En los inicios de la televisión colombiana llegó un nutrido grupo de artistas extranjeras, sobre todo del sur del continente y de España, para enriquecer con su experiencia el nuevo medio. Algunas se quedaron solo hasta cuando la televisión cultural dio un giro hacia lo comercial, a comienzos de los años sesenta; a partir de entonces dejó de haber suficiente trabajo para las actrices, que hasta ese momento habían representado grandes obras de la dramaturgia universal y nacional en los espacios de teleteatro. Otras, casadas con colombianos, terminaron adoptando el acento criollo y se establecieron en Colombia. Pero todas contribuyeron con denuedo al desarrollo de la televisión y abrieron el camino a las jóvenes actrices nacionales, sin desconocer que estas venían fogueadas del radioteatro.
En junio de 1954, Fernando Gómez Agudelo —que dirigía la Radio Nacional y recibió el encargo presidencial de montar la televisión— envió a Bernardo Romero Lozano a Buenos Aires para reclutar directores y actores con experiencia ante las cámaras que contribuyeran a la profesionalización del oficio. En esa primera avanzada llegaron Axel Anderson y su esposa Helena Montalbán, Pedro I. Martínez, y Mabel Jaramillo. Anderson y Montalbán salieron del país a los pocos meses porque la Oficina de Información y Prensa del Estado (Odipe) ejerció una «sutil» presión para que renunciaran. Mabel Jaramillo resistió hasta que finalmente le avisaron que recogiera el pasaje para Argentina porque no le renovarían la visa. Ese diciembre se regresó casi al tiempo con el expulsado maestro japonés Seki Sano, acusado de comunista, quien duró tan solo tres meses en el país.
Según informó El Espectador, el detonante fue una carta de protesta que enviaron los argentinos a Jorge Luis Arango, director de la Odipe, por las extenuantes jornadas laborales, ya que no tenían tiempo ni para ensayar las obras, que se presentaban en vivo, y por los pagos de Presidencia, siempre retrasados. Manuel Drezner, quien fue arte y parte de esos inicios de la televisión como dramaturgo, director y actor, explica que el Régimen debió aprovechar esa excusa para terminar contratos onerosos.
En adelante, y debido a las críticas que recibió el Gobierno por la contratación de extranjeros in situ, considerada «antipatriótica» por varios periodistas, los interesados se aventuraron a venir al país por su cuenta y riesgo. Quizá por ello Marta Traba, que realizó una serie de reportajes en 1955 en la revista Estampa, a propósito de sus coterráneas Helena Montalbán y Mabel Jaramillo, precisó que no «vinieron a desplazar a nadie, ni a competir con los elementos nacionales, ni en tren de vedettes espectaculares; y no tienen más empre sario que su propio talento». Su único afán, le manifestaron las actrices a la periodista, era colaborar con la gente joven que tuviera verdadera vocación para formar un teatro nacional.
Que la xenofobia circulaba por los rayos catódicos se constata en una carta que enviaron en 1957 los afiliados al recién creado Círculo Colombiano de Actores (Cica) al secretario de Palacio por la campaña insidiosa contra «distinguidos elementos extranjeros» que trabajaban honradamente en la Radiotelevisora Nacional. Romero Lozano encabezaba las firmas del documento.
En esta inmigración artística dominaron las españolas, unas porque huían del régimen de Franco —y el destino les tenía reservado otro régimen en Colombia— y otras porque buscaban el estrellato en tierra ajena. La actriz con más larga figuración fue Carmen de Lugo (cuyo verdadero nombre era Anuncia Pereiro López), quien desde muy joven inició su carrera en teatro y radioteatro junto a su marido, Bernardo Romero Lozano. Hizo parte del grupo de teatro de la Universidad Nacional y de la Radiodifusora Nacional de Colombia. En la inauguración de la televisión colombiana, el 13 de junio de 1954, actuó en el dramatizado El niño del pantano, dirigido por su esposo y protagonizado por el hijo de ambos, Bernardo Romero Pereiro, de doce años. Lucila de Alba (nombre artístico de Lucila Pereiro), hermana menor de Carmen, también fue actriz de radioteatro y televisión, aunque tuvo escasa trayectoria; años después presentó el noticiero Teletigre. Se casó con Manuel Medina Mesa («el hombre de las tres m») y así quedaron emparentadas las dos parejas.
La actriz con más larga figuración fue Carmen de Lugo (cuyo verdadero nombre era Anuncia Pereiro López), e hizo parte del grupo de teatro de la Universidad Nacional de Colombia. En la inaguración de la televisión colombiana, el 13 de junio de 1954, actuó en el dramatizado El niño del pantano.
Otra española memorable fue Mari Carmen Gordon, que trabajó con casi todos los directores de teleteatro de la época y demostró su vibrante fibra dramática y cómica. Actuó en La máscara, dirigida por su esposo, José Caparrós; en Tormenta en la calle del Roble (sobre conflictos raciales en Estados Unidos) que protagonizó con su marido, dirigida por Manuel Drezner; en Nuestro pueblo, de Thorton Wilder, dirigida por el argentino Boris Roth y acompañada de Gaspar Ospina, su compañero en numerosas obras, y en Escenas callejeras, de Elmer Rice, bajo la dirección del español Fausto Cabrera, entre muchísimas más. En 1959 recibió el Nemqueteba de Plata por interpretar a la decapitada María Estuardo. Cuando empezaron a apagarse las luces del teatro televisivo, Mari Carmen regresó con su galán de verdad a España.
Pero, sin duda, fue la madrileña Alicia del Carpio, actriz, directora y libretista de la comedia más exitosa de la televisión colombiana durante dos décadas, Yo y tú, la favorita de los televidentes. La revista Semana celebró la nacionalización de Alicia en 1959, al tiempo que aplaudió Yo y tú, «en torno al tema inagotable de las peripecias, del lenguaje y de la psicología de una familia promedio». Esta comedia le granjeó tantos premios y satisfacciones que, ya retirada, publicó unas memorias apócrifas de doña Alicita, una señora del montón, dignas de saborear. Menos recordado es el programa El mundo maravilloso de los libros, de comentarios y entrevistas con reconocidos autores, del que Alicia del Carpio fue directora y presentadora con sobradas aptitudes por su amplia cultura, su gracia para conversar y su «voz de oro», como la calificó Marta Traba. Como otras colegas, empezó como locutora y presentadora en 1950 gracias a la invitación que le hizo el director de la Radiodifusora Nacional de Colombia, Rafael Maya. Tenía veinticinco años.
De las argentinas que hicieron su palmarés en la televisión colombiana figura Irma Roy, quien creó con su esposo, Eduardo Cuitiño, ¡Cómo te quiero, Irma!, una versión criolla de la legendaria comedia gringa El show de Lucy. La produjo Manuel Medina Mesa y se emitió entre 1956 y 1957 con rotundo éxito. Los Cuitiño, célebres en Argentina por su extensa filmografía, llegaron a Colombia exiliados tras la caída de Juan Domingo Perón, en 1955, porque eran peronistas declarados. Además de hacer televisión, conformaron un grupo de teatro; de esta manera, Irma trabajaba con su marido, que no permitía que la dirigiera nadie más. En 1961 retornaron a Buenos Aires y dos años después murió Eduardo. Según cuenta Carolina Papaleo, hija de su segundo marido, su mamá llegó a ser tan famosa en Colombia que vendían muñecas con su rostro y su pelo rubio.
Elsa Aldao entró a la televisión en 1955 y dos años después recibió el premio Nemqueteba Cámara de Plata. En 1961 hizo parte de los elencos de varios teleteatros, como Lo que no fue, de Noel Coward, dirigida por Bernardo Romero Lozano, y en Los bajos fondos, de Máximo Gorki, dirigida por Fausto Cabrera. En adelante se incorporó a elencos de telenovelas, género en auge, hasta interpretar a la inolvidable Pepita Mendieta de la comedia Dejémonos de vainas, con libretos de Daniel Samper Pizano y dirigida por Romero Pereiro.
Pero la que llegó como una tromba en 1958 a revolucionar los escenarios fue Fanny Mikey. Se vino detrás de su novio Pedro I. Martínez, con quien se había iniciado en la actuación en Buenos Aires. Cuenta Drezner que Mikey debutó en la televisión en una obra de teatro dirigida por él: Las sillas, de Ionesco. Pero al año siguiente, y después de haber demostrado su talento en varias obras de teleteatro, se fue a vivir a Cali con Martínez y pasó los siguientes siete años en el Teatro Escuela de Cali (TEC), de Enrique Buenaventura, segundo acto de una carrera triunfal, harto conocida, que finalmente la trajo a Bogotá.
De Chile llegaron Maruja Orrequia y Ana Gómez de Laverde («Karina»), una cantante que se volvió actriz cuando se radicó en Colombia en 1956 y debutó en el espacio Teatro de Cámara de Fausto Cabrera. En la televisión conoció a su marido, el productor y escenógrafo Fernando Laverde. Ya metida en su nuevo rol participó en numerosos montajes, y luego integró los elencos de telenovelas de RTI.
Maruja Orrequia, que era hija del actor español Agustín Orrequia, llegó a Colombia en 1956 con su marido, el cantante Mario Arancibia Sotomayor. A finales de la década era considerada una de las mejores actrices de la pantalla y representó una memorable Juana de Arco en La alondra, de Jean Anouilh, dirigida por Drezner. Alternó su trabajo con el doblaje de películas y después de hacer parte de esa primera generación de actores de televisión en Colombia se fue para Venezuela, que ofrecía salarios más atractivos y todavía le apostaba a la programación cultural.
A finales de los cincuenta hubo una reducción de las obras de teatro para garantizar mayor calidad y quedaron solo cuatro espacios mensuales de teleteatro. A este género también se destinaba el espacio Historias, de Marcos Tychbrojcher, quien se atrevió a montar Antígona con lo difícil que era llevar el teatro griego al set televisivo por las dificultades escenográficas. Por su parte, Romero Lozano se arriesgó al representar por primera vez en la televisión Espectros, de Henrik Ibsen, en 1959, con la actriz española Lolita Villaespesa, que en uno de los viajes de su compañía teatral aprovechó para proyectarse en el canal masivo.
Lo que quedó comprobado es que los montajes hechos expresamente para teatro perdían su dimensión en la televisión debido a los conflictos técnicos; eso le ocurrió a la actriz y directora española Ana Lasalle cuando llevó la comedia Los mosquitos —de los hermanos Álvarez Quintero— en el Teatro Colón a los estudios de la calle 24. Con todo y sus altibajos, el teleteatro era el espacio favorito de los televidentes, los cuales se volvieron insomnes por los tardíos horarios de emisión, que se corrieron ¡a las once de la noche! Luego pasaron de cuatro obras al mes a solo dos, lo que obligó a muchas de las actrices de esta troupe a hacer mutis por la pantalla.
Otras extranjeras no hicieron parte del teleteatro sino de espacios culturales, como la carismática y controversial crítica de arte Marta Traba, que con su verbo envolvente daba cátedra sin matar de aburrimiento a la teleaudiencia (como sí lo hacía el docto Enrique Uribe White, de ahí el chiste que circulaba: «Vendo televisor: motivo Uribe White»). En octubre de 1954, Traba inauguró su programa La rosa de los vientos, en el que mostraba recorridos por países europeos para hablar de su patrimonio artístico, espacio por el que recibió el premio Nemqueteba de Plata en 1955. Pese a ser tan vista, respetada y querida como Gloria Valencia de Castaño, fue censurada al año siguiente por presunta injerencia en política (en justicia, el Régimen también censuró a la «Primera Dama» de la televisión colombiana su programa El lápiz mágico por promover la oposición con humor).
En el mismo círculo artístico de Marta Traba estaba Alicia Baraibar, hija del embajador español, que llegó a Colombia en 1955. Ese mismo año, la rubia de melena corta fue portada de Estampa, revista del español Fernando Martínez Dorrien. Y, de nuevo en 1958, posó para la portada de Cromos sosteniendo un cigarrillo, bajo el título: «TV con diplomacia». Nos enteramos por el reportero Eduardo Gómez de que la elegante joven hablaba tres idiomas y consideraba a Colombia como el «país de las maravillas», después de haberlo recorrido desde su llegada. En la televisión participó en un programa sobre jazz, género musical que le apasionaba, y dirigió el programa Haga usted mismo su ropero, en el que hacía entrevistas y modelaba; además, fue animadora de Entrevistas de la semana.
Entre las músicas que pasaron por los estudios televisivos estuvieron Hilde Adler y Sylvia Moscovitz. La austriaca acompañó en el piano a su paisano, el violinista Frank Preuss, en la inauguración de la televisión, y siguió acompañando a muchos solistas en los conciertos de la Televisora Nacional hasta que murió en Bogotá en 1968. Una de esas solistas era la mezzosoprano brasileña Sylvia Moscovitz, pionera de la pedagogía musical en la televisión. En unas breves memorias que escribió cuenta que su marido, Gustavo Vasco, le dijo un día: «Sylvia, me gusta mucho cuando cantas tus lieders y cuando haces conciertos, pero ¿no sería mucho más divertido si usas tu experiencia en televisión para divulgar el repertorio infantil?». Ella hizo caso y así nació Rondas y canciones, con Hilde Adler al piano y la eventual participación de su amiga Leonor González Mina. «Todo esto acabó un día porque la Televisora Nacional se convirtió en una entidad comercial», escribió. Después nació Caracolito mágico, que se emitía en vivo y en directo. Aunque era exitoso, lo cancelaron al año y ella hizo una segunda temporada, además de otros dos programas: El taller del búho y La abuela Zaza. La actriz uruguaya Betty Rolando representaba el personaje de un cartero, que servía de vínculo entre los animales y los niños. También cuenta en esas memorias que su hermana Dina Moscovitz la reemplazó en algunas emisiones del Caracolito mágico e hizo el montaje de Bastián y Bastiana, la ópera que Mozart compuso a los doce años. Dina, casada en París con el poeta Jorge Gaitán Durán, y con amplia formación teatral y cinematográfica, fue directora ocasional del Teleteatro de los jueves, según recuerda su sobrina Irene Vasco.
No faltaron las bailarinas de ballet clásico en la naciente televisión. En 1958, la bellísima argentina Graciela Danielle, amiga de Fanny Mikey, daba todos los domingos un espectáculo coreográfico en su programa Ballet —emitido entre 1958 y 1965—, que complementaba con la historia de ese exquisito arte.
Cambiando de oficio, detrás de los reflectores había una berlinesa: Cristina Schneider de Peñaranda. Desde que llegó a Colombia a mediados de los cincuenta trabajó en Producciones Punch, fundada en 1956 por su marido, Alberto Peñaranda. La historiadora Teresa Morales hace esta estampa de ella: «Era una alemana muy bonita, rubia y de ojos claros, que contaba los minutos de las cuñas de televisión, llevaba la contabilidad de Punch y salía de su casa al amanecer a poner los avisos».
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