No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
—Constantino Cavafis, «La ciudad»
Al salir se percató de que aún estaban las llaves en su bolsillo. Aunque nunca tuvo la intención de entregarlas, esta vez lo pasó por alto y ya había caminado demasiado para devolverlas. En el camino, el primer recuerdo que tuvo de la casa fue de aquella noche cuando intentaba dormir y alguien se posó fuera de su ventana. No se movió durante un par de minutos. En ese tiempo estuvo paralizado, con miedo de que aquella sombra lo arrancara de su cama. Desde esa noche, se quedó privado por un largo rato viendo la silueta de aquel desconocido, lo imaginaba posado sobre sí atándolo de pies y manos. Lo único que podía mover eran sus párpados, el corazón le latía a mil hasta que podía llamar a su madre, quien siempre iba al rescate. «Es una sombra con rostro, madre, a veces me sonríe y otras veces solo me mira con seriedad, no se va», le decía.
La cama producía algo de ruido, era lo único que se escuchaba cuando estaba todo en silencio. Construida en guadua por su padre, quien la cortó y la trajo a lomo de mula desde la cordillera. Era su única obra y por años se lo hizo saber a todo aquel que preguntaba por ella: «fue primero la cama que la casa», se solía escuchar en el pasillo.
Debajo de aquella cama permanecía Fufi, su perro, que conocía sus más profundos miedos y secretos, y que años después moriría de pena porque la cama fue cambiada por una moderna, de esas de madera lisa y tornillos apretados que en su silencio deprimía a cualquiera. El perro medía treinta centímetros desde la cola hasta la punta de la oreja. Por mucho tiempo fue la unidad de medida de toda la familia: la cama medía seis Fufis, el niño cuando nació media un Fufi y medio, y la casa estaba en un terreno de veinte Fufis de frente por cuarenta y cuatro de fondo. Un día se perdió y lo encontraron en las manos del sastre midiendo el vestido de quince años de su hija. «Es que si lo mido con el metro no me alcanza la tela», dijo.
La casa ya se veía maltratada por los años. Al lado quedaba una capilla a donde asistían fervientemente los feligreses más consagrados de todas las partes del pueblo. Debíase al recuerdo colectivo de cuando el cura se quedó dormido tras pasar la noche tomando vino en la iglesia central y ordenó que hicieran sonar la campana durante dos horas. El último repique terminó de escucharse en medio del bullicio de los feligreses, al caer sobre la pared de la sala de la casa. La grieta que abrió la campana en el centro de la sala daba la impresión de que en cualquier momento toda la estructura se iba a venir abajo, las paredes tenían un color ya acabado y estaban escarapeladas por el espaldar de la mecedora donde el niño se mecía todas las tardes luego de llegar de la escuela.
En la cocina se encontraba un gran fogón de tapia que se encendía con leña, la comida diferente siempre estaba aromatizada por el olor de la madera quemada. Platos, vasos y cubiertos estaban los suficientes, para no decir que todos estaban quebrados, en la mitad de la cocina estaba la grieta correspondiente.
Con esto el padre empezó a utilizar todo tipo de estrategias para ocultar los huecos de las paredes. Primero, comenzó a hablar de la importancia de cada grieta; señaló que la de la sala representaba la fe y devoción hacia el creador del universo, la de la cocina permitía el tránsito del olor de la comida y por eso era más fácil darse cuenta de que ya estaba lista, mientras que las fisuras en las habitaciones se preservaban como mensaje de que se tiene siempre algo de compañía. Cuando ya no pudo inventar más significados, empezó a rellenar pedazos de pared con trozos de guadua que habían sobrado de la cama. Lo último por lo que optó fue por colocar todo lo que se le aparecía en las paredes; cuadros familiares, artesanías de animales hechos por él, las cartas con las que había enamorado a su esposa, las facturas, las calificaciones de su hijo y el gran armario de dieciséis cajones y una puerta donde todos guardaban su ropa.
Tras la puerta del armario, se encontraba un gran cajón que guardaba todo tipo de cosas. De niño era su lugar favorito, nadie lo molestaba. Solía jugar con aquello que encontraba: retazos de tela de todos los colores, herramientas de su padre, los libros de su madre o la rasuradora de metal que le perteneció a su abuelo. Era su fortaleza, allí escuchaba todo lo que pasaba en la casa. Durante meses escuchó a su madre formar encuentros con las mujeres del vecindario para hablar de los problemas que les daban sus esposos, escuchó de hombres que guardan cosas innecesarias, como uno de ellos que conservó el televisor roto en el que vio a su equipo de fútbol ganar la copa, escuchó también de los que no sabían dónde estaban sus propias cosas, de los que se creían chistosos y de los que querían que se les hiciera todo, entre otras más que hacían creer que en realidad los odiaban. Su madre era la más firme al aconsejar que no tenían por qué estar buscando lo que ellos no encontraban, que no había que levantarles nada y de lo necesario y liberador que era botar lo que no sirviera. Además de eso resaltaba que sería ella misma la que con sus manos taparía de una vez y para siempre las grietas de la casa.
Pero esa promesa fue escuchada también por las grietas que al paso de los años se fundieron con más fuerza en el paisaje de la sala, la cocina y la habitación de los padres y del niño. Les demostraron a todos que podían no solamente ser parte de la casa, sino que esta les podía pertenecer. El olor a madera impregnaba tan fuerte el ambiente que podía sentirse el heno seco bordeando cada objeto e intención más profunda. La sala empezó a crear su propio jeroglífico. La madre aguantó hasta el día que las raíces del árbol de ficus, que se posaba en la entrada, formaron un gran tejido atravesando y levantando todo a su paso que la volvió insostenible. «No sé por qué no hemos cambiado de casa», fue lo único que dijo. Finalmente, el árbol agrietó también el vidrio de la ventana donde se posaba la sombra, pasó por la cama y por último al gran armario.
Aquel día en el que ya joven salió, con las llaves en su poder, llegó a una casa con paredes cubiertas de una pintura blanca perfecta que lo mareó enseguida. Había un gran salón con cuatro sofás y una mesa en el centro, un tocadiscos con una larga colección de música desde The Beatles hasta Los Panchos, y un armario colonial donde conservaba una gran serie de vinos, figuras antropomorfas y muñecas antiguas de porcelana. En el centro se mostraba excelsa una mesa enorme de madera Blackwood africano con ocho sillas antiguas Ninfa D. Seijas y un gran florero con manzanillas. Quien abrió la puerta fue una señora de al menos setenta años con la memoria a gotas. En esa casa vivió en un pequeño cuarto, como el de la limpieza, donde solo cabía una cama sencilla de metal y su ropa. Era increíble que alguien viviera en un espacio tan pequeño. Lo confirmó una tarde cuando la anciana entró sin avisar para buscar los traperos y el jabón. La última vez que la vio fue porque a la anciana se le olvidaba quiénes eran sus inquilinos y desde ese día nunca más los volvió a recordar.
La siguiente casa era mucho más grande, paredes blancas, sin ninguna abolladura. Gozaba de un baño privado, un gran armario, cocina y una mesa que compartía con dos personas desconocidas. Hubiese sido perfecto si no fuera porque todo esto estaba en una sola habitación. De lo juntos que se encontraban tenían los mismos pensamientos, sueños, modos de vida, olores y hasta resultaron todos trabajando en ese mismo lugar. Fue tanto que cuando alguien hablaba otra persona lo hacía al tiempo, no fueron capaces de ponerse nunca de acuerdo. Soportó hasta que, por gracia de su compañero barbero, se percató de que el cabello que tenía en su cabeza era el sucio de alguien más, cortado en su oficio con peine y tijera. Se mudó a otra casa, bella en su blancura, a la entrada un crucifijo rodeado de flores y velas, la mujer que lo recibió lo obligaba a estar postrado de rodillas ante el Jesucristo tres horas en la mañana y tres horas en la tarde, ese era el requisito para no dejar entrar ningún ente maligno. Se escapó por la ventana de su habitación un día que le tocaba dirigir por primera vez las oraciones.
Con lo único que salió fue con las llaves de su casa. Devolverse a lo que ya no le pertenecía fue la decisión que tomó. Al llegar aquella noche se posó fuera de su ventana como una gran sombra con rostro que se asustaba a sí misma.
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