Alejo se va para Berlín en unos meses, esta es la primera despedida. Con él, somos ocho en la sala: Archi, Natalia, Camilo, Santiago, Juliana, María Daniela y yo. Estamos de paseo en Sasaima, a dos horas de Bogotá. A través de las puertas abiertas de la casa podemos intuir los distintos tonos del fondo verde que vimos por la tarde y que en unas horas brotarán de nuevo. Suena música.
Todo el día ha sonado música, hasta volverse parte del paisaje. Nos gusta que esté ahí, decorando el ambiente, y nos movimos a su ritmo mientras nos sorprendíamos de lo rápido que se acabó otro petaco de cerveza. Pedimos canciones —si suena «Oficial» de Ryan Castro, el responsable soy yo— y nos pasamos el celular —«¿Cómo es que es la contraseña?»—, ya hicimos una jam y sumamos más temas a la cola. Conocemos los ritmos de esa danza que hemos bailado tantas veces. Ciertos momentos nos entusiasmaron —María Daniela eleva las manos hacia el cielo con Daft Punk o cualquier tema electrónico—, y aún así, de a pocos, nos empezamos a dejar llevar por la inercia, como cuando destapé otra pola y, a la mitad, me di cuenta de que no tenía tantas ganas. Hubo canciones que se repitieron. Ya daba igual.
Entramos a la sala ya de madrugada, en busca de más calor. Nos sentamos en círculo y solo prendemos una luz, lejana y tenue. Una pregunta: «¿Qué quieren escuchar?». Podríamos decir «lo que sea» y continuar con la inercia, pero Santiago interviene. Propone que cada uno elija un tema que le recuerde a uno de nosotros. Él mismo empieza el juego con «Pass This On» de The Knife, un guiño para Archi, y la bola rueda.
«Crush On You» de Lil Kim conecta a Archi con Natalia. Ella convoca a Alejo con «Young Hearts Run Free» de Candi Staton y a Juliana con «A Fuego Lento» de Rosana. Juliana le dedica «Banana Boat» de Harry Belafonte a María Daniela, que se la pasa a Camilo con «Cornerstone» de Arctic Monkeys. Yo pongo «Reina Valera» de Crudo Means Raw para Santiago —sonó al almuerzo y le encantó— y él me asiste con «Can I Kick It» de A Tribe Called Quest, nuestro primer punto de contacto una década atrás. Y así seguimos.
Con cada canción viene un gran abrazo entre las dos partes. Estos abrazos tienen dos dimensiones: la complicidad musical y el gusto compartido, por un lado. Y, por el otro, los recuerdos invocados: remates memorables, grandes hitos de otros paseos, tardes tranquilas de cualquier jueves. Compartimos recuerdos que se acomodan con nosotros en la sala y nos acompañan mientras el amanecer se acerca, otros son implícitos. No sé si los demás también piensan en los temas que los unen con el resto de sus amigos, con sus papás, con sus ex, o que los devuelven a la época del colegio, a esas vacaciones, a aquella noche. En la sala, cada tema es una carta, un retrato, un mapa, una ofrenda, un hechizo.
Algunos son los temas de siempre, los que componen nuestro diálogo musical de cada fin de semana. Pero no suenan como siempre. Esta vez ninguno es casualidad ni costumbre. Esta vez los escuchamos con la misma emoción con la que pasaríamos las páginas de un álbum de fotos, concentrándonos en los detalles, en voz alta o en silencio. Hay un toque de nostalgia —es una despedida, después de todo—, pero el ejercicio no es conservador, se siente más bien como un grito de libertad y de amor, por nosotros y por la banda sonora que nos ha acompañado. Las canciones llegan desde todos los géneros, todas las épocas; convergen en un puente que, primero, une a dos personas y, luego, a todos los que estamos aquí y en ninguna otra parte.
De vuelta en Bogotá, extrañamente conmovido, por el grupo de WhatsApp del paseo les pregunto a mis amigos qué recuerdan de nuestro juego de la madrugada del domingo, qué fue lo que tuvo de especial. «Abrió una manera de disfrutar la música más atentamente», responde Camilo. «Estaba sobre todo viendo con mucha emoción la forma en la que se estaban regalando canciones tan intencionadamente», añade Archi.
Para mí también se trata de esos dos elementos: atención e intención. Hablo de la atención porque, al poner la música en el centro, no solo la oímos, sino que la escuchamos, para encontrar a las dos personas que cada canción unía, quizás para descifrar un eco de sus gustos, sus secretos, sus sueños o sus cicatrices, todo lo que cuenta de nosotros nuestra música favorita. Y hablo de la intención porque la gracia no estaba en que fueran temazos —casi todos lo fueron, quizás con la excepción de «Menea la pera», que Santiago puso para recordar, e imitar, el baile explosivo de Natalia cuando estaban en el colegio—, sino que nos acercaran a través de los gustos dispares de cada uno.
«Ya sentada frente al computador se me vienen muchas canciones más a la cabeza para dedicar, pero lo emocionante era pensarlo en el momento», me escribe Natalia. No cualquiera valía, por lo que en la intención también estaba la fricción. Ese es el concepto clave para recuperar otras formas de escuchar música y de relacionarnos con ella, formas que han quedado guardadas en el baúl donde también descansan los álbumes polvorientos de fotos familiares en tono sepia. El streaming tiene ventajas obvias: toda la música disponible a toda hora por un precio más que cómodo. Sin embargo, cada vez es más evidente que construir nuestra biblioteca, nuestros hábitos de escucha y nuestros afectos musicales alrededor de este eje nos cuesta mucho más que los 16.900 pesos de una suscripción premium mensual.
Para desespotifycarnos, lo primero que debemos hacer es quebrar su lógica, cimentada en el modo aleatorio y canciones aplanadas, iguales entre sí, perfectas para oídos distraidos. Si no le damos aleatorio a lo que vamos a comer cuando nos reunimos, si discutimos qué tomar, ¿por qué a veces no reparamos en la música que queremos escuchar? No propongo hacer dinámicas para cada parche; soy cansón, pero no tanto. Pero sí hablo de retomar y abrazar la fricción —lo que contradice la inercia, según la física— que implica escuchar música como actividad principal y no solo como relleno: de vez en cuando detenerse a elegir un disco, y por qué no, dejar que suene entero, o, alguna vez, adentrarse en los callejones de una época, un sello, una ciudad. O sea, abrazar las limitaciones que se suponía que el streaming iba a solucionar; las limitaciones que le devuelven a la música su textura y su relieve, sus formas particulares que se homogenizan en una playlist eterna llena de temas cuyos nombres no logramos recordar.
Ya es de día cuando los primeros se van a dormir. Otros se quedan despiertos varias horas más y dejan preparado un caldo delicioso para el desayuno. Sin decirlo, todos sabemos que acabamos de vivir algo especial en su sencillez, que escuchamos música de otra forma a la que nos hemos acostumbrado. Con la ruptura de esa costumbre, de esa inercia que nos lleva a darle play a Spotify para que siempre suene algo —lo que sea—, logramos que la música deje de ser ese ruido de fondo que está sin estar. Al menos por un momento le devolvemos a la música su potencial como campo de memoria y deseo.
Escuchamos con atención e intención, y estamos juntos, presentes.
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