María Vásquez estuvo predestinada desde su infancia a una paradoja que la dejaría perpleja: nacer al mismo tiempo que la televisión en Colombia, no ver nada de televisión hasta que bordeó los treinta años de edad y trabajar desde entonces, con una exactitud pasmosa, durante los siguientes treinta años de su vida, en la televisión.
Su padre, Jaime Vásquez, un industrial que representaba en Cali a la Compañía Colombiana de Tejidos (Coltejer), protegió a sus hijos de lo que consideraba una amenaza para la educación visual y cultural de su familia.
«¡Pobre papá! ¡De sus siete hijos, cinco trabajamos en la televisión! ¡Un psicoanalista lo llamaría un acto fallido de su parte, pero un acto fallido gigantesco!», dice Vásquez con el vigor que anima a esta mujer de estatura mediana, cabello largo y plateado al estilo de la cantante Buffy Sainte-Marie, lentes oscuros que habría envidiado Andy Warhol, delgada y de gestos enfáticos, que subraya sus ideas con una voz que proyecta la energía de búfalo con la que se ha ganado y defendido su lugar en el mundo.
Para explicar la tevefobia de su padre recuerda el apostolado cinematográfico por el que proyectaba en el garaje de su casa, para los setenta niños del vecindario donde vivía en el barrio La Flora de Cali, las películas que eran una fiesta cada fin de semana; su interés por difundir el evangelio de la gran pantalla en los distintos cineclubs que dirigía en la ciudad; su labor infatigable para compartir los hallazgos del cine en contraste con su apatía absoluta por la televisión, heredada a María, «pues hasta que cumplí treinta años nunca tuve un televisor ni me interesó jamás comprar uno».
Y aunque el sueño de María de estudiar Cine en Praga se postergó cuando tuvo a su hija, el aprendizaje continuó tratando de que el cine fuera una profesión.
«Para mí fue muy importante trabajar en rodajes como script ya que no se puede hablar de edición sin hablar del script. El script en cine tenía que ser meticuloso porque en los años ochenta avanzábamos a ciegas, pues el material, algunas veces, llegaba cuando se terminaba de rodar la película, algo que era aterrador cuando no sabíamos qué errores habríamos cometido porque el script tiene que saber de todo, de fotografía, de lentes, de continuidad, de vestuario y de maquillaje, de planos. Por eso el paso del script a la televisión fue tan importante».
Un oficio milimétrico por su precisión para cuidar la continuidad visual de una película y la lógica de los planos con los que se organiza una historia.
«Pero en vista de que el cine en Colombia ha tenido un movimiento cíclico —arrancamos, llegamos a un punto muerto y resucitamos—, también trabajé en publicidad para pagar el colegio de mi hija mientras esperaba a que se concretaran proyectos que fracasaban. Entonces me llamó Sara Libis, que también había trabajado en cine, para que la reemplazara haciendo script en una telenovela: Gallito Ramírez. Le dije que no sabía absolutamente nada de televisión, pero me convenció asegurándome que si uno había hecho script en cine estaba sobrado para hacerlo en televisión, sobre todo teniendo en cuenta que la televisión en esa época estaba saliendo de una precariedad absoluta y se podía hacer una preedición con el cómodo sistema del 1, 2, 3, como lo llamaba Pepe Sánchez, pues los actores, como si estuvieran en el teatro, trabajaban solo con tres cámaras y uno escogía la que hiciera el plano general, el plano o el contraplano. Llegué entonces con el purismo del script cinematográfico —y el rigor de planearlo todo para una filmación— a un medio en el que todo estaba preeditado desde la grabación, lo que me desconcertó, tanto como empezar a conocer en ese mundo quién era quién: en la primera reunión que tuve me quedó al lado un director que se llamaba Julio César Luna y yo le pregunté a mi vecina del otro lado quién era él y Luna me miró sorprendido de que hubieran contratado a una niña que no lo conocía, pues estaba convencido de su fama».
Una «niña» como Margarita Rosa de Francisco, las dos amigas desde sus tiempos en Cali a pesar de su diferencia de edad, «que se arrancaba el pelo, porque tanto ella como yo entramos al mismo tiempo a la televisión, y estaba convencida de que engañaba al país, consciente de que no era una actriz profesional. Aún así, Gallito Ramírez fue un éxito, como suele suceder, inversamente proporcional detrás de cámaras cuando el caos de una telenovela exacerba las neurosis».
Para calmar los ánimos, María Vásquez se propuso mejorar la gimnasia visual de las producciones en las que trabajara.
«Así como me parecía insólito que el oficio del script se redujera a la continuidad en el vestuario, sin considerar que también podía trabajar en la edición, a la gente de la televisión también la pareció insólito que alguien como yo, recién llegada, se atreviera a suspender escenas durante una grabación porque ciertos planos no funcionaban. El poder en la televisión era entonces vertical y cuando yo paraba una escena, Julio César Luna gritaba y todo el mundo se congelaba porque antes que opinar se debía obedecer. Y a pesar de que mi entrada a la televisión fue un tanto brusca, Luna me pidió que me quedara como su asistente de dirección, por lo que me moví de Cali a Bogotá. Fue entonces cuando tuve la fortuna de conocer a Pepe Sánchez, a quien le debo todo lo que sé de televisión. Pepe, que también había trabajado en cine, me enseñó muchas cosas de un medio en el que había mucha improvisación y al que empezó a llegar gente del cine».
El destino recompensó su terquedad y su encuentro con Pepe Sánchez la entrenó también para enfrentarse a los tiburones de la producción.
«Me asombraba la capacidad de Pepe para trabajar; que fuera capaz de dirigir al mismo tiempo Don Chinche y El cuento del domingo; que sacara su máquina de escribir en el carro que le manejaba un chofer y escribiera un capítulo del Chinche mientras sus dos hijas y la mía brincaban todo el tiempo; que sacara tiempo para reírse y divertirse, porque para él todo era lo mismo, la vida y la risa; que no fuera como esos directores que miran cada capítulo cuando se emite para quejarse de la edición y prefiriera irse a conversar con alguien, hacer algo distinto a ver telenovelas. ¡Y me encantaba que habláramos de cine! Recuerdo que me hizo un regalo maravilloso: demostrarme cómo en televisión se podían trabajar ciertas cosas como en el cine. ¡Grabó entonces un capítulo del Chinche en homenaje a La soga, de Hitchcock, haciéndolo en un plano secuencia!».
El ejemplo de Pepe Sánchez hizo que su panorama creativo se ampliara sin medir las consecuencias.
«Algo nada fácil, trabajar como script y editar, cuando hacer una disolvencia, que ahora es posible con un celular, se podía tardar cerca de cuarenta minutos porque se usaba una palanca para sacar una toma y meter otra de manera totalmente artesanal. Así que armar un capítulo era un trabajo inmenso. Además, me gustaba escoger la música. Extrañamente las productoras no pagaban derechos por nada. Entonces me iba con mis discos de rock y ponía temas de los Rolling Stones para una carrera de carros o música de Bach para mejorar escenas aburridísimas, porque Bach me recordaba a mi papá, que los domingos oía música clásica mientras yo estaba en el muro de la calle con mi novio. Hasta que un día me llamó de presidencia Fernando Gómez Agudelo, el dueño de RTI, y me dijo: “¿Usted es la niña que está maltratando mi música? ¡Eso es prohibido en esta empresa! ¡Nadie puede usar a Bach!”. Era un atrevimiento de mi parte usar a Bach en algo tan frívolo como la televisión. ¡Y también maltratar el rock! ¡Mis amigos de Cali me regañaban! ¿Cómo era posible poner un tema de Deep Purple para telenovelas tan estúpidas?».
Los riesgos le fueron dando a María Vásquez un lugar en el medio con el que tuvo un matrimonio a punto del divorcio, salvado por su pasión creativa para mejorar la relación.
«Pepe Sánchez me llevó a RCN para trabajar en Café. Cuando edité los primeros capítulos lo hice como si fuera cine, analizando los puntos de giro de la historia y el tiempo que debían durar. Hice entonces dos versiones, la que respetaba el libreto de Fernando Gaitán y una versión personal por la que edité tres capítulos del libreto en uno solo. A las doce de la noche me llamó el presidente de RCN y me dijo: “Mijita, ¿usted sí sabe de esto?”».
Sin anestesia, recordándole el estilo vertical del poder, las reglas que han definido una historia en la que se recompensa a los que comprenden que solo lo difícil es estimulante.
«No fue fácil. Recuerdo lo que decía Bernardo Romero Pereiro: “Las señoras no ven televisión, oyen televisión”. Según él, las señoras picaban cebolla y hacían el almuerzo mientras oían televisión. Así que no tenía sentido gastarse la plata en hacer planos de paisajes cuando lo que importaba era la televisión que venía de la radio. Un criterio que chocaba con mi interés por llevar el cine a la televisión y que además no era cierto. Cuando estábamos en Valledupar y transmitían Escalona, los domingos a las seis de la tarde no había nadie en las calles, lo único que se escuchaba eran las guacamayas de las casas y los ladridos de algún perro, así que la gente sí veía los paisajes, por eso fue tan afortunado que entrara el cine a la televisión».
Las radionovelas ilustradas por el televisor fueron entonces un concepto que se transformó cuando se tuvo consciencia de la manera como la edición puede mejorar o arruinar una historia y la puede enriquecer visualmente.
«No hay tecnología que pueda sostener una historia mal escrita y mal dirigida. Si la dirección tiene que ver con la actuación y con hacer creíbles a los personajes, también la edición es determinante cuando les ayuda a los actores para disimular sus carencias. Editar es un oficio de manipulación. Se parece a los realities: la gente piensa que suceden como si fueran verdad, pero todo está libreteado y manipulado. Por eso uno de los fracasos más caros de la historia de la televisión colombiana y, específicamente, de RCN, fue María. Escrita por Gabriel García Márquez y dirigida por Lisandro Duque, fue un fracaso que habría salvado la edición. Es un ejemplo de lo que no se debe hacer en televisión como es leer, porque la puesta en escena de María fue el adorno de una lectura, y no hay nada más aburrido que alguien lea en televisión y no se traduzca a una puesta en escena. Por eso es que las editoras hacemos remiendos, cosemos y tejemos historias».
Y mientras las estrellas con su resplandor en la pantalla son visibles, el editor tiene que soportar las presiones del director, del libretista o de los presidentes de la empresa.
«Llegan al descaro de proponerle al editor que alargue una telenovela si tiene éxito. Un día un ejecutivo se apareció en mi sala de edición, cuando ya estaba cerrando La hija del mariachi, que tuvo un éxito inusitado, sobre todo al final, y la historia ya no daba para más, tanto así que decidí dejar las canciones completas porque no había qué meter, y el ejecutivo, cinco capítulos antes de que terminara la telenovela, me dijo: “Por favor, a mí me contaron que usted es muy brava, pero le ruego que alarguemos una o dos semanas la telenovela”. ¡Parecía moviendo el tarro igual que un mendigo! Entonces le dije que viera el libreto y se diera cuenta de que no había manera de alargar la historia, pero el ejecutivo insistía a pesar de que yo también le insistiera, así que no hice lo que me pidió. Es decir, si el libretista ya no importaba para nada, era a mí a la que le tocaba equilibrar la calidad con la plata».
¿La calidad vs. el rating?
«Pepe Sánchez decía que los canales, por ahorrarse un millón de pesos, gastaban un millón de dólares. Si una grúa costaba un montón de plata, trataban de ahorrársela. A Sergio Cabrera casi lo despiden porque en Escalona se tomaba todo el tiempo del mundo preparando un plano, algo que a los del canal les parecía pésimo, hasta que empezaron a entender que Sergio filmaba exteriores y hacía planos secuencia con los que buscaba la poesía de la imagen. Pero durante mucho tiempo lo que importó fue la efectividad antes que la calidad».
Una ecuación por la que ciertas telenovelas tuvieron la suerte de algo tan impredecible como el éxito.
«La televisión es un arma muy importante, pero también muy peligrosa, porque capturar a un país y sentarlo a ver una telenovela puede ser peligrosísimo según la historia que se cuente».
Memorias de otro tiempo, el tiempo de los pioneros, cuando María Vásquez se enfrentó a la rutina de un medio que aprendía sobre la marcha y tuvo la fortuna de contar con una editora que venía del cine y sabía cómo remendar, coser y tejer historias de la mejor manera posible.
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