Alfonso Córdoba Mosquera fue, entre todos los cantantes, compositores, cuenteros, disfraceros y orfebres, el más representativo del Chocó en el siglo pasado. Su gesta fue suficiente para que lo llamaran «el Da Vinci negro», pero su condición de juglar popular definió que lo asimilaran a un griot en el Atrato por su sabiduría y sus embrujos.
Nació en Quibdó cerca de los Bataclanes, espacios de liberalidad danzaria, donde entendió todos los mundos musicales a través de las vitrolas y los navegantes de vapores que surcaban el río que comunica al Caribe, y el del poder del metal en los caballeros de burdel con su singular forma de caminar y vestir, pantalón con hebilla, leontina, anillos y prendedores de oro macizo. Quizás esta fue su primera impresión de la joyería tradicional, testimonio de una cultura y una historia que marcarían su vida.
A sus dieciocho años emprendió un viaje por la región del Baudó y descubrió «los secretos del monte profundo», de los ríos y de la selva. Obtuvo la sabiduría para enfrentarse a una sociedad en la que la ciencia y el arte no le fueron ajenos, y adquirió el diseño de la propia naturaleza. Regresó al Atrato y se dio cuenta de que las narraciones de los pueblos sobre el oro están subordinadas a las desventuras y penas mantenidas por siglos: una nación cultural construida con manifestaciones y prácticas de minería, herencias de la Colonia, que dieron sentido a las joyas como patrimonio económico y cultural, dejando huellas de africanía en relatos místicos de convivencia con otros seres, y de esclavizados que compraban su libertad con oro calculado en el pesaje de su cuerpo.
La tradición de la minería procede de los grandes reinos del África occidental traída por antepasados que moldearon un vínculo con el oro que encontramos al desentrañar la maestría y las faenas artísticas de el Brujo. En el documental Rapsodia negra (2009), dedicado a la vida de Alfonso Córdoba, Lucas Silva muestra cómo «gran parte de su vida la ha consagrado al arte de la joyería […] pasando las tardes trabajando el oro, haciendo bellos collares que parecen salidos de un taller de orfebrería en Ghana o Senegal. Muchos esclavos provenientes de la “Costa de Oro” llegaron a las tierras del Chocó, entre ellos los ashanti, expertos en el trabajo del oro y los metales. Ellos trajeron el saber ancestral desarrollando las técnicas de la orfebrería».
En 1946 el Brujo viajó a Barranquilla, donde embebió motivos que enriquecieron su diseño y conoció los enigmas de la alquimia. Más tarde hizo unas pasantías técnicas en Mompox, donde aprendió las habilidades del artesano fundidor de metales. «En la década del cincuenta, al igual de fructífero en las composiciones musicales, fueron mis trabajos como orfebre educado por expertos italianos en las técnicas de la filigrana en la colonial ciudad de Mompox, pasando a Barranquilla a laborar en las joyerías San Martín, de Carlos Olivares Diar; El Tesoro, de Carlos Duque; Enrique Serrano, de don Enrique Serrano; y Gufran Hermanos», contó el Brujo.
Esa facilidad para producir encantos con el uso de sus secretos la contaba solo a quienes cortejaron su espíritu. Una de esas personas fue Ana Gilma Ayala, quien relató en el libro Somos hijos del oro, de Juana Méndez Uribe, que «el Brujo se instaló en Barranquilla […] y regresó al Chocó trayendo las nuevas tecnologías del oficio: el laminador, el soplete de fuelle, las hileras para estirar el alambre de las filigranas. Adaptó y recreó algunas herramientas y aparatos para la fundición, el dorado, la soldadura y la cadenería».
Como un anacoreta, cual monje que vive retirado en su morada, volvió los pasos a su tierra en 1964 y, con un claro sentido de apoyo a los joyeros nativos, Córdoba ayudó a modernizar los precarios talleres del Chocó. Una vez en Quibdó se unió a maestros reconocidos como Julio Mina, Antonio Sánchez y Salomón Rengifo. A ellos les amplía las nociones del bosquejo y grafica con detalles la floritura de las joyas, facilitadas en el taller del maestro Juvenal Buendía, artista clásico de la joyería chocoana: «Sin egoísmos, me enseñó los secretos de ese oficio. Aprendí no solo la técnica, sino cómo planeaba sus diseños, cómo los superaba de una colección a otra. Él era enemigo de la producción en serie. Las doñas, su principal clientela, se enorgullecían de sus exclusividades», le dijo el Brujo a Perea Chalá refiriéndose al maestro.
Su huella en el río San Juan y el canto de Kilele
En las siguientes décadas, el Brujo revoluciona la música y la joyería creando la agrupación musical Los Negritos del Ritmo, que marcó la vida de cientos de intérpretes y compositores y consagró al oro la región del San Juan, en el sur del departamento. Allí reconocen su aporte al trabajo junto a don Pedro Ibargüen en la joyería de Condoto, territorio del platino, reconocida por las extracciones de metales preciosos a cargo de la compañía minera Chocó Pacífico. En Condoto ensaya con la plata para liberar su mente. Diseña la miniescultura Boga Remá y de paso conoce la cuna de célebres canciones de laboreo, los kileles, convertidas en memoria de ancestrías, irrumpiendo los ritmos musicales al recrear el San Juan de Bambazú.
Cumplida la experiencia espiritual en estos pueblos de agua, la aureola de diseñador define su conocimiento y habilidad. Exhibe alhajas frente a colegas en diversas ciudades y logra el segundo lugar del Premio Nacional de Joyería de Artesanías de Colombia por la obra costumbrista El mercader chocoano en 1972.
Cargado de fama en su andar, se motivó por estudiar el destino que lo acercaba a la «historia de vejámenes y maltratos en las selvas del río Atrato, como pago a [la] labor» de sus semejantes, llenando de conocimientos las construcciones del disfraz tradicional de su barrio natal, La Yesquita, en la fiesta anual de San Pacho: Los baúles macabros, El bagaje de riquezas, La draga y Los cuernos de la abundancia con mensajes políticos y sociales.
La experiencia de Bogotá: Grupo Niche y reconocimientos
Sus créditos en el canto hacen que en 1978 Jairo Varela lo convoque a la capital, mas no llega a ser parte del Grupo Niche. Termina ocupándose de un taller particular de joyería desde donde comienza a moverse entre los círculos culturales. Lo halagan, pero la rumba no salda la ausencia de sus hijos, su pueblo y las manifestaciones festivas a las que estaba acostumbrado. Cansado, regresa a su morada en 1984, pero lo llaman de Discos Fuentes. Viaja a Medellín y de allí nace Los Brujos del Son (1989).
De regreso decide agremiarse y dedicarse a producir el diseño de misteriosas formas del metal en un espacio artístico en su casa. Lo llamó Joyería Lion Dior. Más adelante compartiría con Omar Mosquera y Ariel Sánchez Garcés en la joyería Buenos Orfebres.
Desde allí, recibe como reconocimiento la Medalla de la Maestría Artesanal, al inicio del nuevo milenio, de parte del Ministerio de Desarrollo Económico y Artesanías de Colombia; dicta un taller organizado por el Programa Nacional de Joyería, en el que enseña la técnica de la filigrana chocoana, y atiende la invitación a compartir las enseñanzas de los maestros de la Scuola d’Arte e Mestieri di Vicenza, Italia, que vinieron a actualizar a los joyeros en materia de tecnología.
Un renacimiento cultural para soñar con la «Escuela de joyería»
La gratitud de su pueblo le permite un renacimiento cultural, además de sentirse estimulado y reconocido por su gremio, pero sus setenta y ocho años y su vida agitada quebrantan su salud y su corazón empieza a debililitarse, lo que le obliga a una intervención quirúrgica y al encierro para guardar reposo. Es el momento de recoger la cosecha. En 2005, la Alcaldía de Bogotá lo invita al Homenaje a los Grandes Maestros y, al siguiente periodo, la condoteña Esperanza Biohó lo lleva al Octavo Encuentro Internacional de Expresión Negra, donde recibe el Guachupé de Oro.
Regresa al Chocó y trata de hacer realidad el sueño que lo desvela: crear una escuela de joyería para las nuevas generaciones. «Para mí era muy importante regresar al Chocó porque toca muy hondo las fibras de mi corazón. Necesito del golpeteo de la lluvia en el techo de mi casa para saber de mi existencia. El Chocó es mi espacio vital, el espacio que me engrandece el alma. En la distancia es difícil guardar el contacto de los aromas y sabores de la tierra, de los amigos y muchachos que me buscan para un consejo, para que atienda sus creaciones», dice el Brujo.
En 2008, a sus ochenta y dos años y con poca fuerza, el Brujo es reconocido como uno de los diez mejores exponentes de la cultura colombiana en la convocatoria organizada por el periódico El Tiempo. Ese mismo año el Ministerio de las Culturas le entrega la Orden al Mérito Cultural. Ese día hizo públicos sus deseos: «Este homenaje como artista es un reconocimiento a tanta cosita que uno ha hecho. Mis sueños son crear una escuela de joyería para los jóvenes más pobres con la ayuda del Sena; y estoy recopilando la memoria musical del Chocó, para que quede grabada a disposición de todos los colombianos […] Si Dios me da dos o tres años más de vida, quiero coger un grupo de jóvenes y enseñarles, porque yo sé secretos de joyería que no los sabe nadie en el país». El 26 de junio del año siguiente muere en Quibdó, luego de una afección al corazón que lo mantuvo hospitalizado dos meses.
Los secretos del arte orfebre
Quienes los conocimos sabemos que, en el fondo, era agorero y pagano, que poco hablaba del conocimiento de secretos y que sabía por qué lo llamaban «el Brujo»: por su profundo conocimiento sobre las artes. Sin embargo, aceptaba que en las prácticas de orfebre se acompañaba de recursos que le entregó la naturaleza, solo comparable a la experiencia misteriosa de un griot africano en espacios geográficos del oro, del cual no se ha recogido su sabiduría para fundir metales.
Liliana Reyes Osma, en una investigación para el Museo del Oro, describió al Brujo como «uno de los pocos orfebres que tiene el secreto de fundir el platino —a mil ochocientos grados— artesanalmente. Aquí los secretos cuentan para el futuro de la supervivencia individual. Por ejemplo, existe la tradición de los orfebres del Chocó, que utilizan una planta que hace que los metales sean más maleables. Me dediqué a indagar, pero nadie me reveló el secreto porque hace parte de su historia y la historia les pertenece. Historia que está en sus manos y en sus pensamientos».
Ana Gilma Ayala cierra sus recuerdos sobre Córdoba en Somos hijos del oro recogiendo la historia de Reyes Osma: «Puso sus conocimientos en la mesa de los joyeros con enorme generosidad, pero a nadie le enseñó el truco de la fundición del platino. […] De todas maneras el truco es una alucinante invención técnica que solo al Brujo se le podía ocurrir».
Si algún día se quisiera recuperar la memoria de la cultura del oro y la orfebrería en el Pacífico colombiano habría que dedicarle un capítulo especial a este hombre sabio, Alfonso Córdoba Mosquera, quien dejó narrado en la canción El negrito contento la bendición de haber nacido en una «tierra prodigiosa que / bajo su manto de selva / encierra celoso el oro y el platino / mi tesoro nativo».
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