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Trenzar semillas con las manos

21 de abril de 2025 - 3:40 pm
Han pasado más de dos décadas desde que los cultivos transgénicos llegaron a Colombia. ¿Cómo su uso extensivo ha afectado la diversidad de nuestra dieta? Los debates alrededor de estas semillas siguen sin responder preguntas fundamentales.
El río Magdalena, en su dinámica natural de crecientes y aguas bajas, va creando islas temporales ricas en nutrientes que las personas ribereñas utilizan para cultivos de corta y media duración. Foto de Natalia Ortiz Mantilla.
El río Magdalena, en su dinámica natural de crecientes y aguas bajas, va creando islas temporales ricas en nutrientes que las personas ribereñas utilizan para cultivos de corta y media duración. Foto de Natalia Ortiz Mantilla.

Trenzar semillas con las manos

21 de abril de 2025
Han pasado más de dos décadas desde que los cultivos transgénicos llegaron a Colombia. ¿Cómo su uso extensivo ha afectado la diversidad de nuestra dieta? Los debates alrededor de estas semillas siguen sin responder preguntas fundamentales.

Candelo ardió mientras el último de sus padres, Antonio Carmelo, lo miraba impotente. Candelo, una variedad de maíz criollo, había sido criado, manipulado, amasado y elegido por los Carmelo por más de doscientos años. El mosaico de amarillos de sus granos gordos fue pintado por varias generaciones de manos que sacudieron los penachos dorados que coronaban una planta de maíz —las flores masculinas— sobre la cabellera sedosa de las mazorcas en otra —las flores femeninas—. Luego, tras esperar durante meses que las hileras de florecitas se convirtieran en semillas, sucesivas manos abrieron el amero, el vientre verde en forma de hoja que rodea a la mazorca, para verificar si habían dado a luz al hijo que esperaban.

Esa tarde de 2022, Carmelo vio arder a su hijo después de que este hubiera dado positivo para contaminación transgénica. «Ese señor se quería morir», recuerda María Belma Echavarría González, guardiana de semillas del Resguardo Indígena Embera Cañamomo-Lomaprieta en Riosucio, Caldas. «Para un custodio que tiene su maíz de toda la vida, que lo ha cultivado desde sus abuelos, que ha vivido con ese maíz, es como si ese maíz tuviera cáncer, [es sentir que] mi maíz ya no está bien, que tiene una enfermedad incurable».

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El abuelo de Diego Tanaka se embarcó en el viaje que lo llevó desde Japón hasta Valle del Cauca en 1931. Para los setenta, cuando la Revolución Verde convertía la tierra en océanos fértiles a punta de semillas mejoradas, fertilizantes, herbicidas e insecticidas, avionetas cargadas de químicos rociaban las casi setecientas hectáreas sembradas de algodón de la finca de su abuelo varias veces a la semana, cuenta Tanaka. La promesa de la revolución les dio a los Tanaka, y a miles de agricultores colombianos, un «oro blanco» que se extendió hasta alcanzar las 328.000 hectáreas en 1977.

Cuatro décadas más tarde, cuando Tanaka regresó a la finca de su familia en la primera década del siglo XXI, no quedaba nada de ese «oro blanco», dice. Las plagas y la apertura económica de la década de los noventa, que pusieron al algodón nacional a competir con el algodón barato de otros países, acabaron la bonanza familiar. Los terrenos, ahora sembrados de maíz y sorgo, parecían más un campo de batalla.

«Había que luchar mucho con las malezas», cuenta. «Éramos cincuenta personas limpiando los cultivos todos los días. Se me aparecían entre diez y veinte mil pájaros a comerse la cosecha. Al final, cuando uno hacía los números, eso no daba», dice. En 2009, desesperado por esa guerra sin final a la vista, decidió sembrar una semilla de algodón llamada Fibermax 9162: una planta cuyas semillas habían sido creadas por manos que, con delicadeza, habían anidado el gen de una bacteria presente en el suelo, la Bacillus thuringiensis, en el hilo rizado del ADN del algodón. Ese gen les permitía a las plantas que Tanaka sembró en su campo crear proteínas en forma de pequeños cristales que paralizaban el sistema digestivo de los gusanos rosados. Otro gen, insertado por manos humanas, les permitía sobrevivir al quedar empapadas de glifosato mientras las malezas a su alrededor morían una a una.

Hoy, Tanaka cultiva algodón transgénico en sesenta y seis hectáreas, y habla de las guerras con las plagas como un general retirado. Redujo el uso de pesticidas casi en un 60 % y de insecticidas casi en su totalidad. «Conozco las bondades y los costos de los transgénicos», dice. «Hay gente que en su vida ha sembrado una pepa de nada y solamente por corriente política o por afinidad se ven influenciados. Pero ellos no conocen las realidades que experimentamos en el campo».

Han pasado veinte años desde que un puñado de hectáreas de algodón Bt inauguraran la era de la tecnología transgénica en Colombia en 2003. Hoy, en el país se cultivan más de 154.000 hectáreas de cultivos transgénicos, de las cuales unas 142.000 son maíz, unas 7.400, algodón y en 4.500 crecen soyas modificadas genéticamente, según cifras de Agro-Bio, una asociación gremial que representa al sector biotecnológico en el país. La mitad de quienes siembran estos cultivos son pequeños agricultores en menos de 20 hectáreas, según el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA).

No obstante, el debate sobre el papel de los transgénicos en «las realidades del campo» colombiano parece haberse quedado atascado en el lodazal que rodeó su llegada al país.

Para algunos, semillas como Candelo son reliquias de un pasado improductivo y azaroso que merecen estudiarse y cuidarse como se estudian las piezas de un museo. Semillas como el algodón Fibermax 9162 son el faro de un futuro posible y próspero, la culminación de milenios de tecnología agrícola humana —esa lucha por arrancarle a la tierra algún fruto para llevarse a la boca—.

Para otros, semillas como Candelo son hijos, hermanos, padres y ancestros entrelazados en el árbol familiar. Guardarlos en el cajón del recuerdo es renunciar al nombre propio. Para ellos, semillas como el algodón Fibermax 9162 son engendros monstruosos que quieren ser aceptados como iguales a pesar de que su árbol genealógico empieza en un laboratorio. «¿Quién es tu madre, tu linaje, tus ancestros?», les preguntan. «¿Por qué has sido creado, para qué has venido?». Suelen encontrar respuestas que les asustan.

Pero unas pocas voces, aisladas o desfinanciadas, ven a Candelo y a Fibermax 9162 como amasijos hermanos cuyas hebras de ADN fueron trenzadas por manos humanas que, como cualquier herramienta creada por nuestros pulgares oponibles, pueden ser un puñal que extingue la vida o que desgarra la carne de la caza que dará de comer a la aldea.

Una semilla, muchas manos

Un gen es una instrucción: ten ojos azules, tiñe tus pétalos de rojo, crece asfixiando el tronco formidable de un árbol amazónico, inunda el viento de un olor embriagador que traiga abejas a tu cáliz, defiéndete emitiendo toxinas.

Hasta el siglo XX, los humanos cultivadores intuían ese libro de instrucciones. A tientas moldearon papas moradas y negras y amarillas, maíces con sabores y texturas distintas para arepas, tamales y envueltos. La reproducción —el proceso en el que se entretejen los genes de los padres y se seleccionan las instrucciones precisas y únicas que dan forma a cada organismo— ocurría en un vientre oscuro y privado.

Por eso, durante milenios, entre ensayo y error, cada campesino iba encontrando lo que mejor se adaptara a su terreno. Cuando la Revolución Industrial comenzó a mecanizar la agricultura, la semilla se negaba a estandarizarse. La selección de los genes más útiles seguía siendo un camino largo e incierto.

La genética abrió un atajo inexplorado en esa senda. La nueva rama científica nos permitió leer el lenguaje secreto de la biología. Y, en 1973, cuando Herbert Boyer y Stanley Cohen introdujeron un gen de una ranaen una bacteria, dejamos de ser lectores de instrucciones vitales. Ya no tantearíamos a oscuras el libro de las especies, sacudiendo y mezclando palabras que, esperábamos, se alinearan como instrucciones para la próxima generación de papas, manzanas, tomates. Nos convertimos en escritores.

Boyer y Cohen inauguraron la biotecnología como ciencia y como negocio. Algunos científicos crearon sus propias empresas y se hicieron millonarios con sus descubrimientos. En los años setenta, empresas como DuPont, Monsanto, Lilly, Merck o Upjohn inyectaron millones en los laboratorios de ingeniería genética de las universidades estadounidenses. Estas empresas nadaban en la bonanza de la Revolución Verde, que llevaba paquetes de semillas mejoradas, fertilizantes, herbicidas y maquinaria a todos los rincones cultivables del planeta, multiplicando el rendimiento de los cultivos de maíz, arroz y trigo. A la par, la carrera biotecnológica se fijó un nuevo objetivo: las plantas.

En 1982, en un laboratorio de la Universidad de Washington, la química Mary-Dell Chilton hizo por primera vez lo que una bacteria llamada Agrobacterium llevaba milenios haciendo por sí misma: adherirse al genoma de una planta (de hecho, si esta bacteria no se hubiera escabullido dentro del ADN de una papa hace unos ocho mil años, no existiría la batata). Su criatura, un tabaco, engalanó la portada de la revista científica Cell de abril de 1983 como la primera planta transgénica creada por seres humanos.

Unos años más tarde, Chilton se unió a las filas de la empresa que hoy es Syngenta y en 1996 se convirtió en la madre del primer maíz con genes de la bacteria Bacillus thuringiensis, o maíz Bt, comercializable. Como ella, buena parte de los científicos pioneros de la biotecnología se unieron a transnacionales que, para los ochenta, ya habían creado sus propios laboratorios.

Cuando Monsanto lanzó al mercado su primera semilla transgénica —una soya con un gen que le susurraba «serás resistente al glifosato, el herbicida estrella de la compañía que te trajo al mundo»— había en la Tierra 1.7 millones de hectáreas cultivadas de transgénicos. Corría el año de 1996, y semillas de maíz, algodón, papa y tabaco con genes de Bacillus thuringiensis ya habían entrado al mercado. En tan solo dos décadas, los transgénicos se extendieron a 27 países y para 2023 las hectáreas crecieron 121 veces más: 206.3 millones, según un artículo publicado en el Journal of Integrative Agriculture. Buena parte de esos terrenos están en América Latina.

Con la expansión vertiginosa de los transgénicos, las empresas gigantes de semillas engulleron a sus competidoras más pequeñas en los noventa y la primera década del siglo XXI. Tras la fusión de Bayer y Monsanto en 2018, dos compañías, Bayer y Corteva, se convirtieron en las dueñas del 40 % de todas las semillas en el planeta.

«El problema está en que el desarrollo biotecnológico generó un poder que, en este caso, es expansivo y abarcador [sic.], y se ve como la única posibilidad de producir suficiente alimento para el mundo», dice José Edwin Cuellar, filósofo y profesor del Instituto de Bioética de la Universidad Javeriana en Bogotá que ha estudiado la llegada de estos cultivos al país. Para el biólogo Paul Chavarriaga, quien lidera la Plataforma de Transformación Genética y Edición de Genomas del Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), muchas de las críticas que se dirigen a los transgénicos son problemas, en realidad, propios del modelo de megacultivos. Café, plátano, caña, banano: no son transgénicos, pero sí monocultivos. «Uno se pregunta, bueno, ¿realmente ese es el modelo económico que uno quiere seguir sin tener en cuenta las afectaciones ecológicas?».

La primera semilla transgénica disponible para la venta se enterró en suelo colombiano en 2003. En 2007, en medio de protestas y aplausos, se aprobó enterrar maíces transgénicos en el país. Según el ICA, podrían crecer en toda Colombia —excepto en resguardos indígenas—.

Para algunos, semillas como Candelo son reliquias de un pasado improductivo y azaroso que merecen estudiarse y cuidarse como se estudian las piezas de un museo. Semillas como el algodón Fibermax 9162 son el faro de un futuro posible y próspero, la culminación de milenios de tecnología agrícola humana.

Del cultivo al fumador. Collage digital, 2022. «Mi participación en la sexta edición de Versiona Thyssen basada en la obra de Juan Gris: El Fumador. Ante la idea de construir una nueva pieza a partir de la obra de Gris, escogí resaltar la labor del agricultor como un agente de gestión entre los suelos, el ecosistema y los recursos naturales a través de los conocimientos tradicionales del campo»: Paula Senior Durán.
Del cultivo al fumador. Collage digital, 2022. «Mi participación en la sexta edición de Versiona Thyssen basada en la obra de Juan Gris: El Fumador. Ante la idea de construir una nueva pieza a partir de la obra de Gris, escogí resaltar la labor del agricultor como un agente de gestión entre los suelos, el ecosistema y los recursos naturales a través de los conocimientos tradicionales del campo»: Paula Senior Durán.

Un extraño llega al pueblo

En un país con 30 razas de maíz nativo que han dado a luz a 495 variedades de maíces criollos, la principal preocupación era que estos cultivos se cruzaran con los maíces tradicionales, explica Germán Vélez, director de la organización Grupo Semillas, que desde la Red por una América Latina Libre de Transgénicos ha liderado la oposición a la tecnología en Colombia.

En 2015, ese temor se materializó. Acompañados por técnicos agrónomos, campesinos e indígenas de trece municipios nariñenses tomaron granos de treinta y siete variedades de maíz nativo, los molieron en licuadoras esterilizadas, mezclaron el polvillo en una solución incluida en la prueba y luego introdujeron una tirilla parecida a una prueba de embarazo en la mezcla. Tras esperar unos minutos, vieron aparecer la temida línea roja en cinco muestras: sus maíces contenían proteínas que solo existen en maíces transgénicos. Estaban contaminados. Pronto, la Red de Semillas Libres y otras organizaciones aliadas identificarían contaminación en diez resguardos indígenas, incluido el de Belma Echavarría. En medio de esta cacería fue que ardió Candelo.

Los genes transgénicos que se escabullen en el genoma del maíz sin ser invitados son una amenaza a la supervivencia cultural indígena y campesina, dice Echavarría. «Los maíces nuestros, no queremos que tengan esa tecnología. El problema es que esa cosa, que no queremos, no se queda quieta», añade. Una resolución de 2010 dice que los transgénicos deben sembrarse a mínimo 300 metros de los resguardos indígenas para evitar contaminación cruzada. El estudio de la entidad en el cual se basaron para aplicar la regla de los 300 metros encontró que a 100 metros de distancia, la posibilidad de contaminación era menor al 1 %. Sin embargo, un estudio de la Universidad de los Andes encontró que el polen del maíz transgénico puede viajar, en años con pocos vientos, hasta 700 metros.

En 2021, después de enviar cartas y peticiones al ICA  que fueron desatendidas una tras otra, la Alianza por la Agrobiodiversidad interpuso una tutela pidiendo proteger los derechos de los pueblos indígenas. En 2023, la Corte Constitucional les dio la razón. Les ordenó al Ministerio de Ambiente y al ICA crear los mecanismos jurídicos y técnicos para proteger las semillas criollas y nativas del cruce genético con transgénicos. Tratamos de hablar con el Ministerio de Ambiente, pero no respondieron a nuestras solicitudes. En un correo, el ICA explicó que se han llevado a cabo dos diálogos con las comunidades, ocho reuniones con el Ministerio de Ambiente y Agrosavia y una mesa de trabajo con México sobre experiencias de semillas nativas y criollas. El ICA le envió a GACETA las siete propuestas que planteó a las comunidades en esas reuniones, que incluyen, entre otras, crear un inventario de semillas criollas y nativas, hacer capacitaciones sobre flujo genético en territorios indígenas, así como hacer un nuevo estudio para aumentar la distancia entre cultivos transgénicos y resguardos indígenas a seiscientos metros.

Sin embargo, las negociaciones no se han movido un ápice. Las comunidades han rechazado todas las propuestas del ICA, pues no ven en ellas mecanismos adicionales que protejan sus semillas. «Creemos que la única solución es hacer una prohibición total de los transgénicos en el país», dice Vélez. El Instituto Colombiano Agropecuario, por su parte, señala que sus propuestas «cumplen a cabalidad con las órdenes» de la Corte y que ese tipo de prohibición «excede la capacidad de acción del ICA, ya que este tipo de decisiones son del resorte de otras instancias como el Congreso de la República».

Precisamente por eso, en 2022, las comunidades respaldaron el proyecto de ley del congresista Juan Carlos Losada, del Partido Liberal, que proponía prohibir el ingreso, la producción, la comercialización y la exportación de semillas transgénicas en Colombia. Acosemillas calificó la iniciativa de «torpeza infinita». Más de cien científicos firmaron dos cartas oponiéndose. El proyecto se archivó. Pero sus defensores la presentaron, de nuevo, en 2023 y en la última legislatura.

El mito de la esfinge

El debate de los transgénicos está lleno de mitos: la semilla Terminator incapaz de reproducirse; el fin del hambre en el mundo; la puñalada final de la agroindustria a la agricultura tradicional y a la agrobiodiversidad; el futuro agrícola perfecto, donde la naturaleza obedece mansamente las instrucciones que hemos depositado en su ADN.

La realidad de los transgénicos, no obstante, es menos hiperbólica. Después de exhaustivas pruebas y más de quinientas investigaciones independientes, en 2023 la Comisión Europea concluyó que los alimentos transgénicos no son más peligrosos que otros alimentos provenientes de semillas mejoradas de forma convencional. Años antes, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos ya habían llegado a la misma conclusión. En enero pasado, la revista Science publicó un metaestudio en el que, tras revisar toda la evidencia disponible sobre los impactos de esta tecnología en el medio ambiente, los investigadores concluyeron que los transgénicos tienen, en general, impactos positivos en el rendimiento de los cultivos; e impactos a veces negativos y a veces positivos en el uso de pesticidas, la biodiversidad, la deforestación. Encontró impactos negativos en la salud de los agricultores expuestos al glifosato.

Sin lugar a dudas, los transgénicos redujeron el uso de insecticidas y herbicidas, encontró el artículo. Pero, a largo plazo, tal y como ocurrió con los cultivos milagrosos de la Revolución Verde, algunos insectos y malezas han reescrito su propio libro de instrucciones genéticas y han vencido la resitencia de algunas semillas, sobre todo en campos en donde los agricultores siembran casi exclusivamente la tecnología. Algunas técnicas pueden retrasar con éxito —más no evitar para siempre— este declive. Frente a la deforestación, los resultados también fueron mixtos: en algunos lugares, al incrementar la productividad por hectárea, se redujo la presión sobre los ecosistemas circundantes. En otros, como en Brasil, ávidos por aumentar ganancias, muchos agricultores tumbaron más bosques en El Cerrado y la Pampa para sembrar soya.

En Colombia, el panorama es similar: según un estudio de 2019, los transgénicos de maíz producen 17 % más que sus contrapartes tradicionales y losde algodón, 30 % más. En promedio, ambos cultivos han reducido el uso de insecticidas y herbicidas en un 19 %. Pero, al escarbar en los datos, las variaciones son enormes. Para Tanaka, el algodón sigue siendo una fuente de ahorro y el gusano rosado y otras plagas son una preocupación del pasado. Pero seis años después de empezar a rotar con maíz transgénico, «la tecnología [del maíz] empezó a patinar», cuenta. Ciertas malezas empezaron a sobrevivir a las lluvias de glifosato. Por eso, tuvo que volver a usar los pesticidas que usó su abuelo, aunque, aclara, en menor cantidad que su antepasado.

Cuenta, además, que después de un aumento espectacular en cultivos de algodón, que alcanzaron un pico de 49.334 hectáreas cultivadas en 2011, las variaciones del precio internacional hicieron que los cultivadores en áreas como el Caribe, en donde las ganancias eran flojas, dejaran de ser viables. Hoy se cultivan poco más de 7.000 hectáreas de algodón transgénico en todo el país.

Así, los transgénicos no han sido la panacea técnica que prometieron ni la catástrofe ambiental que se advertía. Y, sin embargo, el debate se sigue moviendo entre el tecnofanatismo, la idea de que la tecnología es la única posibilidad de salvación; y el tecnocatastrofismo, la idea de que la tecnología nos va a destruir, explica Cuéllar, de la Javeriana. Un debate con base en mitos «es un juego tramposo que invisibiliza las reales implicaciones en la sociedad», escribió el filósofo en 2018. Como bien puntualiza: el debate no nos ha permitido ver con claridad cuáles son esas implicaciones.

¿Cuál es, entonces, el lugar donde podría cultivarse un debate fértil en Colombia?

El primero en esbozar la respuesta, cree Paul Chavarriaga, del CIAT, fue el fallecido biólogo Alejandro Chaparro. En un artículo olvidado de 2003, quien entonces dirigía el grupo de Ingeniería Genética de Plantas de la Universidad Nacional dejó escrita su respuesta: «Las grandes corporaciones multinacionales no trabajan en los cultivos de los pobres, tales como yuca, millo, sorgo, legumbres (diferentes a soya) y ñame». Por eso, argumentó, «la investigación y aplicación de la tecnología del ADN recombinante a los problemas de la agricultura de los países subdesarrollados no puede seguir el mismo modelo de los países desarrollados».

¿Qué pasaría si un país financiara la conservación y el mejoramiento de variedades criollas a la par que cocrea semillas transgénicas de libre uso e intercambio con las comunidades campesinas?, se preguntó Chaparro. ¿A pesar de nacer en un laboratorio, podrían estas últimas convertirse en hijas adoptivas de una historia, un deseo, una preocupación colectiva?

Chaparro hizo varios intentos por reencaminar el uso de transgénicos: asociado con productores de la Federación de Cultivadores de Cereales, Leguminosas y Soya (Fenalce), tomó una vieja tecnología, ya sin patente, para crear el primer maíz transgénico de uso libre en Colombia. Contactamos al ICA para que nos contara sobre el proceso del maíz que aprobó en 2019. Sin embargo, al cierre de este número, no tuvimos respuesta.

Otros esfuerzos también están frenados. Junto a campesinos de Malambo, en la costa Caribe, Chavarriaga trabajó en transgénicos con resistencia al gusano cachón, que se atiborra con la yuca de esa región. María Andrea Uscátegui, directora de Agro-Bio para la región Andina, señaló que ya existe en Colombia una papa resistente a la polilla guatemalteca y que hay esfuerzos para desarrollar variedades de arroz, café y pastos transgénicos. Equipos universitarios han creado tomates junto a campesinos de Cundinamarca y científicos de Agrosavia, algodones más baratos que podrían aumentar las ganancias de los algodoneros caribeños. Sin embargo, las extensas pruebas y estudios necesarios para sacar un cultivo así en el país han dejado a la mayoría de los proyectos en las placas de Petri de los laboratorios, explica Chavarriaga.

«Terminas clavándole el cuchillo no al gran productor, sino a una entidad modesta, muchas veces pública», dice.

Las comunidades indígenas no están cerradas a trabajar con entidades públicas —de hecho, su resguardo lleva años creando una ruta agroecológica de semillas mejoradas con Agrosavia— pero descarta cocrear transgénicos. Desconfían de que estas semillas puedan serles útiles pues, hasta ahora, «lo único que han hecho es causarnos mucho daño».

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Para los griegos, la esfinge —esa quimera con cabeza humana, cuerpo de león y alas de águila— era un ser poderoso, traicionero y despiadado. Para los egipcios, que tallaron la más grande esfinge del planeta, representaba, en cambio, una imagen benévola de la fuerza y la ferocidad. Para Edipo, representó la figura que, a través de un acertijo, lo puso por primera vez ante su propia naturaleza mutante:

«Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene solo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, aire o mar. ¿Quién es esta criatura?».

La primera semilla transgénica disponible para la venta se enterró en suelo colombiano en 2003. En 2007, en medio de protestas y aplausos, se aprobó enterrar maíces transgénicos en el país. Según el ICA, podrían crecer en toda Colombia —excepto en resguardos indígenas—.

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