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El nuevo abandono de la Casa Arana

El símbolo del genocidio cauchero, donde funciona el colegio más grande del centro del Amazonas, se está cayendo y tiene a sus estudiantes en huelga. Lleva años convertido en un museo al abandono. En medio de protestas, a una década de haber abierto el canasto de la memoria, aparece la incertidumbre de la comunidad por la nueva bonanza con la venta de los bonos de carbono.
Estado actual de la Casa Arana donde estudian 244 jóvenes de La Chorrera. Hace 100 años fue el centro de operaciones de la empresa cauchera Casa Arana y Hermanos, 2024. Foto de Mauricio Builes.
Estado actual de la Casa Arana donde estudian doscientos cuarenta y cuatro jóvenes de La Chorrera. Hace cien años fue el centro de operaciones de la empresa cauchera Casa Arana y Hermanos. Foto de Mauricio Builes, 2024.

El nuevo abandono de la Casa Arana

El símbolo del genocidio cauchero, donde funciona el colegio más grande del centro del Amazonas, se está cayendo y tiene a sus estudiantes en huelga. Lleva años convertido en un museo al abandono. En medio de protestas, a una década de haber abierto el canasto de la memoria, aparece la incertidumbre de la comunidad por la nueva bonanza con la venta de los bonos de carbono.

Previo al viaje a La Chorrera me llenaron la cabeza de historias con finales tristes. Todos aseguraban que el poblado amazónico que conocí en 2013 ya no era el mismo. Fui esa vez porque los pueblos Bora, Muinane, Andoque y Uitoto habían acordado hablar de manera colectiva y después de un siglo sobre las masacres en las caucherías. «Vamos a abrir el canasto de la memoria», me dijeron. Querían ser escuchados y reconocidos por un país que, a fuerza de un genocidio, se había enterado de que existían. Fueron casi exterminados por una empresa: la Casa Arana.

¿Qué había pasado en estos años?, ¿qué significó recordar una matazón de sesenta mil personas, la esclavitud, la traición, la caza de mujeres y el fuego en las malokas?, ¿qué pasa en un grupo de personas que se decide a hablar de tanto dolor? Pese a los rumores de que las cosas habían cambiado, traté de embarcarme desprevenido hacia San José del Guaviare para luego tomar una avioneta hasta La Chorrera.

Casi había olvidado el paisaje. Desde el cielo del Guaviare, la espesura se abre paso y forma figuras verdes y esponjosas como si se tratara de un líquido coagulado que se riega sobre un manto claro. Cuando se sobrevuela La Chorrera, un territorio diez veces más grande que Bogotá, la espesura no encuentra freno y casi parece invadir hasta los meandros. Cambian las tonalidades de los follajes, pero la selva luce intacta e inmóvil.

Después de una hora de trayecto el piloto me señaló con la mano una línea amarilla camuflada entre el verdor: «¿La alcanzas a ver? Se ve diminuta». Hizo un giro hacia su izquierda para despejar mi vista: «Esa era la pista de Tranquilandia, la de Pablo Escobar, el mayor laboratorio de cocaína que ha tenido este país», dijo mientras sacaba un GPS un poco más grande que un celular con otro puñado de pistas que ha identificado en sus recorridos: «Nunca sabes cuándo vas a tener una emergencia como la de los niños que se perdieron en la selva. Pero eso sí se lo digo: yo he sobrevolado Tranquilandia a 200 metros de altura y le puedo asegurar que es la mejor de todas las pistas a pesar de que la han bombardeado no sé cuántas veces».

El vuelo en el que íbamos tuvo 24 horas de retraso porque una llanta explotó cuando la avioneta aterrizaba proveniente de Araracuara. Es una nave pequeña con cuatro puestos (incluido el del copiloto) y presta servicio de carga a varios pueblos del Amazonas. El repuesto del neumático había que pedirlo a Bogotá. Al retraso se sumó que, en uno de los paquetes de encomienda, la Policía encontró una docena de tarros de talco en polvo para pies y, en el fondo, cigarros de marihuana envueltos y organizados como pequeños tubos de hilo.

Nadie sabe a ciencia cierta cuándo comenzó a fumarse marihuana en La Chorrera; solo hasta 2009 o 2010 se convirtió en un tema popular entre los jóvenes, quienes suelen mezclarla con el licor más barato del Amazonas, un aguardiente brasileño conocido como corote o granada, 30 % de alcohol. Entra de manera clandestina por el río Igaraparaná y su distribución es similar a la de la marihuana: nadie sabe quién la trae, pero todos saben dónde comprarla. Medio litro de corote —que se consigue por cuatro mil pesos en la frontera con Brasil—, en La Chorrera se compra por treinta mil.

«Estamos preocupadas porque los jóvenes están cayendo fácil en todo: corote, marihuana u oler pegante y gasolina…», me dijo María Kuiro, secretaria de la Mujer en la Asociación Indígena de Cabildos de La Chorrera (AZICATCH). Kuiro vive en Milán, una comunidad uitoto a dos horas en bote desde el casco urbano. Lleva solo un año en la Asociación, pero habla y se comporta como una etnógrafa experimentada. Estudió Turismo en Leticia, Cine en Bogotá y en pandemia regresó a su selva para trabajar en proyectos que destacaran a las mujeres: «Nunca había visto tanto mal en mi territorio y no hablo solo de la mezcla de trago y marihuana», se recogió el pelo y comenzó a enumerar un listado de amenazas: «La Chorrera tiene una de las tasas más altas de violencia sexual contra las mujeres del Amazonas, la venta de los bonos de carbono es un tema que nadie entiende y del que todos sospechamos y mire para allá, al frente, entre las palmeras, esa es la Casa Arana y está que se nos cae encima». María me mostró una carta enviada por los padres de familia al rector del colegio que funciona allí: se declaran en huelga hasta no tener condiciones dignas para los 244 niños que duermen y estudian en el Centro de Pensamiento.

La Casa es una construcción de dos pisos en forma de ele rodeada por una docena de palmeras milpesos y una cancha de basquetbol. El primer piso, construido con piedras gigantes y cemento, aún conserva el diseño original de hace más de un siglo; los cuartos que hoy sirven como dormitorios eran usados como calabozos para los indígenas que no cumplían con la cuota de goma de caucho impuesta por los peruanos. Los amarraban con cadenas hasta que murieran de hambre. En una de las paredes al lado de la cancha, casi como una fotografía de un pasado reciente, hay un mural de colores que ilustra lo que pasó hace cien años: capataces con látigo en mano, capataces decapitando con machete, capataces ahogando niños en el río, capataces amarrando a los indígenas como bestias, malokas incendiadas, perros devorando huesos humanos y poncheras rebosadas de goma.

Cuando recorrí ese lugar hace diez años, los profesores y alumnos me abrieron las puertas de todos los salones de clase y me presentaron a Raúl Teteye, un rector orgulloso que hoy ya está muerto. Decía entonces que lideraba la única institución del Amazonas que funcionaba como una maloka: «Tenemos un pénsum indígena y pronto crearemos un museo de la memoria en el segundo piso».

Esta vez el paisaje nada tiene que ver con lo que había conocido. Es la estética del abandono: el techo de los salones tiene parches húmedos y huecos del tamaño de un balón de micro, la cocina y el restaurante están invadidos por la maleza, los comedores de los profesores tirados en el piso, las paredes resquebrajadas y los ventanales rotos y sellados con las fotografías que en algún momento hicieron memoria del genocidio. La Casa no tiene agua ni vigilante ni profesores. Aunque las puertas de los dormitorios tienen candado, vi por una de las ventanas colchones arrumados en una esquina y los camarotes oxidados y sin tablas. De una pared del segundo piso cuelga un aviso con una leyenda como remate de la desidia: «Las nuevas generaciones de indígenas, apoyadas por sus mayores, han valorado la importancia de que esta construcción persista; por ello, han solicitado […] la declaración de este inmueble como Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional, reconocimiento que le ha sido otorgado por el Ministerio de Cultura en 2008».

«Hemos hecho peticiones al Ministerio y a la Gobernación, pero, como ves, la están dejando caer», me dijo Tico Gifichiu, secretario de Cultura de AZICATCH. Para finales de marzo de este año, los líderes de La Chorrera esperan la visita de Daniel Tovar, delegado del área de Patrimonio del Ministerio de las Culturas, con soluciones. Varios líderes de los pueblos Uitoto y Bora con los que hablé insistieron en lo mismo: no quieren que la plata llegue a la Gobernación porque desaparece. La quieren en La Chorrera.

Pocos días después de mi visita, Tico me compartió una carta firmada por Óscar Sánchez, gobernador del Amazonas, y el representante legal de AZICATCH en la que el primero se compromete a tomar medidas urgentes para restablecer las clases antes de mayo. «Estamos optimistas», me dijo en el mensaje, «pero no entiendo por qué el gobernador vino con el secretario de Turismo y no con el de Educación».

El deterioro se extiende hasta la otra ribera donde funciona el Internado Santa Teresita, también flanqueado por palmeras y dedicado a la primaria. Cuando caminé por sus trochas pensé en San Carlos, El Salado o El Placer, en el Putumayo: pueblos desolados en los noventa porque la guerra se los comió. Es la misma fotografía. La maleza cubrió el camino de tierra que conduce a los salones, las tribunas de las canchas están partidas, la iglesia tiene el techo caído y la pintura de los avisos escolares está descolorida. No vi niños ni profesoras ni animales. Es otro monumento a la soledad.

¿Dónde están los estudiantes? Pregunté a una señora que cargaba un canasto con alimentos en la cabeza. Me miró, frunció el ceño, y siguió su marcha. Hace diez años sentí que La Chorrera era un poblado lleno de vida y dispuesto a hacer memoria colectiva sobre un horror al que el resto del país le había cerrado los ojos. Pero algo parece haber fallado a medio camino. Los recuerdos son siempre una promesa cargada de incertidumbre.

La noche antes de mi recorrido por los colegios, Ángel Kuyoteka, mayor del resguardo, me dijo en su maloka una frase que aún resuena: «Es como si la propuesta de resignificar la Casa Arana hubiera nacido muerta». Y recordé a Manuel Zafiame, otro mayor que, en 2013, en plena conmemoración del genocidio, me dijo que el peor riesgo al «abrir el canasto» de la memoria era que el alma de los sabios asesinados hace un siglo se revelara e hiciera caer maldiciones sobre ellos.

Le pregunté a María si creía en la profecía de Manuel: «La maldición no es lo que está pasando con la Casa Arana, sino lo que podría venir con la nueva bonanza: los bonos de carbono», y trató de explicarme lo que en palabras simples para ella consiste en pagar por contaminar: que hace unos cinco años vinieron unos paisas de una empresa que se llama South Pole ofreciendo el negocio de la vida, que se reunieron con los líderes para decirles que nos daban plata si se cuidaba la selva y que los hombres llegaron y se fueron en un chárter, que saludaron y se despidieron en lengua —itɨomoɨ—, que meses después regresaron, papeles en mano, a firmar un convenio a quince años con AZICATCH, que luego se extendió a treinta. Que algunos viejos de acá comenzaron a decir que cuidado con los paisas porque ya enredaron a los de la comunidad de La Esmeralda, en la frontera con Perú; que cuidado porque Edwin, un tío de Guainía, se fue del resguardo después de beberse la plata que la empresa le dio para repartir entre varias comunidades. Que las señoras de acá hicieron preguntas: que si acaso iban a vender su selva, que si acaso el negocio consistía en recibir plata para limpiar culpas ajenas, que cuánta plata es suficiente plata.

Mientras me explicaba, recordé otra gente del interior del país que hace cuarenta años llegó al Valle del Alto Huallaga, no muy lejos de La Chorrera, en la selva norte de Perú, para comprar hoja de coca y transportarla hacia Colombia, y pensé en el piloto que me mostró la pista donde aterrizaban avionetas bimotor para cargarlas de cocaína y enviarla hacia costas extranjeras. La extracción de la selva convertida en bonanza y tragedia.

En el boom cauchero, la Casa Arana contaba con indígenas locales encargados de señalar a aquellos que no cumplían con las cuotas de goma para que fueran torturados con cepos o encadenados en los calabozos. Eran conocidos como los «muyakɨ». «Hoy tenemos nuevos muyakɨ», dijo un tendero que me pidió no revelar su nombre. Se refería a los ocho mediadores miembros de AZICATCH y contratados por South Pole para que socialicen los beneficios del negocio.

«Los bonos de carbono son pagos que nos hacen por cuidar el medioambiente», explicó uno de ellos, Harrison Seonerai, un hombre flaco y con una cicatriz en la cara. Al comienzo, sus respuestas me parecieron en automático, y cuando le pregunté cuánto dinero recibirían por la venta de bonos, guardó silencio y miró a otro mediador que estaba cerca. Lo invitó a la conversación: «Acá está el amigo con ganas de saber sobre los bonos, ¿verdad que lo estamos haciendo bien?». Me miró, bajó los ojos, me miró de nuevo. «No conozco ninguna experiencia positiva con los bonos en el Amazonas y por eso le puedo asegurar que estamos haciendo todo desde AZICATCH para que esto salga bien».

Les dije que en los días que llevaba conversando con la gente nadie parecía optimista. Ambos se quedaron callados como esperando que el otro respondiera. Les insistí: la gente cree que es un negocio viable, de bonanza, pero no lo entiende del todo. Entonces uno de ellos reconoció que, a veces, cuando llegan los representantes de la empresa, él queda con más preguntas. Tatiana Grisales, de la empresa South Pole, aseguró sobre los bonos de carbono y el proyecto que adelantan con las personas de La Chorrera que se trata de «una información interna, reservada y sensible […] la información que le dieron los intermediarios es suficiente».

Hay mucha «cosa jurídica y técnica» que enreda a Harrison. Por eso la comunidad ha durado cinco años en negociaciones; lo quieren hacer despacio, cuidadosos de su futuro, pero todas las semanas les llegan noticias desde el Putumayo, Guainía y Vaupés que despiertan rumores. Los vecinos llevan años recibiendo millones por la venta de bonos. «Yo espero que antes de julio de este año ya terminemos la negociación para poder ver que esto es una realidad, pero me gustaría entender mejor para que la gente sepa por qué lo hacemos».

Terminar la negociación significa que South Pole debe recibir un certificado de carbono. Estos son resultado de la implementación de iniciativas de mitigación de gases de efecto invernadero (GEI) que cumplan con unas características mínimas de acuerdo con la regulación existente. Por lo tanto, la implementación de iniciativas de mitigación de GEI deben contar con resultados verificables y cuantificados.

Este certificado lo expide el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (Minambiente), entidad reguladora que valida si se cumplió con un conjunto de requisitos. Se trata de un tema con múltiples protagonistas: las comunidades que reciben el pago por la protección del medioambiente y son las dueñas de los créditos de carbono, los intermediarios (como South Pole) que tranzan con los primeros y promocionan los bonos, la institucionalidad y las empresas que compran esos bonos que las capacitan a emitir determinada cantidad de CO2.

A pesar de que los bonos de carbono fueron propuestos en el Protocolo de Kyoto en 1997 como un mecanismo para combatir el cambio climático, en Colombia la regulación de este mercado sigue siendo abstracta y confusa. Según Tatiana Roa, viceministra de Ordenamiento Ambiental del Territorio, «es importante diferenciar el rol de los mercados de carbono y los mecanismos de pagos por resultados. El mecanismo de reducción de las emisiones debidas a la deforestación y la degradación de los bosques (REDD) es considerado un pago por resultados». Lo que describe Minambiente no es más que una forma de pago por lo que se hace, mas no un mecanismo de mercado o transacción, así que los pagos realizados deben invertirse en el funcionamiento del programa. Entonces, ¿dónde quedan las comunidades en ese proceso?

En las afueras de la sede de AZICATCH hay una cartelera rectangular con un único aviso. Es el último boletín informativo enviado por South Pole. En la cuarta página hay un recuadro con un dibujo infantil: un pingüino que charla con un indígena que luce una pañoleta verde y roja, los colores de la bandera del Consejo Regional Indígena del Cauca. Frente a ellos, dos canastos con verduras y una frase que sale del pingüino: «Podríamos decir, muy respetuosamente, que la fiducia es como el canasto en el que depositarán los ingresos; es decir, la cosecha».

«Tengo miedo. Me da mucho miedo la bonanza, pero sé que necesitamos la plata. Ojalá nos salga bien, sin maldición, porque quiero un final feliz para esta película», me dijo María, convencida, acaso, de que «el canasto de la memoria» fue sellado y enterrado para darle paso a uno nuevo, el de «la abundancia».

Para este año Roa aseguró que se creará una «estrategia de facilitación y acompañamiento preventivo» para ofrecer asesoría directa a las comunidades, ya que de momento trabajan solo por consulta y demanda cuando desde los territorios se les exige. Si bien confirman haber recibido solicitudes a través de sus plataformas, ninguna viene de La Chorrera, por lo que no ha sido atendida la comunidad.

Me fui de La Chorrera con una sensación contradictoria. Durante los días que estuve caminándola forcejeé por aceptar que aquel lugar que conocí hace diez años cambió. El mural de la Casa me mostró los espíritus de los indígenas masacrados y tal vez algunos de ellos estén por revelarse para defender la selva, la proveedora, la impenetrable, la generosa, esa masa verde en la que nos inventamos riquezas que nada tienen que ver con ella.

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