«De una manera u otra uno puede protegerse de los espíritus malignos retratándolos». Michael Taussig tituló así el primer capítulo de su obra Mímesis y alteridad, sobre chamanismo cuna en San Blas. La frase había sido escrita treinta y dos años atrás por el antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatoff y se refería al poder que tenían distintos artefactos entre los indígenas del Chocó, utilizados para su representación visual. Taussig demostró la potencia de la mimética en figurillas de madera, un ejemplo de encarnación de espíritus benevolentes con propósitos de curación. Lo curioso es que esas figurillas tenían la apariencia de los agentes colonizadores blancos. Al contrario, la magia de la mímesis fotográfica fue vista como maligna por indígenas amazónicos del bajo Caquetá. El cantor José Yukuna, de Puerto Córdoba, protagonista del documental El baile de muñeco (2001) —un ritual sobre el origen mítico de los animales de la selva—, argumentó que dejarse retratar o grabar es peligroso porque quien obtenga la imagen técnica de un humano puede utilizarla para causarle daño.
—Cuando vimos por primera vez la cámara nos pareció muy difícil aceptarla. Al retratar a una persona o meterla en un video, la imagen se lleva su espíritu. Por eso tenemos miedo —dijo con la certeza de quien conoce la eficacia de prácticas habituales de brujería («o magia simpática», según la denominación desarrollada por James Frazer en La rama dorada).
—Si tiene tanto miedo, ¿por qué se deja grabar? —le repliqué con el lente de la cámara enfocando su cara.
El documental tenía la apuesta adicional de transferir el dispositivo de video y sus lenguajes al seno de la comunidad. La donación de una cámara y el aprestamiento en su manejo produjo una pequeña conmoción. El chamán Lucas Yepes Yukuna, hermano de José, dudaba del valor del regalo. Al terminar de grabar el ritual sobre los animales me atreví a preguntarles:
—El video que hemos hecho juntos está guardando unas imágenes de todos los que participaron y de ese baile que ya sucedió. Ahora que tienen esas imágenes, ¿serán útiles?
—Tener una foto o un video es muy importante para los blancos —repuso José—. Los indígenas no necesitamos ese recuerdo pues el recuerdo nos causa tristeza, por eso es mejor acabar con esas imágenes.
—Entonces, ¿van a quemar todas las cintas de registro? —le contesté con picardía.
Todos nos reímos de la ocurrencia, pero José continuó:
—Los únicos recuerdos que nos quedan a nosotros son el pilón, la macana, las plumas y todos los demás objetos rituales de la maloca. No se puede acabar con ellos.
Con todo, en contravía de sus convicciones culturales, José intuyó que el nuevo aparato podía servir a intereses políticos de visibilización y defensa de su cultura.
La introducción de nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones en los pueblos indígenas impactó antiguos códigos de representación, formas habituales de percepción, imaginarios y prácticas sociales. Al consultarles a los mamos o autoridades espirituales del pueblo Arhuaco contestaron enfáticamente:
Pretender articular la televisión a nuestra comunicación espiritual es, en principio, imposible. Si un vestido es blanco y se cubre de rojo, queda rojo. Así pasa con nuestra comunicación y con la que otros hermanos indígenas llaman «apropiada». De manera que debemos ser firmes con lo que nos fue dejado desde el nacer de la vida para mantenerlo y protegerlo; y ser cuidadosos con lo que no es propio, para analizarlo bien y sin prisa.
El impacto de introducir la televisión en territorio sagrado, en la opinión iconoclasta de los mamos, tal vez pueda compararse con el uso de la electricidad en el mundo europeo a principios del siglo pasado. «Nuestra era técnica no necesita de la serpiente para explicar y controlar los relámpagos. Los relámpagos ya no atemorizan a los habitantes de la ciudad», escribía Aby Warburg en 1939, constatando el fin de la visión mítica del mundo y cómo el telégrafo y el teléfono aniquilaron el cosmos. Y añadió: «El contacto eléctrico instantáneo destruye la devoción y el pensamiento en términos de mitos y símbolos». ¿Ocurrió lo mismo en los territorios colombianos, ahora que la participación de indígenas, afrocolombianos, raizales y el pueblo Rrom en la televisión pública, la conectividad masiva de la telefonía celular, la universalización del acceso a internet y, en general, las nuevas ciudadanías digitales están a la orden del día en las políticas estatales y las demandas étnicas?
La adopción de tecnologías ajenas a las culturas indígenas tiene una larga y compleja historia que se remonta a finales de los años ochenta del siglo pasado. La demanda de los movimientos indígenas latinoamericanos por el derecho a la información, la comunicación y la libre expresión fue una estrategia política de lucha por el reconocimiento y la conquista de una imagen de ciudadanía en tiempos de globalización. Si bien la fuerza autonómica de las organizaciones indígenas en América Latina sentó las bases en la década de los setenta para definir en los foros mundiales un camino de defensa y reconocimiento de la situación agobiante que padecían a causa del colonialismo y, diez años después, de reivindicación de su capacidad de autodeterminación y autogestión, los derechos a la comunicación tomaron más tiempo. Rossana Reguillo, investigadora en ciencias sociales, mostró que la visibilidad mediática adquirida por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994 fue un antecedente influyente en la inclusión de la diferencia cultural en el espacio público y, más importante aún, de develamiento, a través de la prensa y la televisión, de las limitaciones de un proyecto moderno de nación. La agenda indígena por «otra comunicación» se volvió imperativa y estuvo sustentada en un malestar por la forma como se ha representado a los pueblos originarios.
Después de un proceso que tomó más de ocho años y en un hecho sin precedentes, las organizaciones representativas del gobierno indígena del orden nacional discutieron y acordaron sus aspiraciones en materia de política pública de comunicación. A finales de 2017 redactaron un documento que definió planes, programas y proyectos necesarios para garantizar el acceso permanente de los pueblos indígenas al uso del espectro electromagnético y a los servicios públicos de telecomunicaciones y medios masivos del Estado.
Durante siglos, las imágenes predominantes sobre lo indígena han provenido de visiones externas, que han diseminado estereotipos de incivilización, exotismo, salvajismo y atraso. Estas visiones justificaron la barbarie de la conquista y la colonización violenta. La representación de los indígenas durante la primera mitad del siglo XX fue predominantemente en tonos exóticos y evangelizantes. Sus voces fueron enmudecidas, sus rostros deformados y sus pensamientos estigmatizados. En la década de los sesenta, cambios culturales, políticos, discursivos y tecnológicos permitieron un giro indigenista en el que autores comprometidos con las visiones traumáticas de los indígenas denunciaron su situación oprobiosa y pusieron el énfasis en las masacres y torturas cometidas.
Aunque falta investigar la historia de las representaciones indígenas en la «pantalla chica» colombiana, sabemos que la televisión pública (y no privada), desde su nacimiento en 1954, ha difundido algunos temas relacionados con los pueblos indígenas, pero son muy pocas las películas comprometidas con la denuncia del genocidio indígena que conquistaron las parrillas de programación. Por el contrario, durante al menos cuatro generaciones, los televidentes crecieron con la imagen del Llanero Solitario y Tonto (como se nombró originariamente a Toro). La serie del ranger texano y su amigo indio potawatomi, creada para radio por George W. Trendle y Fran Striker en 1933 y después llevada al cine, la televisión y el cómic, no fue para nada inocente en sus intenciones de divertir. Es evidente que Toro encarna el arquetipo del indio bueno porque es fiel y servil al vaquero enmascarado. Pero, como lo ha explicado David Hernández Palmar, la gran industria norteamericana del wéstern ha atentado rotundamente contra los imaginarios de los pueblos nativos, ha justificado su extinción y ha magnificado una memoria falsa. En la mayoría de las películas de este género el indio es malo, agresivo, cortador de cabelleras y violador de mujeres blancas, narrativa que justifica la reacción violenta del héroe. Los blancos (y con ellos los televidentes) no odian a los indios por ser indios sino por ser malos. Y hay muchos que son muy malos. Al indio bueno como Toro lo acogen y aprecian.
Sin duda, la voluntad de la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine) de financiar mediometrajes para televisión en la década de los ochenta empezó a transformar estos imaginarios construidos por la gran industria norteamericana. La serie Yuruparí conquistó la pantalla chica y los televidentes pudieron asomarse a los mundos indígenas reales. Ese fue el caso del documental Cerro Nariz, la aldea proscrita, dirigido en 1985 por Gloria Triana y Jorge Ruiz, en el que se mostró la vida tradicional de los indígenas puinave del río Inírida. El trabajo prolífico del equipo de realizadores produjo entre 1984 y 1990 sesenta y cuatro capítulos filmados en 16 milímetros que introdujeron a los espectadores urbanos en las expresiones festivas de los pueblos afrodescendientes, indígenas y mestizos de Colombia.
Es de resaltar no solo el carácter pionero del proyecto y su calidad cinematográfica, sino también la relación apasionada, afectiva y antropológica de Gloria Triana con esos universos rituales. Como lo confesó Triana en una entrevista de 1987, los primeros documentales fueron criticados por los antropólogos en su época de ser superficiales etnográficamente y por los críticos de televisión de carecer de estructura dramática y lenguaje televisivo. Hoy nadie cuestiona su valor de memoria ni discute su condición patrimonial.
En los años más recientes, como señaló Germán Rey, algunas telenovelas y buena parte de la agenda noticiosa de los grandes medios han construido un imaginario hostil hacia los indígenas, acudiendo al racismo, el exotismo, la estereotipación, la estigmatización, la discriminación, la victimización, la criminalización, la arcaización y la invisibilización. Semejantes prácticas explican por qué los pueblos indígenas le exigieron al Estado colombiano el derecho a definir con autonomía su cultura y su identidad, a tener la posibilidad de representarse a sí mismos a través de lenguajes audiovisuales y a comunicar públicamente sus visiones y conocimientos.
Después de un proceso que tomó más de ocho años y en un hecho sin precedentes, las organizaciones representativas del gobierno indígena del orden nacional con asiento en la Mesa Permanente de Concertación reflexionaron, discutieron y acordaron sus aspiraciones en materia de política pública de comunicación. A finales de 2017 terminaron de redactar un documento de planeación y gestión que definió fundamentos jurídicos, principios, objetivos, metas, ejes de acción, planes, programas y proyectos necesarios para garantizar, en el plazo de una década, el acceso permanente de los pueblos indígenas al uso del espectro electromagnético y a los servicios públicos de telecomunicaciones y medios masivos de comunicación del Estado.
La implementación de esa política ha sido un gran reto y ha tenido muchas dificultades. Con todo, sus resultados van en la dirección deseada por las organizaciones indígenas; es decir, la incorporación por parte de las entidades competentes de un enfoque distinto en su oferta institucional y las garantías para que efectivamente se propicie un diálogo armónico entre la comunicación ancestral y la comunicación apropiada, en particular la de los medios masivos, tan proclives a la banalización y la mercantilización de sus contenidos. El aumento de las ofertas de financiación a través de becas y premios, y la apertura de espacios de difusión de contenidos indígenas en los canales públicos de televisión, ha permitido que los televidentes empiecen a reconocer la vulnerabilidad manifiesta de los pueblos indígenas y también la riqueza plural de sus universos simbólicos, así como sus propuestas de vida y de convivencia pacífica.
Lo vemos reflejado en los números: los informes de audiencias de las dos series de televisión indígena más importantes transmitidas por Canal Trece —El buen vivir (seis temporadas) y Territorios y voces indígenas (cuatro temporadas)— confirman la respuesta creciente de los televidentes a este tipo de contenidos: un poco más de ciento quince mil televidentes el año pasado en el primer caso y trescientos mil en el segundo.
Atrás han quedado la sospecha y la suspicacia por los aparatos occidentales. Los y las realizadoras indígenas que han incursionado por años en las plataformas mediáticas son conscientes de la importancia de seguir «indigenizando» las pantallas. Amado Villafaña Chaparro, del pueblo Arhuaco, y Rafael Mojica, del pueblo Wiwa, pioneros en la producción audiovisual indígena de la Sierra Nevada de Santa Marta, entendieron que era necesario no solamente aprender de tecnologías y lenguajes audiovisuales ajenos, sino domesticar e incorporar esas nuevas tecnologías de la visión a las matrices culturales y espirituales más profundas de sus culturas. El comunicador nasa Gustavo Ulcué ha reconocido que el uso del video ya no es exclusivo para el fortalecimiento interno de las movilizaciones, las mingas de la palabra o los videoforos, sino que es clave en la conquista de nuevos públicos a través de espacios televisivos masivos (Canal Telepacífico, por ejemplo); las directoras del pueblo Wayúu, Leiqui Uriana y Marbel Vanegas Jusayu, han planteado la importancia estratégica de participar en los festivales de la gran industria audiovisual colombiana (FICCI); Mauricio Telpiz, del pueblo Pasto, ha aceptado liderar la dirección de la serie de televisión indígena El buen vivir (Canal Trece); Nelly Kuiru, del pueblo Murui-Muina, ha defendido con valentía la soberanía audiovisual de los comunicadores amazónicos y ha llamado la atención sobre los peligros de exponer las narrativas propias para que otros se las apropien audiovisualmente. Olowaily Green, del pueblo Guna Dule, y Mileidy Orozco Domicó, del pueblo Embera Eyabida, han subvertido las convenciones del lenguaje televisivo, inspirando con sus enfoques estéticos y narrativos los modos indígenas de contar historias.
Falta mucho para la formación, el acceso y la apropiación de la televisión; para el fomento a la innovación, la investigación y la creatividad audiovisuales expuestos en el capítulo sobre televisión y contenidos audiovisuales de la Política Pública de Comunicación Indígena. A mi juicio, también es deseable que las sensibilidades y los tratamientos audiovisuales de la creación indígena encuentren novedosas rutas de imaginación y conquisten los corazones de los televidentes destronando convenciones habituales de ritmo, tiempo y estructura dramática.
Por ejemplo, representar los universos invisibles de las cosmogonías americanas, avanzar más allá de las urgencias documentales hacia el videoensayo o las animaciones basadas en relatos de origen, permitirá, entre otros desafíos, incursionar en lenguajes y estéticas innovadoras. Estar a tono con los más recientes adelantos de la transmedia y expandir las narrativas a múltiples formatos aproximará las imágenes técnicas del cine y el video a esos lugares-otros que provienen del mundo onírico y mítico de los pueblos indígenas. Porque, aunque la imagen esté informada por la técnica, como afirmaba Arlindo Machado en El paisaje mediático, reconocemos que la tecnología de las imágenes en movimiento practicada por los y las realizadoras indígenas puede establecer un nexo de continuidad con otras tecnologías de visión y de percepción aumentada que han existido en las formas de ver y conocer de taitas, jaibanás o the’walas.
El vínculo entre experiencias extáticas y cinematográficas fue adivinado por el chamán Lucas del pueblo Yukuna cuando recibió la cámara de video con la que ayudó a registrar El baile de muñeco.
—Lo que debe permanecer en esta maloca es el canto, el baile y la brujería —dijo el chamán—. Todo eso nos pertenece. Pero ahora estoy mirando bien* y las imágenes del video deben quedar con nosotros.
* Las expresiones adivinar o mirar se refieren a un conjunto de procedimientos chamánicos mediante los cuales el chamán «arregla el mundo», es decir, «negocia» con potencias sobrenaturales (llamados también espíritus o dueños) para que estas no causen males o enfermedades.
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