirtió en un adepto del teclado, el mouse y el monitor, el tiempo de producción de sus obras se acortó considerablemente. Pasó de publicar, en promedio, un libro cada siete años a publicar un libro cada tres. Esta celeridad hubiera modificado de un modo significativo el destino de Cien años de soledad. «Con una computadora, Cien años de soledad hubiera sido más larga porque la hubiese escrito en menos tiempo», afirmó en 1996 durante una entrevista concedida a la revista Gente. «Es decir: yo eliminé una generación entera porque no tenía plata. Me di cuenta de que no podía soportar por más tiempo ese libro porque la casa se me estaba viniendo abajo. Mercedes, mi mujer, estaba enloqueciendo».
En sus manos, el computador fue un objeto revolucionario. Atrás quedaron las máquinas de escribir con las que había forjado la mayoría de su obra. La Remington Standard 31, que usó en las salas de redacción de El Universal de Cartagena y El Espectador; la Underwood SX-100, con la que escribió su célebre «Jirafa» para El Heraldo de Barranquilla; la Olivetti Lettera 22, que alumbró en París a El coronel no tiene quien le escriba; la Torpedo 18, que inició la saga de la familia Buendía, y la Smith-Corona Electric, que borró a Macondo de la faz de la tierra. Todas fueron reemplazadas por la aventura informática en la que Gabo se embarcó cuando narró los amores contrariados entre Florentino Ariza y Fermina Daza. Los más nostálgicos, enamorados del rodillo y la cinta entintada, lo criticaron por ambientar una novela en el siglo xix con un artefacto de última generación. «Creo que a eso de la computadora le han puesto demasiada música. Para mí, la computadora es una máquina de escribir mucho más simple, práctica y útil», se defendía el escritor. «Todo instrumento que venga a facilitar la escritura y la creación en general es bienvenido».
La aceptación de nuevas tecnologías para el desempeño de su oficio no lo desconectó del universo primitivo de los presagios. Un día, mientras escribía en su estudio de Ciudad de México, una naranja que estaba junto a su computador se movió justo cuando él concluyó una oración en la pantalla.
—Bueno —murmuró—, ¿quién tendrá hambre a esta hora?
Telefoneó de inmediato a Cartagena y preguntó por su madre.
—Acaba de salir a comprar algo porque tenía hambre —le contestaron.
A los escritores de su generación, hombres y mujeres entrados en años, les sorprendía su capacidad para adaptarse a la era digital. En ese sentido, él era todo lo contrario a Ana Magdalena Bach —la protagonista de En agosto nos vemos, su novela póstuma—, a la que abruman los teclados electrónicos y las tarjetas de banda magnética de una moderna habitación de hotel («no tengo la más mínima idea de cómo funciona esta nave espacial», se queja ella en algún pasaje del libro). A García Márquez no le costó mucho pasar de la Smith-Corona Coronamatic a la primera Macintosh, y de esa Macintosh a los más recientes ordenadores portátiles, los cuales repartía entre sus residencias habituales. Tenía una fijación con los equipos de Apple, pero se cuidaba de no ser fotografiado junto al logotipo de la manzana mordida para que la compañía estadounidense no hiciera publicidad con su imagen.
Los elementos de la computación pronto se integraron a las metáforas con las que explicaba su entorno. Por ejemplo, en mayo de 1996 (y en varias entrevistas posteriores) comparó el disco duro con la memoria humana:
Todos nosotros nacemos con un disco vacío que tenemos que llenar con un material nuevo y fascinante. Pero a medida que uno se va haciendo mayor, el disco duro está cada vez más lleno, hasta que, finalmente, ya no acepta material nuevo. Entonces, tenemos que empezar a utilizar disquetes, pero tenemos que quitar cada disquete cuando está lleno, y si queremos recordar algo tenemos que volver a insertarlo. Entre tanto, la memoria que ha sido grabada en el disco duro siempre está disponible. De eso es de lo que hablo cuando hablo de mi infancia: del disco duro.
Ante todas estas transformaciones, el único miedo que sintió entonces lo produjo la naturaleza intangible de la información. «¡Lo que está escrito en el computador no existe, es completamente imaginario!», decía. A su juicio, para que un texto fuese real, tenía que estar impreso. Por eso imprimía sus escritos después de cada jornada de trabajo. Desconfiaba de la cpu porque su almacenamiento en megabytes era más frágil y abstracto que el papel. Le temía tanto a perder los párrafos que había adelantado en el computador que, cuando no lograba imprimirlos, los guardaba en unos disquetes que se colgaba en el cuello como si fueran un escapulario. Para 2014, el año en que el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas adquirió el archivo personal de García Márquez, había un total de 67 disquetes con borradores y anotaciones personales.
La manera como el nobel colombiano encajó los embates tecnológicos de su tiempo fue bastante excepcional. Otros escritores, fieles a las costumbres de su siglo, insistieron en un mismo hábito de trabajo durante toda la vida. Él no, y tal vez sea esta misma capacidad de adaptación frente las novedades del mundo la que explique sus aciertos narrativos e intelectuales en medio de los cambios políticos, económicos y culturales que presenció a lo largo de las décadas. No era un hombre de su época, sino de la época que le venía encima.
—Dentro de un siglo, su obra solo existirá en disquetes, en computadores, en pantallas, en internet (ya la están metiendo allá), ¿qué piensa de eso? —le preguntó un periodista de El País de Cali en marzo de 1996.
Con una sonrisa, como si pudiera entrever los millones de archivos piratas que surcarían el océano de Google, García Márquez respondió:
—Con tal de que alguien se acuerde de una frase mía, yo bajaré tranquilo al sepulcro.
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