A Silvina Ocampo le preguntaron en 1983 si le resultaba más fácil escribir una historia desgraciada que una historia feliz. La escritora argentina, primero, respondió que esa era una pregunta diabólica. Luego dijo: «En la vida hay dolor, sólo dolor. También en la dicha hay dolor. No somos dioses. En la dicha hay algo aterrador». Esa es otra forma de decir que «lo raro siempre es más cierto», una idea de Ocampo que Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) cita como epígrafe en su nuevo libro: El buen mal.
Schweblin vive en Berlín y escribe cuentos. Son cuentos los que componen El núcleo del disturbio (2002), Pájaros en la boca (2009) y Siete casa vacías (2015). Incluso su primera novela, Distancia de rescate (2014), es más bien un cuento largo: un mecanismo preciso en el que cada frase aumenta la tensión sin que estalle el alivio de la certeza. Unos los llaman fantásticos, otros hablan del miedo; si seguimos a Ocampo, podemos proponer que los cuentos de Schweblin son raros. Uno la lee desorientado, en busca de una verdad que se extravía en cuanto ella toma el control y apaga la luz. A oscuras, quedamos alerta y nos concentramos en cada palabra, a la espera de que algo, no sabemos qué, suceda de una vez.
Kentukis (2018) —una distopía tecnológica global a modo de novela— mostró que, aunque Schweblin domina los cien metros planos, las maratones no son su fuerte: en un formato largo, el suspenso se va evaporando hasta que desaparece. El buen mal (publicado en Colombia por Penguin Random House) vuelve a las formas breves y confirma a Schweblin como una de las grandes cuentistas del siglo XXI.
En las seis historias de El buen mal hay animales: un conejo perdido, un caballo que agoniza, un gato envenenado. Hay diálogos: llamadas telefónicas que cruzan el mundo para recordar a un niño muerto, silencios elocuentes que se extienden por décadas, y el consuelo de una nueva amiga ante un dolor lejano. Hay, sobre todo, personas que intentan cuidar de otras y no lo logran: de esa ruptura —en la que Schweblin ya había se fijado en Distancia de rescate, su mejor obra— viene el título del libro. De una forma sensible y despiadada a la vez, El buen mal nos muestra que quien busca cuidar puede terminar hiriendo, o, de otra forma, destapa las heridas que sufre quien cuida. ¿Qué diferencia al cuidado de la posesión? ¿Cuándo es posible salvar a alguien, y cuándo no? ¿Y qué pasa cuando alguien no quiere que lo cuiden? Las preguntas de Schweblin se sintonizan con una época en la que el «cuidado», el «autocuidado» y la «cultura del cuidado» hacen parte del repertorio semántico para pensar las relaciones humanas.
El buen mal nos muestra que quien busca cuidar puede terminar hiriendo, o, de otra forma, destapa las heridas que sufre quien cuida. ¿Qué diferencia al cuidado de la posesión? ¿Cuándo es posible salvar a alguien, y cuándo no? ¿Cuidar implica limitar? ¿Y qué pasa cuando alguien no quiere que lo cuiden?
Hablamos de cuidado porque hablamos de familia. Las relaciones filiales estructuran El buen mal. Aquí la intimidad se vuelve violenta, a la vez que dos personas pueden compartir una casa —también hay muchas casas en el libro— y estar totalmente aislados. En la distancia entre ambas partes crece el arrepentimiento, surgen las preguntas (¿Cuál fue el error? ¿Qué pudo ser distinto? ¿Acaso importa?) y se asoma un matiz nostálgico que no puede evitar volver al pasado para tomar las piezas rotas e intentar armar un rompecabezas, darle sentido.
«Y de repente ahí están todas las palabras que empiezo a decirle al teléfono. Ya no puedo decidir qué es lógico o ilógico, qué podría ser doloroso y qué podría ser soportable. Narro lo que ocurrió tal cual me viene a la memoria: el ruido del cuerpo contra la baldosa del patio», dice Leila, la narradora de «Un animal fabuloso», luego de que su amiga Elena la llame a su casa de Lyon desde Hurlingham, Argentina, para preguntarle qué recuerda de la muerte de su hijo, tantos años atrás. Es uno de mis cuentos favoritos del libro. El otro es «El ojo en la garganta», que tiene un narrador tan fascinante como desconcertante: un niño al que un accidente le quita el habla y le deja un hueco en la garganta. Su padre carga con toda la culpa, él también queda herido, y de esa manera se une a su hijo. Y el niño piensa: «Entonces, si meto un dedo en ese agujero que es mío pero duele en el cuerpo del otro, y hurgo, y empujo, lo que estoy tocando por dentro ¿es a mi padre?».
Dije que El buen mal muestra, pero puede que eso sea impreciso. Este libro hace algo más sutil: indaga. Schweblin no estudió literatura, sino cine, y sus cuentos se asemejan a guiones. Están llenos de imágenes que ella apenas sugiere, como instrucciones, y nosotros acabamos de completar en nuestra imaginación para hacerlas vívidas, casi tangibles; de esa forma, las imágenes pasan a ser nuestras y los cuentos calan más hondo. La prosa sucinta y cristalina, aumenta, por contraste, el impacto nervioso de cada historia. Y su uso del punto de vista también es cinematográfico, como una cámara apacible que cuando queremos que acelere se detiene sin ninguna prisa y extiende el tiempo para fijarse, por ejemplo, en la ausencia de postes o paredes para apoyarse en una acera, porque para eso está la casa (en «Bienvenida a la comunidad»). De repente, un quiebre vertiginoso que descubre la naturaleza del mundo. «Lo que ocurría era extraño, porque podía sentir cómo su corazón palpitaba a toda velocidad, y al mismo tiempo en la habitación las cosas sucedían tan lentamente que ella era capaz de prestar verdadera atención a todo, de contemplar y meditar sobre los detalles. Le sorprendía la calma con la que enfrentaba lo que ocurría», escribe en «El superior».
Volvamos al epígrafe de Ocampo, una guía de lectura para todo El buen mal. ¿Qué quiere decir que lo raro sea más cierto? «La locura te asusta, te distrae, pero hay que mirarla con atención», dice un personaje de «William en la ventana». Schweblin se apoya en esa relación entre lo raro y la atención que genera. Parece decirnos que lo que consideramos «normal» es producto de una anestesia social que nos distrae; si rompemos su efecto, si prestamos atención, podemos ver. Vemos lo doloroso, lo deforme, lo horrible, lo marginal, lo imposible. Nos despertamos y sentimos con una intensidad que incomoda, que revela.
Una intensidad verdadera.
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