Imaginamos la selva como una frontera prístina, naturaleza fértil e inmaculada, un edén sin pasado y sin mancha. Este es el más grande de todos los mitos, un imaginario con enormes implicaciones y consecuencias: la selva como paisaje indómito que debe ser penetrado, fecundado y civilizado; la selva como un territorio de nadie, disponible y vacío; la selva como paraíso al margen del tiempo y ajeno a los procesos humanos. Todas estas ficciones han contribuido a invisibilizar la compleja historia social, económica, política y cultural de las fronteras selváticas y agravar los múltiples conflictos humanos y ambientales que allí ocurren.
Actualmente existe un acuerdo alrededor de que es necesario salvar la selva de la deforestación, de la ampliación de la frontera agropecuaria y de las actividades extractivas a gran escala, sean estas legales o ilegales. En efecto, muchas personas comparten hoy la noción de que las selvas húmedas tropicales deben ser protegidas como santuarios de la biodiversidad —e incluso de la pluralidad cultural—, como pulmones del mundo, o como ecosistemas estratégicos reguladores del cambio climático. Conservar la selva húmeda se ha convertido también en un asunto rentable, o al menos así lo promueven los impulsores del mercado de los bonos de carbono: diferentes comunidades indígenas, campesinas o afrodescendientes ganarán mucho firmando contratos con empresas que compran dicha protección para compensar el uso de combustibles fósiles y subsanar su participación en la emisión de gases de efecto invernadero. Vivimos en una época en la que, por lo menos teórica y discursivamente, se promueve tanto la defensa de las selvas tropicales como la de sus comunidades protectoras, al tiempo que cada vez más se condena internacionalmente su destrucción, particularmente cuando se trata de la deforestación como resultado de quemas para la expansión de la frontera agrícola.
Hoy puede parecer sorprendente comprobar que por lo menos hasta la década de 1970 predominara más bien el anhelo de la expansión de la frontera agropecuaria y la industrialización de la selva. Se soñaba con eliminar la selva húmeda tropical y remplazarla por paisajes agrícolas o pecuarios prósperos y modernos, laboriosamente administrados por colonos e inmigrantes industriosos, que explotaran la riqueza de sus suelos y subsuelos. La selva —imaginada como un remanente virgen de espesa manigua que ocultaba grandes riquezas a la espera de ser aprovechadas—, era en gran medida considerada como un obstáculo al desarrollo, al igual que los indígenas que la habitaban —representados generalmente como bárbaros o ignorantes—. La «jungla» y sus «salvajes» parecían, por igual, seres anacrónicos destinados a ser civilizados o a desaparecer como consecuencia natural e inevitable de la expansión del progreso y de la modernidad, de la colonización, de la urbanización, de la industrialización.
Alexander von Humboldt, uno de los naturalistas europeos más prestigiosos de principios del siglo XIX, profetizaba que, gracias a la ciencia, el comercio, la agricultura moderna y la abolición de la esclavitud —por entonces aún vigente en Hispanoamérica—, las llanuras selváticas del Orinoco y del Amazonas se convertirían algún día en el mayor granero del mundo. En su Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (París, 1826), escribió: «El habitante de las riberas del Orinoco y el Atapabo verá con admiración cuántas ciudades populosas y comerciales, cuántos campos labrados por manos libres ocupan estos mismos parajes en que, en la época de mi viaje solo se encontraban bosques impenetrables o terrenos inundados».
Un siglo después, Rafael Uribe Uribe, popular caudillo liberal colombiano y experto conocedor de los asuntos políticos y agrícolas del país, concebía una estrategia militar de defensa y explotación de las fronteras selváticas sustentada en su colonización por agricultores andinos mestizos y por inmigrantes blancos extranjeros. Los militares serían los encargados de realizar investigaciones topográficas y de agrimensura, de mapear las riquezas vegetales y minerales disponibles, de construir las vías de acceso necesarias para explotarlas, y de garantizar la seguridad de los colonos. La estrategia de Uribe Uribe requería, en este sentido, la «reducción» de los indígenas: «300.000 bárbaros que dominan las fronteras selváticas del territorio colombiano, donde no puede penetrar la civilización, por el obstáculo que le ponen esos miles de salvajes, […] un embarazo para el progreso y un peligro que crecerá en razón directa de la multiplicación de los indios». Para Uribe Uribe, al igual que para los dirigentes nacionales de principios de siglo XX, la pacificación de los indígenas era condición necesaria para la entonces deseada culturización de la selva y la extracción de sus anheladas riquezas mineras y petrolíferas. Muchas comunidades indígenas del Amazonas habían sido ya destrozadas por el sistema de endeude y esclavización del ciclo extractivo cauchero (1879-1912), y varios grupos resistían agrediendo a colonos, empresarios y misioneros. Sin dudar, Uribe Uribe escribió en Reducción de salvajes, memoria respetuosamente ofrecida al Excmo. Sr. presidente de la República, (Bogotá, 1907), que «no tardará el día en que tengamos que derramar su sangre y la nuestra para contenerlos. Los perjuicios y perturbaciones sociales que provendrán de esos conflictos muestran que todo esfuerzo que hoy se haga para asimilar el salvaje a nuestro estado social será productivo e incomparablemente menor que si por no prestar atención al asunto, nos viéramos forzados a exterminarlos sin contar lo inhumano de esta obra y lo perjudicial que es destruir población en un país que la necesita tanto».
Al fundar Fordlandia en 1928 —así llamó a su experimento amazónico en las selvas brasileñas—, el veterano empresario aspiraba transformar el «infierno verde» en un paraíso agroindustrial tropical en el que los «nativos» adoptasen los valores norteamericanos de producción en masa. De lograrlo, pensaba, también se «corregirían» los excesos del capitalismo industrial que él mismo había ayudado a impulsar.
Un par de décadas después, Henry Ford, fundador de la compañía Ford Motor Company y gran apóstol de la era industrial, también buscó implementar su propia versión del viejo sueño humboldtiano, imaginando que el fordismo facilitaría la «asimilación» del indígena —y de la frontera selvática— a la sociedad occidental moderna. El magnate no solo aspiraba a incrementar su prestigio y su poder industrializando la producción amazónica de caucho vegetal, un material que utilizaba en la fabricación de neumáticos y autopartes como mangueras, válvulas y tapones, y que los británicos habían empezado a cultivar exitosamente en Malasia Británica, Ceilán y en el África subsahariana, usando semillas amazónicas. Ford, sobre todo, pretendía posicionarse como el gran vencedor de una lucha titánica —que él y muchos otros imaginaban librar— entre una sociedad occidental «civilizadora» y el «salvajismo» de la selva húmeda tropical. Al fundar Fordlandia en 1928 —así llamó a su experimento Amazónico en las selvas brasileñas—, el veterano empresario aspiraba transformar el «infierno verde» en un paraíso agroindustrial tropical en el que los «nativos» adoptasen los valores norteamericanos de producción en masa. De lograrlo, presumía, también «corregiría» los excesos del capitalismo industrial que él mismo había ayudado a impulsar. Por ello, tanto los técnicos norteamericanos que administraban Fordlandia, como los obreros asalariados «nativos» que aplicaban los principios agroforestales fordistas, debían todos incorporar las estrictas regulaciones morales y sociales que intentó imponer más allá del ámbito laboral, incluyendo la prohibición del alcohol y la prostitución. Ford —que además era vegetariano— también quiso impulsar la restricción del consumo de carne de res y leche de vaca entre los trabajadores de Fordlandia, restringiendo su alimentación al pan, el arroz integral y la avena. Por supuesto, la arcadia agroindustrial, puritana y vegetariana que intentaba imponer generó toda suerte de problemas, incluyendo diferentes tensiones, conflictos y violencias. Ni la plantación fordista de caucho prosperó como se esperaba, asediada por distintas plagas —en parte debido a que los expertos norteamericanos ignoraron con arrogancia el conocimiento botánico indígena—, ni las condiciones laborales, de vida y salubridad fueron bucólicas, pacíficas o armónicas entre «místeres» y «nativos». Pese a los esfuerzos de saneamiento, las tasas de mortalidad por malaria y fiebre amarilla fueron altísimas entre el personal técnico norteamericano. Y para los «nativos», las condiciones de trabajo, aunque asalariadas, no dejaron de ser extenuantes o represivas: en muchas ocasiones los administradores de Fordlandia llamaron a los militares brasileños para que estos les «pacificaran sus indios». Pese a que nunca logró producir caucho de manera industrial, Ford invirtió buena parte de su fortuna en Fordlandia, hasta que la producción de plásticos sintéticos acabó con el proyecto. Fordlandia pasó rápidamente al olvido como un estruendoso fracaso más en la larga lista de proyectos agroindustriales fallidos en las selvas húmedas tropicales.
Pero fue solo hasta la llegada de las promesas de la Revolución Verde —el uso intensivo de fertilizantes, pesticidas y de la mecanización agrícola— cuando en los años sesenta y setenta se iniciaron los mayores esfuerzos de expansión de la frontera agrícola y de transformación de la selva tropical en extensos monocultivos. El gobierno militar de Brasil lanzó entonces una estrategia de explotación de la selva Amazónica conocida como ocupar para não entregar [ocupar la Amazonía para no perderla]. Los militares brasileños abrieron nuevos frentes de colonización dirigida, construyeron enormes carreteras de «penetración» de la selva —como la famosa «transamazónica»—, y desarrollaron grandes infraestructuras hidroeléctricas. La estrategia también incluyó un mapeo exhaustivo de toda la región amazónica mediante tecnologías de radar, láser y satélite. El objetivo era desplazar grandes cantidades de campesinos empobrecidos hacia zonas que prometían prosperidad agropecuaria, industrial y minera en la Amazonía. Aunque difundían esperanzas de progreso, integración nacional y desarrollo económico local y regional, estos frentes de colonización solo generaron ciclos cortos de boom económico extractivo, seguidos por largos periodos de crisis local.
A las tradicionales problemáticas de deforestación por la apertura de innumerables frentes de expansión agroindustrial o de ganadería extensiva en toda la cuenca amazónica, y a los permanentes conflictos de tierras entre campesinos, terratenientes, colonos e indígenas, se sumó el incremento de la minería ilegal y de los cultivos ilícitos. Por décadas se ha debatido si los enormes costos humanos, sociales, económicos, políticos y ambientales pagados por la expansión de la frontera agropecuaria de las últimas décadas valieron o no la pena, y cuáles fueron sus legados y consecuencias. Para algunos, el balance es apenas agridulce, para otros más bien de gran desengaño, en medio de complejas contradicciones y de profundos conflictos socioambientales.
Aún no hay consenso en cuanto a las implicaciones y las complejidades del cambio de perspectiva en curso —el paso del ideal de colonización y agroindustrialización al ideal de la defensa de la selva por las comunidades indígenas o nativas—, pues este cambio no ha estado exento de enormes tensiones, contradicciones y paradojas. La antigua descalificación de los pueblos indígenas como «brutos» y atrasados, junto con la celebración del colono como valiente conquistador de la frontera agrícola, ha experimentado una inversión. Si el indígena ahora es idealizado como el sabio defensor de la selva, el campesino colonizador tiende a ser vilipendiado como el agente ignorante, retrógrado y destructivo. La conexión ancestral de los pueblos indígenas con la selva fue enaltecida como un modelo utópico de coexistencia armónica con la naturaleza, lo que dio lugar a la emergencia de la noción de un nuevo imaginario con el que ahora se le atribuye al «indio» la enorme responsabilidad de preservar la biodiversidad del planeta. Mientras, se estigmatiza al campesino como agente de la insostenibilidad y la degradación ambiental. La inversión de estereotipos no solo simplifica la realidad e ignora la diversidad de prácticas socioambientales dentro de las comunidades indígenas y campesinas, sino que, adjudicando la responsabilidad de la protección de la selva a los primeros, no solo estigmatiza a los segundos, sino que denigra a los propios indígenas que no cumplan con la mitología occidental contemporánea del «indio ecológico».
Baste un ejemplo famoso: presionado internacionalmente por los elevados índices de deforestación a principios de 2020, el entonces presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, no dudó en culpabilizar a indígenas, colonos, pescadores y caboclos —campesinos mestizos— de la deforestación en la Amazonía: «Todos ellos tienen sus cultivos de subsistencia en la selva y le prenden fuego para preparar la tierra para nuevas cosechas, y ahí empiezan los problemas», acusaba Bolsonaro, negando cualquier responsabilidad suya o de sus políticas de gobierno en el aumento de la deforestación de áreas protegidas.
En la actualidad, las economías del colono, del campesino y del indígena terminan siendo gradualmente criminalizadas, especialmente en el contexto colombiano, donde las estrategias de erradicación forzada de cultivos ilícitos han consolidado la percepción de que ellos son los principales responsables o cómplices de la proliferación de la coca y de las actividades de los grupos armados ilegales y, por ende, de la degradación ambiental de la frontera selvática. Mientras tanto, en Brasil, Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador y Bolivia se continúa impulsando el desarrollo nacional agroindustrial, extractivo, minero y energético en fronteras selváticas, territorios indígenas y áreas protegidas.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024