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Aurelio Arturo, la vida en poesía

23 de noviembre de 2024 - 8:00 pm
Con una reseña de la vida y una antología de la obra del poeta nariñense Aurelio Arturo, GACETA conmemora los cincuenta años de su muerte.
Aurelio Arturo
Jorge Franklin Cárdenas [entre 1940 y 1985?]. Tinta negra sobre papel. / Cortesía del Fondo de Eduardo Carranza de la Biblioteca Nacional de Colombia.

Aurelio Arturo, la vida en poesía

23 de noviembre de 2024
Con una reseña de la vida y una antología de la obra del poeta nariñense Aurelio Arturo, GACETA conmemora los cincuenta años de su muerte.

______________________________________ A mi madre y mi padre, hijos del sur 

 

Aurelio Arturo nació el 22 de febrero de 1906 en el municipio de La Unión (antigua Venta Quemada), en el también naciente departamento de Nariño, frontera sur con el Ecuador. Con el correr del tiempo y tras su muerte, el 23 de noviembre de 1974, poco a poco creció el aprecio por su poesía. 

Vivió la infancia y adolescencia correteando en la hacienda familiar, extasiado con la naturaleza, las noches mágicas y «balsámicas» —en sus palabras— pobladas de hadas, del amor fraternal, de los trabajadores y del vecindario; al cuidado de una adorada nodriza negra y arrullado por las notas sensibles del piano que su madre acariciaba en la casa familiar.  

En 1963 se publica Morada al sur, el libro que terminaría siendo su única obra. Apenas trece poemas —de algo más de setenta creados en toda su vida— que sacudieron con su imaginación, simbolismo y musicalidad el universo poético colombiano.  Pasados algunos meses, la selección fue merecedora del Premio Nacional de Poesía «Guillermo Valencia».  

Algunos de sus versos se citan, anónimos o apócrifos, por su esencia ambientalista, en estos tiempos de lucha por el reverdecer de la tierra. En ellos, el poeta da rienda al arte de su palabra para exaltar los paisajes y su terruño, oros y bronces, pájaros y mariposas, pianos y tambores, palabras y canciones, lluvias y soles, vientos y verdes, carne y sangre, con la nostalgia de ese Sur inmenso. 

En su poesía, plena de cantos a la naturaleza —la que considero la expresión más femenina de la existencia— refulge la presencia sensual de mujeres que poblaron sus recuerdos o creadas por sus más íntimos deseos, inspirado en las vivencias de su infancia y su familia, los dones de la existencia, la tristeza profunda de su madre ausente y de la lejana tierra natal.  

A todo eso, «el cantor», como se definió él mismo, celebró a «los cuatro vientos» con una belleza deslumbrante, en un lenguaje lleno de enigmas, metáforas, oxímoron y giros épicos que, por su maestría estética, lo sitúan en la vanguardia de la poesía colombiana.  

 

 Clima 

____________________________________________________ A Manuel F. Rujeles 

 

Este verde poema, hoja por hoja, 

lo mece un viento fértil, suroeste; 

este poema es un país que sueña, 

nube de luz y brisa de hojas verdes. 

Tumbos del agua, piedras, nubes, hojas 

y un soplo ágil en todo, son el canto. 

Palmas había, palmas y las brisas 

y una luz como espadas por el ámbito. 

El viento fiel que mece mi poema, 

el viento fiel que la canción impele, 

hojas meció, nubes meció, contento 

de mecer nubes blancas y hojas verdes. 

 

Yo soy la voz que al viento dio canciones 

puras en el oeste de mis nubes; 

mi corazón en toda palma, roto 

dátil, unió los horizontes múltiples. 

 

Y en mi país apacentando nubes, 

puse en el sur mi corazón, y al norte, 

cual dos aves rapaces, persiguieron 

mis ojos, el rebaño de horizontes. 

 

La vida es bella, dura mano, dedos 

tímidos al formar el frágil vaso 

de tu canción, lo colmes de tu gozo 

o de escondidas mieles de tu llanto. 

 

Este verde poema, hoja por hoja 

lo mece un viento fértil, un esbelto 

viento que amó del sur hierbas y cielos, 

este poema es el país del viento. 

 

Bajo un cielo de espadas, tierra oscura, 

árboles verdes, verde algarabía 

de las hojas menudas y el moroso 

viento mueve las hojas y los días. 

 

Dance el viento y las verdes lontananzas 

me llamen con recónditos rumores: 

dócil mujer, de miel henchido el seno, 

amó bajo las palmas mis canciones. 

 

Canción de la distancia 

 

Mirarás un país turbio entre mis ojos, 

mirarás mis pobres manos rudas, 

mirarás la sangre oscura de mis labios: 

todo es en mí una desnudez tuya. 

 

Venía por arbolados la voz dulce 

como acercando un bosque húmedo y fresco, 

y una estrella caía duramente, 

fija, la antigua cicatriz de un beso. 

 

De arena parecían los cielos, y volvía 

poseso del rumor que cual dos alas 

me ciñó en una ronda inacabable, 

me ciñó al fin la flor de tu palabra. 

 

¿Qué rojea en la noche sino el puro 

labio tuyo? Y corazón, estrella y sueño, 

mueve un solo vaivén que lejos fluye, 

turbio como distancia y como ruego. 

 

Tu desnudez verás en mis ojos absortos, 

mirarás mi horizonte que roe una fogata, 

tú, que no serás nunca sino masa de llamas, 

en mi honda noche de árboles, callada. 

 

Desnudo en mi fervor y tú en tu sangre, 

es más que seda suave este silencio, 

en esta noche ancha en que germina 

todo y palpita todo, aromas y luceros. 

 

Volver cuando anoche en canto y frondas 

y rumia el viento que lo aleja todo: 

ya no veré sino una palma muda 

y el cielo, un áureo torbellino, en torno. 

 

Volver, los cielos parecían de arena, 

ha mucho, hace un instante, ha mucho tiempo; 

y nadie ha de quitarme esta noche en que fuiste 

larga y desnuda carne vestida de mi aliento. 

 

Volver la senda turbia oyendo al viento 

rumiar lejos, muy lejos, de los días. 

Por mi canción conocerás mi valle, 

su hondura en mi sollozo haz de medirla. 

 

Canción del ayer 

______________________________________________________ A Esteban 

 

Un largo, un oscuro salón rumoroso 

cuyos confines parecían perderse en la edad balsámica. 

Recuerdo como tres antorchas áureas nuestras cabezas inclinadas 

sobre aquel libro viejo que rumoraba profundamente en la noche. 

 

Y la noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de roble 

Y en los rincones tantas imágenes bellas, tanto camino 

soleado, bajo una leve capa de sombra luciente como terciopelo. 

 

La voz de Saúl me era una barca melodiosa. 

Pero yo prefería el silencio, el silencio de rosas y plumas 

de Vicente, el menor, que era como un ángel 

que hubiese escondido su par de alas en un profundo armario. 

 

Mas, ¿quién era esa alta, trémula mujer en el salón profundo?, 

¿quién la bella criatura en nuestros sueños profusos? 

¿Quizá la esbelta beldad por quien cantaba nuestra sangre? 

¿O así, tan joven, de luz y silencio, nuestra madre? 

 

O acaso, acaso esa mujer era la misma música, 

la desnuda música avanzando desde el piano, 

avanzando por el largo, por el oscuro salón como en un sueño. 

 

(A ti, lejano Esteban, que bebiste mi vino, 

te lo quiero contar, te lo cuento en humanas, míseras palabras: 

Cuando estás en la sombra, cuando tus sueños bajan 

de una estrella a otra hasta tu lecho, 

y entre tus propios sueños eres humo de incienso, 

quizá entonces comprendas, quizá sientas, 

por qué en mi voz y en mi palabra hay niebla). 

 

Un largo, oscuro salón, tal vez la infancia. 

Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida, 

en la noche tibia, destrenzada, en la noche 

con brisas del bosque. Y el grande, oscuro piano, 

llenaba de ángeles de música toda la vieja casa. 

 

Canción de amor y soledad 

 

Como en el áureo dátil de solitaria palma, 

orillas de mi predio todo el valle resuena, 

tú en mi corazón, dátil amargo, tiemblas 

y te inclinas desnuda, sollozo y carne trémula. 

 

De palma en que acongojase con vago son el viento, 

dátil fiel donde todos los horizontes suenan, 

mi corazón es una carne tuya, tu carne, 

cantando entre distancias y entre nieblas. 

 

Tuyo es el viento y el rumor, dorados, 

tuyo el canto en la noche sin palmeras, 

tuyo el trémolo al fondo de los huesos, 

y el palpitar oscuro de mis venas. 

 

El país que en tus ojos vive entre parpadeos, 

canta en mí con su largo sollozar innegable, 

rumora en mí, y el ansia de tu boca madura, 

y rumoran sin fin los valles de tu carne. 

Oscura tú, y entre tu luz sin tregua, 

eres un son tan hondo, tan hondo y dolorido. 

 

Dátil maduro, dátil amargo, escucha 

mi corazón al filo del viento, tu gemido, 

tu gemido gozoso, tu olor de flor abierta. 

Mecido en ti, lleno de ti se escucha, 

y da al viento ceniza de sus gritos. 

 

Morada al sur 

I 

En las noches mestizas que subían de la hierba, 

jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes, 

estremecían la tierra con su casco de bronce. 

Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro. 

 

Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo. 

La ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles. 

(Reyes habían ardido, reinas blancas, blandas, 

sepultadas dentro de árboles gemían aún en la espesura). 

 

Miraba el paisaje, sus ojos verdes, cándidos. 

Una vaca sola, llena de grandes manchas 

revolcada en la noche de luna, cuando la luna sesga, 

es como el pájaro toche en la rama, «llamita», «manzana de miel». 

 

El agua límpida, de vastos cielos, doméstica se arrulla. 

Pero ya en la represa, salta la bella fuerza, 

con majestad de vacada que rebasa los pastales. 

Y un ala verde, tímida, levanta toda la llanura. 

 

El viento viene, viene vestido de follajes, 

y se detiene y duda ante las puertas grandes, 

abiertas a las salas, a los patios, las trojes. 

Y se duerme en el viejo portal donde el silencio 

es un maduro gajo de fragantes nostalgias. 

 

Al mediodía la luz fluye de esa naranja, 

en el centro del patio que barrieron los criados. 

(El más viejo de ellos en el suelo sentado, 

su sueño mosca zumbante sobre su frente lenta). 

 

No todo era rudeza, un áureo hilo de ensueño 

se enredaba a la pulpa de mis encantamientos. 

Y si al norte el viejo bosque tiene un tic-tac profundo, 

al sur el curvo viento trae franjas de aroma. 

 

(Yo miro las montañas. Sobre los largos muslos 

de la nodriza, el sueño me alarga los cabellos). 

II 

Y aquí principia, en este torso de árbol, 

en este umbral pulido por tantos pasos muertos, 

la casa grande entre sus frescos ramos. 

En sus rincones ángeles de sombra y de secreto. 

 

En esas cámaras yo vi la faz de la luz pura. 

Pero cuando las sombras las poblaban de musgos, 

allí, mimosa y cauta, ponía entre mis manos, 

sus lunas más hermosas la noche de las fábulas. 

* * * 

Entre años, entre árboles, circuida 

por un vuelo de pájaros, guirnalda cuidadosa, 

casa grande, blanco muro, piedra y ricas maderas, 

a la orilla de este verde tumbo, de este oleaje poderoso. 

 

En el umbral de roble demoraba, 

hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito, 

el alto grupo de hombres entre sombras oblicuas, 

demoraba entre el humo lento alumbrado de remembranzas: 

Oh voces manchadas del tenaz paisaje, llenas 

del ruido de tan hermosos caballos que galopan bajo asombrosas ramas. 

 

Yo subí a las montañas, también hechas de sueños, 

yo subí, yo subí a las montañas donde un grito 

persiste entre las alas de palomas salvajes. 

 

Te hablo de días circuidos por los más finos árboles: 

te hablo de las vastas noches alumbradas 

por una estrella de menta que enciende toda sangre: 

 

te hablo de la sangre que canta como una gota solitaria 

que cae eternamente en la sombra, encendida: 

te hablo de un bosque extasiado que existe 

sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa 

violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas. 

 

Te hablo también: entre maderas, entre resinas, 

entre millares de hojas inquietas, de una sola 

hoja: pequeña mancha verde, de lozanía, de gracia, 

hoja sola en que vibran los vientos que corrieron 

por los bellos países donde el verde es de todos los colores, 

los vientos que cantaron por los países de Colombia. 

 

Te hablo de noches dulces, junto a los manantiales, junto a los cielos, 

que tiemblan temerosos entre alas azules: 

te hablo de una voz que me es brisa constante, 

en mi canción moviendo toda palabra mía, 

como ese aliento que toda hoja mueve en el sur, tan dulcemente, 

toda hoja, noche y día, suavemente en el sur.    

III 

En el umbral de roble demoraba, 

hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito, 

un viento ya sin fuerza, un viento remansado 

que repetía una yerba antigua, hasta el cansancio. 

Y yo volvía, volvía por los largos recintos 

que tardara quince años en recorrer, volvía. 

 

Y hacia la mitad de mi canto me detuve temblando, 

temblando temeroso, con un pie en una cámara 

hechizada, y el otro a la orilla del valle 

donde hierve la noche estrellada, la noche 

que arde vorazmente en una llama tácita. 

 

Y a la mitad del camino de mi canto temblando 

me detuve, y no tiembla entre sus alas rotas, 

con tanta angustia un ave que agoniza, cual pudo, 

mi corazón luchando entre cielos voraces.     

IV 

Duerme ahora en la cámara de la lanza rota en las batallas. 

Manos de cera vuelan sobre tu frente donde murmuran 

las abejas doradas de la fiebre, duerme, duerme. 

El río sube por los arbustos, por las lianas, se acerca, 

y su voz es tan vasta y su voz es tan llena. 

Y le dices, le dices: ¿Eres mi padre? Llenas el mundo 

de tu aliento saludable, llenas la atmósfera. 

—Yo soy tan sólo el río de los mantos suntuosos 

 

Duerme quince años fulgentes, la noche ya ha cosido 

suavemente tus párpados, como dos hojas más, a su follaje negro. 

* * * 

No eran jardines, no eran atmósferas delirantes. Tú te acuerdas 

de esa tierra protegida por un ala perpetua de palomas. 

Tantas, tantas mujeres bellas, fuertes, no, no eran 

brisas visibles, no eran aromas palpables, la luz que venía 

con tan cambiantes trajes, entre linos, entre rosas ardientes. 

¿Era tu dulce tierra cantando, tu carne milagrosa, tu sangre? 

* * * 

Todos los cedros callan, todos los robles callan. 

Y junto al árbol rojo donde el cielo se posa, 

hay un caballo negro con soles en las ancas, 

y en cuyo ojo vivo habita una centella. 

Hay un caballo, el mío, y oigo una voz que dice: 

«Es el potro más bello en tierras de tu padre». 

* * * 

En el umbral gastado persiste un viento fiel, 

repitiendo una sílaba que brilla por instantes. 

Una hoja fina aún lleva su delgada frescura 

de un extremo a otro extremo del año. 

«Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida». 

V 

He escrito un viento, un soplo vivo 

del viento entre fragancias, entre hierbas 

mágicas; he narrado 

el viento; sólo un poco de viento. 

 

Noche, sombra hasta el fin, entre las secas 

ramas, entre follajes, nidos rotos entre años 

rebrillaban las lunas de cáscara de huevo, 

las grandes lunas llenas de silencio y de espanto. 

 

Tambores

 

Suenan los tambores 

a lo lejos 

con un profundo encanto que nos despierta. 

 nos alerta 

o nos embriaga con su son melodioso 

suenan profundamente 

los tambores 

en el día de bronce 

en la noche de lentos párpados morados 

o en la noche de rocas amarillas 

o en la noche de luna rosada y sesga 

en que canta el ruiseñor que escuchó Ruth la moabita 

o en la que imita a toda la tribu alada 

el pájaro burlón 

el arrendajo 

melodioso o rechinante como una 

cerradura oxidada 

suenan casi perdidos los tambores 

atravesando valles y valles de silencio 

y nadie sabe quién los toca 

ni dónde 

pero todos los oyen 

y comprenden su mensaje 

y se llenan de júbilo o se espantan 

dónde suenan 

quién los toca 

manos que se han deshecho 

o que están cayendo en polvo 

o que serán la ceniza más triste 

dónde suenan 

en las espesas selvas o en las que fueron selvas 

en los desiertos 

suenan en siglos y milenios lejanos 

transmitiendo en la tierra hasta muy lejos 

la palabra humana 

la palabra del hombre y que es el hombre 

la palabra hecha de fatiga y sudor y sangre 

y de tierra y lágrimas 

y melodiosa saliva. 

 

Balada de Juan de la Cruz 

 

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe 

que partió con cien mozos y una bandera 

a cubrirse de gloria bajo el sol. 

Y a elevar su grito rebelde entre las balas 

aun más alto que el grito del rebelde cañón. 

 

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe, 

que vio a la tierra buena enloquecer 

y beber salvajemente la sangre brava, y vio 

caer sus compañeros junto a la cruel bandera, 

bajo el cielo incendiado de la revolución. 

 

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe, 

dueño de un blanco corcel que victorioso 

por campos de sangre y fuego lo llevó, 

y en las fiestas del pueblo enardeció a las mozas, 

quizá demasiado altas para sus quince años, 

que eran ritmo en el talle y en los ojos fulgor. 

 

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe, 

de quien decían los niños en las tardes del pueblo, 

señalando el ocaso que es como confusión 

de banderas heroicas: por allá con cien mozos, 

Juan de la Cruz, el héroe, partió. 

 

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe, 

que perdió su alegría que era también 

un fruto de su tierra que bendijo el Señor. 

Yo soy Juan de la Cruz, en cuyo honor el pueblo, 

en medio de la plaza sólo un roble plantó. 

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