Dicen que el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht, reconocido antifascista, escribió este poema en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial:
Primero se llevaron a los judíos,
pero a mí no me importó porque yo no lo era.
Luego, arrestaron a los comunistas,
pero como yo no era comunista, tampoco me importó.
Más adelante, detuvieron a los obreros,
pero como yo no era obrero, tampoco me importó.
Luego detuvieron a los estudiantes,
pero como yo no era estudiante, tampoco me importó.
Finalmente, detuvieron a los curas,
pero como yo no era religioso, tampoco me importó.
Ahora me llevan a mí, pero ya es tarde.
Son versos famosos, los hemos visto: aparecen en manifestaciones, redes sociales y discusiones. Son una advertencia histórica que nos despierta y nos sacude en la lucha contra los nuevos fascismos del siglo XXI.
Este poema, dice Santiago Gerchunoff (Buenos Aires, 1977) en su nuevo libro Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo (Anagrama, 2025), podría leerse como un llamado a estar atentos a cualquier señal de violencia, incluso si no nos afecta a nosotros. De lo contrario, la historia muestra que cuando esa ola crezca y nos arrastre será demasiado tarde. Parece un poema éticamente impecable: «un llamado a la solidaridad, a salir de nuestro ensimismamiento para defender los derechos de los demás, por ajenos que nos resulten; una llamada humanista a proteger a todas las víctimas de la injusticia, por lejanas que sean para nosotros», sugiere Gerchunoff, profesor de Teoría Política en la Universidad Carlos III (Madrid).
Pero de esta lectura, ingenua y superficial, propone Gerchunoff, emerge más de un problema.
El primero es que el poema no es de Brecht, sino de Martin Niemöller, un pastor protestante arrepentido de haber apoyado el nazismo. El segundo es que lo que nos moviliza quizás es el egoísmo del último verso: no nos preocupa que vayan por los demás, sino que también podrían venir por nosotros. El tercero es que la culpa se generaliza y exonera a los verdugos. Y el cuarto es que lo que nos motiva es el deber de «sacar el máximo partido al saber acumulado por las generaciones anteriores, aprender de la historia y honrar a sus víctimas señalando y deteniendo a los fascistas de hoy, confiriendo algún sentido a su sufrimiento». Esta lectura, lo que Gerchunoff llama el efecto falso Brecht, es humanista solo en apariencia.
Ese es el detalle siniestro al que se refiere el título. «Cuando señalamos como fascista a alguien, cuando usamos la palabra fascismo, nos sentimos virtuosos, osados y vivos de un modo muy específico», escribe Gerchunoff. Y al mismo tiempo, propone, sin darnos cuenta responsabilizamos a las víctimas de su destrucción. Y no son las víctimas las que nos importan, sino nosotros mismos: para el autor, usamos el término «fascismo» para conjurar nuestra indiferencia y así poder salvarnos.
Los que hemos usado el concepto de «fascismo» —de una u otra forma, con mayor o menor frecuencia— para pensar la realidad política contemporánea seguramente rechazaremos estas implicaciones. Imagino que para muy pocos su uso va ligado con buscar la comodidad individual, con situarnos en el lugar heróico de la resistencia o con la sensación de intervenir en la historia para corregir lo que las víctimas del siglo pasado no supieron ver a tiempo. Pero lo que Gerchunoff analiza no son nuestras intenciones explícitas, ni si el término es preciso para pensar la extrema derecha contemporánea. Él se concentra en los afectos y las pulsiones inconscientes que nos llevan a calificar ciertas acciones, personas o mensajes de fascistas o no fascistas. Este es un libro incómodo e inconveniente, y ahí está todo su potencial crítico.
Ese es el detalle siniestro al que se refiere el título. Que responsabilizamos a las víctimas de su destrucción. Y que no son las víctimas las que nos importan, sino nosotros mismos: que usamos el término «fascismo» para conjurar nuestra indiferencia y así poder salvarnos.
El subtítulo de este libro es Para qué no sirve la historia. «El uso de la palabra fascismo nos ofrece la posibilidad de intervenir en la historia, pero simplificando al máximo los términos de esa intervención y convirtiéndola en una decisión que parece caer por su propio peso: ante determinados fenómenos solo hay una acción digna», afirma el autor, y señala el sentido utilitario y expiatorio que hay en este uso, en vez del recuerdo como homenaje y deber en sí mismo. La historia no es mecánica, propone Gerchunoff, no sirve para hacer profecías sobre el porvenir, y así se desmarca de la frase común en procesos de memoria histórica que dice que quien no conoce su historia está condenado a repetirla.
La fijación de una parte de la izquierda por enmarcar las disputas políticas actuales en un marco del siglo XX indica, para Gerchunoff, un afán de predicción, así como llamar «fascista» a la extrema derecha sugiere una convicción del destino en el que desembocará este proceso. El autor reta esta visión científica de la historia y propone aceptar la incertidumbre y lo imprevisible: no sabemos qué va a pasar.
Al leer Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo pensé en la filósofa Susan Neiman y su libro Izquierda no es woke, que rechaza lo woke —lo concibe como reaccionario— y llama a volver a principios tradicionales de la izquierda: el compromiso con la universalidad, una distinción dura entre justicia y poder, y la posibilidad de progreso. Solo así la izquierda puede proponer alternativas políticas para el siglo XXI; entre otras cosas, es curioso, para hacerle frente al fascismo. Lo que me interesa es que tanto Gerchunoff como Neiman critican a la izquierda desde la izquierda: coinciden en su crítica del diagnóstico que hace la izquierda del mundo de hoy, de las derechas y de su ascenso. De una u otra forma, hay una pregunta que se relaciona con ambos libros: ¿cuál es el repertorio que tiene la izquierda para hacerle frente a la extrema derecha? ¿A Milei, a Trump, a Bukele? Y quizás de la lectura de Gerchunoff surge otra: ¿Acaso llamarlos fascistas evitó que tomaran el poder?
Decía que este era un libro incómodo e inconveniente. Cuando entrevisté a Susan Neiman me dijo que la habían acusado de hacerle el juego a la derecha, e imagino que una crítica parecida puede haber caído sobre Gerchunoff. Después de todo, podríamos pensar que si algo quieren los nuevos fascismos es que nos concentremos en su disfraz y no reparemos en su esencia. Pero las preguntas incómodas e inconvenientes son las más urgentes para la izquierda en el 2025, precisamente para hacerle frente a la extrema derecha. Sin decirlo de esta forma, Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo invita a la izquierda a tener enfoques más imaginativos y transformadores, menos defensivos, que no dependan de marcos antiguos, caducos. Necesitamos otros afectos, parece decir Gerchunoff, que vayan más allá del miedo, que es reaccionario y aunque funciona para movilizarnos, también nos puede paralizar.
Gerchunoff dice que hoy se usa más el término «fascismo» que durante los fascismos del siglo pasado. Su libro anterior se llama Ironía On. Una defensa de la conversación pública de masas (2019), y ese es precisamente su enfoque entonces y ahora: la conversación pública de masas. Desde esa óptica, identifica en nuestro uso de la palabra fascismo una añoranza del siglo XX: de sus categorías políticas definidas y limpias, de sus batallas aguerridas y radicales, de una historia que conocemos y sabemos interpretar. «La emoción en la urgencia de la “alarma antifascista” es también la nostalgia o la melancolía a las que nos vemos abocados por el horror que nos produce la indefinición de nuestro tiempo; el deseo de encontrar una palabra mágica que conjure el peligro de abstracción de nuestro mundo y que al mismo tiempo cierre cualquier discusión», escribe Gerchunoff al final del libro.
No hay una palabra mágica que ordene el mundo confuso en el que vivimos, cuando la democracia liberal —con sus pilares de globalización y libre comercio, entre otros— se derrumba como proyecto universal. A lo mejor puede haber algo de desidia en el abuso del concepto de «fascismo», tan cerrado y concreto. Las discusiones abiertas, las categorías creativas, requieren mucho más esfuerzo y son más difíciles de utilizar en los grandes debates y la comunicación pública, una arena donde la derecha se sabe mover con contundencia y efectividad. Pero en esa dificultad incierta, parece sugerir Gerchunoff, puede haber otro camino. Otra forma más contingente de pensar la historia y, sobre todo, el futuro.
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