El Protocolo de Amistad y Cooperación firmado el 24 de mayo de 1934 en Río de Janeiro no solo puso punto final a la disputa limítrofe entre Colombia y Perú. En el Acta Adicional que lo acompaña, se incluyó una fórmula para proteger a los indígenas de la esclavitud y de torturas en las caucherías, aunque explícitamente no se mencione.
El documento representa los esfuerzos de dos naciones por dejar a un lado su pasión guerrerista y solucionar sus diferencias por medio de la diplomacia y el diálogo, enseñanza poco destacada por historiadores. En el relato del único conflicto bélico internacional que enfrentó Colombia en el siglo XX se han exaltado las maniobras militares de su exiguo ejército, la donación de aviones por parte de la aerolínea SCADTA para crear una efímera fuerza aérea y los llamados nacionalistas del líder del Partido Conservador, Laureano Gómez, a la unidad del país y a la guerra «en la frontera contra el enemigo felón».
Colombia y Perú venían arrastrando viejas disputas fronterizas por el territorio conocido como el «Trapecio Amazónico». El extractivismo cauchero trajo, además de la muerte, la tortura y la esclavitud de las comunidades indígenas de la selva, una colonización impulsada por el gobierno colombiano de los territorios amazónicos ubicados más allá del río Caquetá.
En un arranque patriotero, un grupo de peruanos, descontentos con la cesión de Leticia a Colombia, en el Tratado Salomón-Lozano de 1922, decidieron invadirla. Al principio, esta ocupación fue considerada un pequeño incidente. En 1911 sucedió algo parecido en La Pedrera sin mayores consecuencias. Sin embargo, a medida que pasaban los días, la confrontación fue creciendo. Colombia, con sus exiguos recursos, compró unos barcos y formó una modesta fuerza área.
En enero de 1933, el enfrentamiento parecía inevitable con la incursión de los barcos colombianos por el río Amazonas. El 13 de febrero Colombia bombardeó Tarapacá, donde había un asentamiento peruano. A partir de ahí, ambos países rompieron relaciones.
Sin embargo, debido al ascenso a la presidencia del general Óscar Benavides, precipitado por el asesinato del entonces presidente peruano, Luis Miguel Sánchez, el 30 de abril de 1933, ambos países emprendieron un camino diplomático que dio fin a las acciones militares. El 25 de mayo de 1933 una delegación de ambos países firmó, en la sede de la Liga de las Naciones en Ginebra, un pacto de cese al fuego y acordaron comenzar las negociaciones de paz.
El olvido del Protocolo de Río minimiza el camino escogido por Perú y Colombia para acabar la guerra. De esta historia pasan desapercibidas esas rondas de negociaciones llevadas a cabo entre finales de 1933 y los primeros meses de 1934 que dieron vida al Protocolo de Amistad y Cooperación y Acta Adicional entre la República de Colombia y la República del Perú. El acuerdo fue considerado por los observadores, políticos y diplomáticos de la época un documento vanguardista en términos de resolución de conflictos entre países.
Los diálogos en Río de Janeiro fueron seguidos por la prensa colombiana sin perder detalle y, a partir de mayo, ocupaban a diario un espacio en las primeras páginas. Llamó la atención de toda Suramérica. Cuando el país conoció que ese 16 de mayo de 1934 las delegaciones de Perú y Colombia habían perfeccionado el acuerdo, los artículos periodísticos narraban el minuto a minuto de las conversaciones finales; reproducían cables las agencias periodísticas en Perú, Estados Unidos, Brasil, Argentina, Ecuador; hacían análisis de la importancia del arreglo tanto para los países en disputa como para «el mundo civilizado» y hablaban de «estrechadas de mano» y «abrazos entre lágrimas» de diplomáticos peruanos y colombianos.
Hay que sumarle un hecho más al olvido: la «paz amazónica», como la denominaron algunos periodistas y columnistas de El Tiempo, no solo se logró por la buena voluntad de las delegaciones de Colombia y Perú, sino por la astucia del canciller brasileño Afranio de Mello Franco. Una vez comenzaron las negociaciones trabajó desde Río de Janeiro en una propuesta para que ambos países llegaran a la paz. Su compromiso absoluto alcanzó tal grado que, pese a su renuncia a la cancillería de Brasil, continuó ofreciendo sus oficios.
¿Qué tan importantes fueron las negociaciones en Río de Janeiro y la firma del Protocolo para la historia latinoamericana? La respuesta tiene dos partes. La primera, las conversaciones entre Perú y Colombia tenían su contracara: la guerra del Chaco que enfrentaban Bolivia y Paraguay. En mayo de 1934 cumplía dos años con un saldo de, por lo menos, cuarenta mil personas muertas. Que Colombia y Perú hubieran optado por la negociación y el derecho internacional y no por una cruenta guerra fue tomado como «un precioso legado» que deberían haber seguido Bolivia y Paraguay para alcanzar la paz. No la hubo, la guerra del Chaco continuaría todavía un año más, con un saldo de cerca de noventa mil muertes.
Al respecto, el diario El Comercio de Perú escribió que el Protocolo significaba «la paz y la concordia internacional, el ejemplo de la solución diplomática de un grave conflicto entre dos partes; la derrota de la guerra como instrumento para solventar las controversias». Y un editorial de El Tiempo, publicado el 16 de mayo decía: «Por primera vez en la historia de una guerra las dos naciones se empeñaron celosamente en cuidar su reputación pacifista».
Franklin D. Roosevelt, el presidente de Estados Unidos de entonces, llegó a destacar el diálogo en un cable enviado al Gobierno de Colombia: «Este arreglo constituye un bello ejemplo para todo el mundo civilizado y en él encuentran mis conciudadanos, en común con los de todos los pueblos de las repúblicas americanas, un motivo de orgullo justificado».
Además de apelar al deber moral de «proscribir la guerra y solucionar política o jurídicamente sus diferencias», el Protocolo trae unos aspectos interesantes que constituyen la segunda parte de su importancia. En términos generales, ambos países acordaron respetar el tratado limítrofe firmado en 1922 (una de las razones por las que la guerra comenzó); crear una zona de libre comercio y movilidad en las cuencas de los ríos Putumayo y Amazonas que compartían, y proteger de la explotación laboral a los habitantes de la región. El acuerdo habla del derecho a la dignidad humana, la libertad y el bienestar de los «habitantes selvícolas» y prohíbe «todo trabajo forzado u obligatorio».
Esta protección de las comunidades indígenas estaba basada en la concepción liberal, eurocentrista y paternalista de la época, en la que se reconocía su humanidad, pero se llamaba a civilizarlos. El Acta Adicional instaba a Perú y a Colombia a llevar a cabo todas las acciones pertinentes de manera que en las poblaciones se preparara a los indígenas «para la vida civilizada en sus regiones de origen donde debe realizarse la tarea de atraer y preparar a sus compañeros».
La evolución de estos conceptos y la forma de relacionarnos nos ha llevado a transformaciones sociales que marcan un camino de construcción de paz cercano a lo que fue el espíritu de este Protocolo. Recoger su legado casi un siglo después nos obliga a imaginar conversaciones posibles.
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