Los rumberos que saben de trochas invisibles dicen que siempre es posible aprender la ciencia de los caminos, los caminos que se abren allí donde no hay caminos; es necesario avanzar en ambas direcciones, dicen, hacia atrás y hacia adelante porque a la final se camina desandando, así hablan, pero también hay que mirar hacia arriba, donde el contorno de los árboles que amagan con tocarse —el umbral de timidez— dibuja un patrón único que los rumberos memorizan y así saben si ya pasaron por allí o si están avanzando en una dirección desconocida, si están abriendo trocha invisible. Vistas a contraluz, las copas de los árboles escriben un signo irrepetible. Se camina desandando, insisten, pero también se camina patasarriba. Hay un espanto muy famoso por aquí, que engaña a la gente y la hace perder en el mato, deja unas huellas y la gente inexperta las sigue sin saber que esas huellas no van sino que vienen porque el espanto tiene las patas volteadas para atrás. Cuando uno ve la huella del espanto, lo que tiene que hacer es caminar pa’l otro lado. Hay gente que también se vuelve espanto cuando no sabe caminar desandando. Mejor dicho, un espanto es alguien que se perdió acá dentro, que dejó de ser persona. Y aún así, dicen, siempre es posible aprender a ver la trocha, el rumbo. A la selva se puede entrar y salir. De donde no se sale es de la selva que se le va formando a uno por dentro, aquí (se señala el corazón, se señala la lengua). Una selva de palabras. Ahí adentro, en esa otra selva, hasta el rumbero con más baquía se sabe perder. ¿Y el que lee?, pregunto, ¿el que sabe leer también está perdido? El que lee es como el que va embijando el suelo del mato para que no se le haga vorágine, pero ese rastro achiotado no es sino la marca de lectura, un subrayado inútil y el lector camina para adelante sin saber que se está convirtiendo en la madre de todos los espantos.
¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío?
Φύσις κρυπτεσθαι φιλεί, dice el fragmento de Heráclito cuya traducción, «la naturaleza ama esconderse», yo daba por buena, hasta que un libro de Pierre Hadot me sacó de mi comodidad, porque entendí que cuando Heráclito escribió esa frase, una frase que ha llegado hasta nosotros en calidad de escombro filosófico, la palabra «naturaleza» no había sido inventada aún. Φύσις significaba otra cosa, no sabemos bien qué. La naturaleza todavía no existía. La naturaleza se fue haciendo a punta de malas traducciones en los siguientes cuatro, cinco siglos, después de que Heráclito escribiera la frase. Y así mismo se fue construyendo el sentido opaco que hoy damos por bueno, la naturaleza ama esconderse. Pero ¿por qué se esconde la naturaleza? ¿Con qué necesidad? Y lo que es aún más extraño, ¿de quién se esconde? ¿De nosotros, de nuestra mirada, de nuestro conocimiento? ¿Y quiénes somos nosotros? ¿Será cierto que la naturaleza ama esconderse?, le pregunto al rumbero, que medita un instante antes de responder: somos nosotros los que nos escondemos de la naturaleza y uno no se puede esconder de lo que está por todas partes. Esto no lo digo en voz alta, solo lo pienso: hemos dividido el mundo entre objetos artificiales y objetos naturales, pero esa división es solo una adaptación biológica de nuestra especie. La naturaleza ama esconder sus artificios. No hay más que artificios naturales, no hay exterior de la Φύσις. Y entonces recuerdo la traducción alternativa del fragmento que me dio una vez mi amigo Jorge Cano, conocedor del griego y el latín: Φύσις κρυπτεσθαι φιλεί, o sea, la fábrica trabaja de noche.
Lenta y oscuramente insistía en adueñarse de mi conciencia un demonio trágico.
Cuando comenzó la explotación del caucho amazónico, a finales del siglo XIX, algunos inversores tuvieron la ocurrencia de despejar grandes extensiones de selva para formar monocultivos, tal como se había hecho con las plantaciones de café en el valle de Paraíba, pero pronto descubrieron que este método no se podía aplicar a la extracción sistemática de la siringa del Hevea brasiliensis, pues tarde o temprano un hongo con una terrible capacidad infecciosa colonizaba toda la plantación y echaba a perder el látex. Para hacer efectiva la explotación del caucho, los empresarios tuvieron que resignarse al hecho de que los árboles no podrían sembrarse juntos, en formación militar, sino que debían estar desperdigados en el interior de la selva, a una distancia lo suficientemente amplia para impedir el crecimiento del hongo. Toda la organización del trabajo tendría que adaptarse a este hecho biológico y los siringueiros se verían obligados a internarse mato adentro para desangrar las cortezas. Pero no cualquiera puede entrar a la selva, mucho menos volver a salir y menos aún salir con un puñado de bolas de látex. La forma de la explotación humana depende de los artificios de la selva. La selva moldea y articula el modo de administrar la relación capital-trabajo. Y esto debería bastarnos para ilustrar cómo es que la fábrica trabaja de noche.
¿Será cierto que la naturaleza ama esconderse?, le pregunto al rumbero, que medita un instante antes de responder: somos nosotros los que nos escondemos de la naturaleza y uno no se puede esconder de lo que está por todas partes.
Y al pie de cada árbol se iba muriendo un hombre, en tanto que yo recogía sus calaveras para exportarlas en lanchones por un río silencioso y oscuro.
Al principio Ὕλη significaba para los griegos «bosque», la selva más allá de la polis, reserva forestal. De ahí pasó a significar «leña», luego «madera» y, por contagio metonímico, se empezó a usar para designar cualquier tipo de materia prima, los metales, los minerales, las fibras. El latín recogió la cadena de traducciones en mater, de donde vienen madera, materia y madre. Cuenta la leyenda que hace unos 370 millones de años, durante el Carbonífero, cuando aparecieron los primeros árboles, los hongos, que llevaban mucho más tiempo evolucionando en la matriz del planeta, no sabían cómo descomponer la madera. A pesar de que para entonces ya sabían alimentarse de minerales, los hongos tuvieron que aprender, mediante un proceso que se adivina largo y trabajoso, a romper las fibras que dan estructura y sustento a los troncos [esas fibras estaban (están) hechas de un material muy resistente llamado lignin, que las plantas desarrollaron para crecer en vertical y así competir mejor por la luz con sus vecinas]. Podría decirse que durante unos cuantos millones de años, la madera fue casi indestructible. Los árboles al morir simplemente caían al suelo y al no haber herbívoros lo bastante voraces ni hongos capaces de dar cuenta de toda esa materia vegetal, la madera se fosilizaba hasta transformarse en los gigantescos depósitos de carbón que todavía hoy seguimos explotando para mantener en marcha nuestra economía. Había tantos árboles y tanto oxígeno en la atmósfera que el planeta entero comenzó a enfriarse. Un artificio natural se oculta hasta que otro artificio natural aprende a romper su estructura. Por supuesto, sean o no sean ciertos, todos estos cuentos, cuentos humanos, los contamos delante del fuego para pasar el rato, para demorarnos un poco más aquí, para que el tiempo no se salga de madre. Solo somos obreros de la fábrica en su brevísima hora de descanso, antes de volver a siringar.
Era la fogata de insomne reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros para conjurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con su resuello.
Dicen que no se puede mirar el horror directamente. Necesitamos un artefacto para poder apreciarlo, en lo que parece otra de nuestras adaptaciones biológicas. Contemplado sin esa mediación, lo abyecto, lo inhumano, el portento de los holocaustos, carece de forma y puede acabar desfigurando a quien se atreva a mirarlo. Por eso se suele comparar el arte con el escudo de Perseo, que permitía al héroe ver el rostro de Medusa sin quedar convertido en una estatua de piedra. Eso no significa que contemplar el horror a través del artificio carezca de todo riesgo. El peligro de convertirse en un espanto siempre está ahí; leer es estar perdido en la selva, como advierte el rumbero, aunque todos los signos sean aparentemente reconocibles. De ahí que me entre una risa nerviosa cada vez que me preguntan cómo acercar a más lectores a La vorágine. Porque sencillamente no se puede adaptar el libro de Rivera a la cómoda digestión del público, no hay plan de lectura que valga para ahorrarle al lector la desazón, el asco, la extrañeza, la indignación, el extravío. Aparte, ¿qué podríamos hacer? ¿Merchandising del genocidio cauchero? ¿Posavasos, llaveros, separadores de libros, gorritas, una versión softcore en Netflix? O peor aún, ¿un museo, una visita guiada capaz de convertir nuestro falso duelo en un espectáculo frío, a lo sumo mal recalentado? ¿Un contramonumento hecho por una artista famosa, a imagen y semejanza de la hipocresía y la mala conciencia que los europeos demuestran con los genocidios cometidos recientemente en su territorio? ¿Qué prosa elegiríamos para redactar la infografía? ¿Acaso la neolengua del duelo infinito? ¿Hablarían los guías de ese espacio con el tono didáctico, infantilizante, que usan las voces de los call centers para ampliar nuestro plan de telefonía, para cobrarnos la cuota atrasada de la tarjeta de crédito? Ahí adentro, en La vorágine, hasta el rumbero con más baquía se sabe perder y es deseable que así sea. Que la novela, como sucede con la selva, te susurre: mejor no entres. Quédate allá afuera, es por tu bien.
Luego, en el delirio vesánico, me senté a reír.
Está la naturaleza y luego está la naturaleza en la que creen los críticos literarios, que rara vez suelen entender cómo funciona una selva de palabras, no digamos ya una selva. La naturaleza no es un tema de La vorágine. Tampoco un personaje, como se ha dicho tantas veces. La naturaleza es la fábrica que trabaja las veinticuatro horas, no está ni afuera ni adentro y para poder orientarse toca caminar con las patas volteadas para atrás, la naturaleza es una mala traducción de algo que tal vez nunca hemos podido nombrar, algo que en todo caso se parece a una vorágine, a un nudo hecho de nudos concéntricos, un remolino de artificios vivientes deseosos de descomponerse unos en otros, para otros, con otros, y este baile de carne imaginada ha adoptado, quizá solo temporalmente, la forma de un teatro de mercancías. Hay quien mira hacia el mato y puede ver las letras en las que ha sido escrita la trama.
Audazmente fijó en mí los ojos sobornadores. Halló las calaveras y algunos fémures. La secreta voz de las cosas llenó su alma.
ATROCIDADES EN EL PUTUMAYO: SÚBDITOS BRITÁNICOS ASESINADOS Y DEVORADOS Londres, 19 de noviembre
Mr. Grindle, secretario del West Indian Department of the Colonial Office, al presentar evidencia en la indagatoria sobre el Putumayo, afirmó que algunos emigrantes de Barbados fueron atacados con armas de fuego por parte de indios y españoles y, en algunos casos, sus cuerpos fueron devorados. Un fugitivo declaró que muchos trabajadores que rehúsan cumplir órdenes son golpeados de manera brutal.
[Nota publicada en el diario The Mercury, Tasmania, 20 de noviembre de 1912]
Nota: Todas las citas en cursiva provienen de La vorágine, de José Eustasio Rivera.
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