El oro también se oscurece cuando deja de reflejar el sol. Y en nuestra sociedad, su historia ha estado ligada a una constante paradoja: por un lado, es sinónimo de felicidad en cuanto a su profunda transformación artística y simbólica, que ha expresado, desde el amanecer de nuestra cultura, la profunda filigrana ritual y espiritual de nuestros pueblos, que nos siguen explicando y representando; pero por otro, su quimérica metonimia socavó esa belleza ritual debido a la ambición desmedida de quienes colonizaron este territorio. Por ello, el oro representa lo más hondo de nuestras identidades expresivas y lo más intenso de los procesos de la vida: desde las aguas de los ríos andinos contribuye al mismo tiempo a la financiación de la guerra, a la depredación ambiental y a la reproducción de la violencia y de la pobreza, mientras en sus territorios actuales se sigue forjando una de las artes más eximias y representativas de nuestra belleza estética: las orfebrerías momposina o chocoana, herederas de esas filigranas indígenas precolombinas de los complejos Tayrona, Calima, Tumaco o Quimbaya.
Cuando se habla del oro en nuestro país saltan a la vista del turismo y de los debates públicos en los medios de comunicación los extremos más profundos de nuestra historia, y al mismo tiempo los más entrelazados de arte y violencia, como si allí estuviera la contradictoria razón de nuestras virtudes y de nuestros males, siempre articuladas alrededor de lo que pudiéramos llamar las tragedias del cambio en el país. Sus extremos entrelazados son el Banco Central que atesora las reservas nacionales en fríos lingotes, y al mismo tiempo administra el acervo artístico del Museo del Oro. Y lo son la principal puerta de entrada turística al país promovida como aeropuerto El Dorado, y la leyenda de conquista y despojo que ese nombre evoca alrededor de supuestos tesoros aún por descubrir o asaltar, ahora, como siempre, revertidos hacia y desde la naturaleza asumida como cantera, mina, paisaje o exuberancia biológica, y aquella sustancia como dinero, valor de uso y de cambio, objeto frío y cálido sujeto del arte o de la brujería, la materia más dúctil y la más perenne, la cosa donde se condensan el tiempo de la eternidad y la fugacidad de la luz, al mismo tiempo bendición y maldición, el sol del renacer y símbolo de lo sagrado, el antídoto del mal y la sustancia maldita.
¿Qué, sino extremos entrelazados, son los brazaletes y los collares de protección popular, y al mismo tiempo los distintivos del poder que ostentan muchos agentes de la violencia? ¿O los anacrónicos debates sobre los supuestos tesoros Quimbaya y del galeón San José, en los cuales aún nos vemos obligados a desbrozar la condición de patrimonio cultural dentro de la maraña histórica del imperio y las colonias, y de la civilización y la barbarie? ¿O las máscaras rituales que acaban de ser devueltas a los mamos de la Sierra Nevada, elementos simbólicos y materiales de sus danzas de iluminación, exhibidas por décadas en un museo europeo mientras estos descendientes de los taironas mantenían de forma discreta esos rituales, en zonas de refugio obligado por los eternos ciclos de violencia y depredación de la Sierra Nevada de Santa Marta? ¿O los lingotes acumulados por las extintas farc y entregados como parte de sus bienes de guerra, en cumplimiento del acuerdo de paz, mientras en el imaginario de nuestras guerras un coronel en retiro como Aureliano Buendía tejía el olvido y la memoria en forma de pescaditos de oro en el patio de la casa en la aldea mítica de Macondo, a donde llegó después de pasar por ríos, al mismo tiempo corrientes de tiempo hacia el mar, y nidos de los más antiguos huevos prehistóricos de nuestra gesta nacional?
En ese extraño, y al mismo tiempo íntimo, deslumbrante y oscuro abanico trenzado de historia, economía, antropología, arte y literatura, se sigue forjando —y valga ese verbo—, al mismo tiempo la materialidad del oro transformada por la violencia, y la espiritualidad configurada en artesanías sublimes de lo mejor del arte nacional; y perduran las más bellas y minúsculas figuras precolombinas, los inmensos altares y las imponentes custodias religiosas coloniales revestidas del deslumbrante brillo del oro, que nos convocan en un solo y contradictorio tiempo al más allá de lo sagrado y al más acá de lo más terrenal de la dimensión geológica de nuestros territorios; o a lo más frío e inerte, y a lo más dinámico y cargado de energía liberadora de nuestras culturas.
«El resplandor del oro es pues más que un mero reflejo, más que un fenómeno que se percibe ópticamente; según los indígenas, contiene una energía que se transmite a los seres humanos, y que, en toda su esencia, es fertilizadora. En la cadena de asociaciones simbólicas el oro es luz, color, semen y poder», escribió Gerardo Reichel-Dolmatoff, quien desentrañó en su libro Orfebrería y chamanismo. Un estudio iconográfico del Museo del Oro el secreto del acervo más sofisticado de nuestra riqueza física y artística, que ante todo exhibe los caminos de transformación propios de las cosmovisiones chamánicas, dentro de la compleja vida espiritual y artística de los pueblos que dieron lugar a esa leyenda de El Dorado, hoy en trance de transfiguración desde lo minero hacia la biodiversidad como supuesto nuevo «tesoro» mundial. «En Colombia, un sol violento reflejaba toda la luminosidad cegadora del oro hacia afuera, a distancia. Los cronistas nos dejaron relatos de templos con grandes estatuas antropomorfas, de madera, cubiertas de planchas de oro, y de moradas de caciques de cuyas entradas colgaban discos de oro los cuales reflejaban a lo lejos los rayos del sol. […] El oro se asociaba con el sol por su resplandor, y con ello adquiría un significado seminal, fertilizador, vital […] No se trataba aquí de un despliegue de riquezas sino de una afirmación del poder numinoso del binomio oro-sol […] Según el decir de los indios actuales, hay una relación recíproca entre el oro y el sol, en la cual se efectúa un intercambio energético. Para dar un ejemplo, los indios de la Sierra Nevada de Santa Marta han podido salvar, a través de medio milenio, objetos de oro y tumbaga de sus antepasados, los tayronas. En ciertas fechas del año, cuando el sol se encuentra en determinada posición, se procede, en un sitio muy sagrado, a celebrar el ritual de ‘asolear el oro’. […] el oro tiene el mismo nombre del sol —nyúi— […] En verdad, el lapso que ha transcurrido desde la Conquista es tan breve, tan insignificante, que los tesoros del Museo del Oro siguen teniendo una vigencia para los indígenas actuales. De esta manera, no es un museo como otros; es un santuario aborigen colombiano».
En efecto, se trata, como lo expone de forma brillante Reichel, de duraciones, y en ellas, de transformaciones, de tránsitos chamánicos representados en las delicadas y magníficas figuras emblemáticas de un poporo y una balsa, de colibríes y de tigres, de innumerables figuras zoo y antropomorfas que hoy se exhiben en dicho museo, y que, leemos por nuestra parte, no dejan de reflejar desde sus nichos iluminados lo sublime y lo prosaico de nuestra historia, abarcando desde la profundidad del uso ritual del oro, hasta la simpleza fetichista de los lingotes del patrón oro de la economía. Hoy, tras los extravíos de la sociedad de consumo deslumbrada por las formas más prosaicas de las imitaciones hollywoodenses del oro, confundida entre la alquimia y la emancipación humana, condensados trágicamente en la dolorosa saga de la crónica de El oro y la sangre, de Juan José Hoyos, aún se tejen las filigranas de las orfebrerías chocoanas y del Caribe, y se configura esa simbiosis viva y liberadora entre naturaleza y cultura, materia y espíritu que se intenta desde los territorios bioculturales apoyados por el Gobierno del Cambio, orientados por los saberes ancestrales y científicos sociales, y por esa otra forma espiritual que es la poesía, cuando nos pregunta, como lo hace Pablo Neruda: «¿Han contado el oro que tiene el territorio del maíz?».
O como en «El alquimista» y «El oro de los tigres» de Jorge Luis Borges:
Lento en el alba un joven que ha gastado
la larga reflexión y las avaras vigilias
considera ensimismado
los insomnes braseros y alquitaras.
Sabe que el oro, ese proteo, acecha
bajo cualquier azar, como el destino;
sabe que está en el polvo del camino,
en el arco, en el brazo y en la flecha.
En su oscura visión de un ser secreto
que se oculta en el astro y en el lodo,
late aquel otro sueño de que todo
es agua, que vio Tales de Mileto.
Otra visión habrá; la de un eterno
dios cuya ubicua faz es cada cosa,
que explicara el geométrico Spinoza
en un libro más arduo que el averno.
En los vastos confines orientales del azul
palidecen los planetas,
el alquimista piensa en las secretas
leyes que unen planetas y metales.
Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará la muerte,
dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido.
Y seguidamente, en su otro poema nos redime, como sabrán hacerlo la lectura, el arte, la naturaleza, la memoria y su sombra luminosa, la vida misma, y el cambio que ella encarna:
Hasta la hora del ocaso amarillo
Cuántas veces habré mirado
Al poderoso tigre de Bengala
Ir y venir por el predestinado camino
Detrás de los barrotes de hierro,
Sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
El tigre de fuego de Blake;
Después vendrían otros oros,
El metal amoroso que era Zeus,
El anillo que cada nueve noches
Engendra nueve anillos y estos, nueve,
Y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
Los otros hermosos colores
Y ahora sólo me quedan
La vaga luz, la inextricable sombra
Y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
Del mito y de la épica,
Oh un oro más precioso, tu cabello
Que ansían estas manos.
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