Pocas personas saben tanto sobre el cuarto de máquinas capitalista de la economía cauchera como Jon Landaburu y Roberto Pineda. En esta conversación con el historiador Juan Carlos Flórez, reconstruyen para GACETA los hechos detrás del genocidio del 80 % de los indígenas de la Amazonía colombiana y la casi extinción del pueblo Andoque.
Juan Carlos Flórez: Orocué es la ventana a través de la cual usted [Jon Landaburu] comprende que La vorágine no es un espejismo, una ficción selvática. Orocué fue para Rivera el sitio donde descorrió el velo para atisbar que allá al fondo de la Orinoquía y hacia la Amazonía estaban ocurriendo cosas inauditas y tenebrosas. Usted no tenía que ir a los archivos para comprender estas cosas.
Eso los llevó a escribir Tradiciones de la gente del hacha, un libro en el que reconstruyen algunos de los mitos más importantes del pueblo Andoque después del daño inmenso que les causó la cauchería. Los andoques fueron prácticamente exterminados por el genocidio cauchero. Ese pueblo tenía para mí una de las figuras más legendarias de la historia contemporánea de Colombia: el capitán Yiñeko.
Como lo muestra Roberto en su libro de reciente aparición, El amanecer del Resguardo Indígena Predio Putumayo, el gobierno de Colombia, con nuestros recursos, indemnizó a la familia Arana, que se apoderó de casi seis millones de hectáreas que les pertenecían a los indígenas contra los que cometió el genocidio. El último pago se les entregó en los años sesenta.
Es en ese lugar donde se cruzan los destinos de Jon y el suyo con los del pueblo Andoque.
Roberto Pineda: Yo escuché a Jon decir en la clase de Lingüística 1 [1968]: «Me voy para Araracuara, a la selva del pueblo Andoque». René Aljure, Alfredo Cadavid y yo le dijimos: «¿Por qué no nos lleva?», y él, muy generosamente, nos llevó. Previo, el profesor Cornelis Johannes Marinkelle nos hizo una preparación de campo: «Si pasan por un río, pasen a rastras por las rayas; lleven toldillos y no saquen ni un pie, porque puede venir un murciélago vampiro. Y no solo los muerde, sino que les puede dar rabia». Hay unas fotografías de cuando llegamos a Araracuara, en las que salimos con cascos y botas. Llegamos a la colonia penal, sin mucha conciencia, en nuestro caso, de que íbamos a llegar a un presidio. Jon tenía mucha más conciencia.
Es interesante señalar que ahí se da el encuentro con los dos temas que los van a acompañar a ustedes durante muchos años de trabajo y, por supuesto, en su relación con nuestros pueblos originarios. En el caso de Jon, profundizar en el conocimiento de las lenguas indígenas y, en particular, en una lengua indígena excepcional: el andoque. Yo le decía alguna vez a Roberto que el andoque parecía tener la misma condición del euskera [Jon Landaburu es de origen vasco], que no hay parientes conocidos de ella en toda la Amazonía.
JL: Después de esperar muchos días, logramos salir en un avión prestado por el Ministerio de Justicia para la prisión de Araracuara. Había como dos o tres aviones que iban en el año a entregar los sueldos de los empleados, que estaban todos ya comidos de deudas con los comerciantes de allá. El presidio era un universo sórdido. El director no tenía sino una idea: quedarse lo menos posible en ese sitio. Mucho calor, mucha plaga. Estaba al borde del río Caquetá. Las únicas personas con quienes podíamos tener contacto era con los penados.
Fue una experiencia interesante ver a los presos, que eran gente normalmente de la ciudad: rateros, sicarios, etc. Los habían metido a una colonia agrícola cuando jamás en su vida habían tenido un barretón o un hacha o un instrumento de trabajar la tierra. Entonces esta gente no trabajaba y se la pasaban los 14, 20, 15, 10 años de condena, dedicados cuando podían a emborracharse y a pelear entre ellos. Había gente interesante que parecía buena. El encargado de la dirección era un médico antioqueño, el doctor Jaime Restrepo. Una personalidad extraordinaria, que manejaba todo esto con mucha dureza. Le tocaba. Era el único médico a 300 km a la redonda. Un personaje muy respetado y muy temido. Me habían dicho: «Lo primero que tienes que hacer cuando llegues allá es ir a ver al médico [Restrepo], porque él los puede introducir a los andoques».
Allá aún había cauchería, los andoques tenían tratos con el cauchero Alberto Zumaeta. Pero claro, obviamente [a finales de los años sesenta], ya no les pegaban, no los mataban, no los torturaban, no las violaban. Los indígenas habían conquistado un cierto estatus y el cauchero tenía que pagarles algo. Aunque les seguía robando por muchos lados, pero tenía que pagarles.
Esa es una historia tremendamente importante, porque de los caucheros ninguno fue santo, pero no todos fueron genocidas. Son figuras que recuerdan algunos de los aspectos más espantosos de la Conquista. Al retirarse la Casa Arana con sus esbirros, los indígenas que son arrastrados a trabajos forzados en el Perú son revictimizados.
RP: Cuando se firma el Tratado de Lozano-Salomón en 1922 [en el que se definieron los límites y la navegación fluvial entre Colombia y Perú], Arana conserva muy orondo el territorio que les ha expropiado a los indígenas a sangre y fuego.
Y del cierre de la razón social inglesa, que tanto escándalo provocó a nivel mundial, pero que no cambió nada a favor de los indígenas. Colombia no hizo nada para ejercer ni una pizca de soberanía.
RP: Se liquida la Peruvian Amazon Company [la razón social inglesa], pero Arana sigue de gerente de la Casa Arana. Y en 1922, con el Tratado, el gobierno peruano le otorga el título a Arana como propietario del Predio Putumayo, cerca de seis millones de hectáreas. Pero tengo la impresión de que Arana no se mueve completamente, a pesar de que la industria del caucho había entrado en crisis. Es decir, empieza un problema financiero para los caucheros peruanos de Iquitos.
Sí, como han entrado en crisis las zonas de la marihuana en Colombia, las de la coca…, pero el poder de los antiguos señores de horca y cuchillo tarda en desaparecer.
RP: Hay un gran capitán que es el capitán Doñekoi, papá de Yiñeko, que tiene aparentemente un grupo muy grande de andoques. Y que está con, podríamos llamar, un jefe de sección, un capataz, que es Miguel Zumaeta [padre de Alberto]. Él probablemente sí se entera de que el gobierno peruano se demora en ratificar el Tratado, que solo hasta 1928 lo ratifica en el congreso de ese país. Es entonces cuando Arana sabe que va a tener que abandonar Colombia, pero sabe también que el Tratado ha garantizado sus derechos de propiedad. Y si antes se oponía, ahora él lo que quiere es tomar la indemnización. Arana se cambia de bando porque le interesa. En una sociedad en crisis, con el caucho en crisis, él no se opone. Al contrario, en 1928, se pregunta: «Bueno, ¿y las comunidades indígenas?». Y empieza a suceder lo que llamaríamos la solución final: la deportación de todos los indígenas al Perú.
JL: La deportación…
Con sus familias y todo el mundo.
RP: Ese es el otro elemento trágico.
Se trata de algo que los colombianos desconocemos por completo.
RP: En 1928, lo que ocurre es que ya empieza a haber una primera presencia colombiana. Un visitador, Rivas, se da cuenta de que los campamentos están siendo quemados. Se dejaba toda la tierra arrasada y se decía que incluso en algunas zonas habían quedado caucheros para intimidar a los indígenas e impedir que regresaran.
La historia de Miguel Zumaeta es muy importante. Él se entera y huye con un grupo de andoques hacia el río Meta. Allá los alcanzan los soldados peruanos para llevarlos con el resto de la población deportada. La historia de Yiñeko es la de los jóvenes a los que se los llevan en botalones y por eso logran huir.
¿Pero este Zumaeta es padre de Alberto Zumaeta?
JL: Es el padre de Alberto y de Lizardo, y de muchos otros que conocimos. Efectivamente, lo que dice Roberto, Miguel Zumaeta se instala donde están los andoques. Convive con ellos y luego se pasan al otro lado del Caquetá. Esto es importante: hay una relación ambivalente entre la familia Zumaeta y los andoques. La fuerza peruana se los quiere llevar deportados y capturan a Miguel Zumaeta y a todos los ancianos. El cauchero en la época de Arana era el extorsionador. Pero esta nueva generación entiende que eso no va a seguir funcionando y crea una relación más de tipo comercial: «Ustedes me traen el caucho de la selva porque son los que pueden sacarlo y yo les pago o les traigo mercancía».
Ustedes se encuentran con esa economía cauchera, con un pueblo que ha logrado sobrevivir al holocausto, pero con inmensas heridas y con una destrucción apabullante de su milenaria cultura. Y, al mismo tiempo, con un proceso de reconstrucción de la vida, la organización social, los sembradíos, los saberes y rituales fundadores de este pueblo. Y allí se inicia una etapa…
JL: El doctor Restrepo nos recibe y nos brinda apoyo y hospitalidad. Y conversa con Alberto Zumaeta, quien le debe favores.
Entonces el doctor Restrepo es quien los presenta a ustedes con Alberto Zumaeta, hijo del cauchero Miguel.
JL: Miguel tiene varios hijos. Entrega a los andoques a Alberto y entrega los muinanes a Lizardo, que es el hermano. Es como una herencia. ¿Por qué? Esta gente prácticamente es esclava porque siempre debe algo. Está, además, la amenaza de que les mandarán al corregidor, quien puede ponerlos en la cárcel cuando no quieren pagar o no quieren traer caucho. El sistema del endeude hace que siempre el trabajador deba plata porque traen mercancía, muchas veces sobrevalorada.
Esto es importantísimo porque la estructura a través de la cual los caucheros dominaron a los indígenas, que era la esclavitud de la deuda, seguía viva cuando ustedes llegaron [finales de los años sesenta]. Sin la crueldad, claro, pero es la estructura económica central, junto al terror, lo que hizo posible el genocidio del 80 % de los indígenas de nuestra Amazonía.
RP: La estructura se basa en la extracción del caucho. No hay mercados, no hay monedas, incluso nosotros llevamos los baúles de San Victorino llenos de artefactos y de objetos. Mireille Guyot, antropóloga suiza, tiene una gran anécdota al respecto. Va a La Chorrera, que estaba todavía más aislada, y lleva muchas monedas para tener con qué hacer intercambios con los indígenas. Como la economía estaba muy poco monetizada, había que llevar muchas monedas. Y dicen que ella pretendía llevar tantas en la avioneta que el aparato no pudo despegar.
JL: Eso es una leyenda… [entre risas].
RP: Sí, sí, es una leyenda, pero muestra que estas zonas no estaban monetizadas. A pesar de que con la colonia penal de Araracuara circulaba un poco la moneda. Tenemos pues, una zona sin mercados, sin moneda.
JL: Y fíjate lo que pasó con los hijos de Zumaeta. Eso es muy interesante. Un hijo tenía el control del negocio con la tribu Andoque. El otro hijo lo tenía con la tribu Muinane. Y el tercer hijo era un mambeador extraordinario, una especie de vicioso total. La familia se diversifica también entre sus hijos. Alberto, el hijo que ha heredado el negocio con los andoque, es un hombre un poco distinto de lo que uno ve allá. ¿Por qué? Porque ha estudiado su secundaria en Manaos y tiene un poco más de mundo.
Estos son los últimos caucheros…
JL: Sí. Alberto estudia en Manaos y tiene el don de la palabra. Su hermano Lizardo es famoso en la región porque es brutal: todavía azota a la gente. La colonia penal se cierra en 1971 y viene el Ministerio de Agricultura colombiano a hacerse cargo. Los campamentos donde estaban los distintos presos se vuelven una especie de campo de trabajo y piensan que pueden rescatar esa inversión trayendo vacas, bovinos. Fracaso total: los indígenas del Caquetá no son cowboys, no saben lo que es una vaca. A la vaca la llaman la «danta del blanco». O sea, el «tapir del blanco», una cosa muy exótica para ellos.
No saben manejar las vacas, mucho menos sacarles leche. Alberto, que había metido plata en eso, queda enfrascado. Entonces le propone a su hermano venderle la deuda de los andoques, para saldar el problema de las vacas. Lizardo se vuelve dueño de las deudas de los muinanes y de las de los andoques. Ahí se ve cómo las cosas han cambiado, porque los andoques no aceptan a Lizardo y no quieren trabajar con él pues saben que es un hombre brutal y que los va a tratar mal. Es el cambio de la conciencia en términos del conocimiento del mundo occidental, que va cambiando también entre los indígenas, quienes ya no soportan el maltrato y simplemente dejan de trabajar.
En ese momento Roberto y yo viajamos allá. Con nosotros va el inglés Steve Corry, quien dirije una organización llamada Survival International. Le contamos la situación de los andoques, que no han querido trabajar con Lizardo Zumaeta.
En ese viaje les escuchamos a los andoques decir que cómo van a conseguir la plata para la mercancía. El problema fundamental de la economía indígena es cómo conseguir el machete, el hacha, la sal, el azúcar, los fósforos, etcétera. Ese ha sido un problema estructural de la relación indio-colonizador desde el principio.
Le contamos esto a Steve, quien se pregunta: «¿Cuál puede ser la producción de caucho de los andoques?». Estimamos como unas 20 toneladas anuales. Steve propone que les pasemos los instrumentos de producción, es decir, las rasquetas para abrir el árbol para que salga la chiringa, el látex. Y zapatos. También la laminadora para pasar las bolas de caucho, el ácido fórmico para cuajar el caucho…
Todo eso para darles la autonomía, independizarlos de los Zumaeta…
JL: Para que ellos puedan controlar la producción. Luego buscamos en Bogotá gente que pudiera comprar ese caucho, porque el caucho tiene mucha utilidad. Siempre ha sido un problema conseguir el caucho en la capital y se necesita. Icollantas acepta comprar, pero quieren mirar la calidad, porque se pueden mezclar muchas cosas con el caucho. Ahí nos metimos de aprendices de brujo. Al final todo eso fracasa por problemas internos de la comunidad, relacionados con el liderazgo y la plata. Pero es un momento interesante porque marca una resurrección de los andoques como grupo autónomo.
Y en esa resurrección juega un papel importantísimo el capitán Yiñeko, quien lidera la reconstrucción del pueblo Andoque. En aquel entonces los indígenas quedaron completamente solos y esa tarea durísima de reconstrucción de su pueblo, después del paso genocida de la Casa Arana, se la echaron ellos al hombro sin ayuda de nadie.
RP: Jua j-u-a Andoque, que es el segundo que nace con Ficsi Andoque en el nuevo territorio, dice que empezaron once personas y que se instalaron cerca del río Feicache, río del armadillo. Eran sobrevivientes, unas pocas mujeres y unos pocos hombres. Todavía no había niños. Se instalan en el Feicache, y lo que él dice es que no hacen maloka inmediatamente. Cuando Yiñeko intenta reconstruir una maloka, algunos mayores se oponen. No hay un consenso completo. En esa reconstrucción no solo Yiñeko juega un papel central, también lo hacen las mujeres. Cuando llegan a su territorio ancestral se enfrentan al problema de que necesitan que los animales o los seres los reconozcan.
JL: Los caucheros los desarticularon. Según Jua j-u-a Andoque, los indígenas en su territorio saben cuál es el duende, cuál es el espíritu de la cachivera, el del palo, el de la roca. Y para hacer cualquier cosa tienen que estar en buena consonancia con esos espíritus. Les llevan ofrendas. Yo he visto en la cacería que el cazador deja ofrendas para conciliarse con el Dueño de los Animales. Les dicen: «Te vamos a coger un animal porque necesitamos comer, tienes que entender. Te dejamos esto de contrapeso y contrapartida». Con los nonuya ocurrió que se instalaron en una tierra que no era de ellos y empezaron las enfermedades. Entonces tuvieron que salir e irse a otra parte y como era territorio andoque, tenían que pedir permiso a los andoques para que ellos hicieran la comunicación con los espíritus y así ocupar pacífica y sanamente ese territorio.
RP: Jua j-u-a Andoque vive hoy en día en Leticia y tiene una memoria extraordinaria. Es además un narrador a quien valdría la pena hacerle una entrevista.
JL: Sí, porque conoce muchas historias… algunas de las que es mejor no hablar porque uno no controla la brujería que está dentro de ellas. Por ejemplo, está la de la transformación de un suegro en una danta… Las historias están para hacer algo, no son mitos, son recetas de agresión o de bendición. Entonces, si tú cuentas una cosa de estas, liberas unas fuerzas que pueden ser muy peligrosas. De algunos de los relatos que publicamos nos dijeron: «Este, con mucho cuidado…».
¿De los que ustedes publicaron en La gente del hacha?
JL: Sí, fuimos allá a pedir permiso para editar todos los cuentos que teníamos.
Pero aquí hay una cosa de tremenda importancia para los lectores de GACETA, y es que cuando uno está chiquito y le regalan un libro donde está Jasón y los Argonautas, uno está leyendo un mito que ya no vive. Lo extraordinario es que a ustedes les cuentan historias que están vivas, no son mitos, no han pasado por la escritura. Esas historias tienen un poder: si no respetas lo que te cuentan te desajustan la vida.
JL: Yo pondría un bemol para los mitos que no viven hoy. El bemol es que el mito de Edipo todavía funciona. El mito de Jesucristo todavía funciona. O sea, hay mitos muy fuertes.
De acuerdo. Pero en esos casos tiene que explicárnoslo alguien. Estos mitos de los que hablamos no tienen que explicarse porque están vivos. Está el mambeadero donde esto se conversa. Y entonces se dice: ¿Por qué le está yendo mal al pueblo Nonuya? Porque vinieron a un territorio que era nuestro [del pueblo Andoque], no pidieron permiso. No solo a nosotros, sino que no les pidieron permiso a nuestros animales. Los colombianos estamos acompañados de una riqueza oral milenaria inmensa.
RP: Pero recordemos de nuevo que, después del holocausto, los andoques son un grupo de once sobrevivientes, un poquito más, un poco menos.
Pero lo que ellos cuentan es once, ¿verdad?
RP: Eso es lo que cuenta Jua j-u-a Andoque.
Pero hay que creerle, ¿no?
RP: Yo he oído veinte, también. Debemos entender que aquí hay temas políticos.
JL: Partimos de un universo de unas diez mil personas antes del genocidio. Y once o veinte, o las que sean, son las que sobreviven. Se trata, al final, de un empobrecimiento enorme de esa cultura.
Uno de los objetivos centrales del joven capitán de los andoque [Yiñeko] era volver a ser gente.
JL: Yiñeko me contó: «Yo tenía miedo y tomé yagé», que no es común allá. Sí es común en algunas circunstancias de curación, pero no es como en el Vaupés o en el Putumayo. Y entonces me dijo, te estoy hablando en primera persona, Juan Carlos, me lo contó a mí: «El Mundo se fue reduciendo y reduciendo. Estaba sobre mi banquito [el banquito es fundamental en todas estas culturas. Es el sitio donde se asienta el pensamiento]. Ahí estaba, como en la punta de una aguja. Si me ladeaba de un lado o del otro me podía caer y me perdía del todo. Me mantuve en el filo. Me mantuve en el banquito. Y, poco a poco, reaparecieron: vi a mi papá, vi a mis tíos, vi a los animales del monte. Volvió todo. Yo sabía que tenía que seguir».
Renació…
JL: Yiñeko tenía un compinche: Tonfi, que era venado de cola corta. Ese hombre es muy importante. Entre los dos reconstruyeron el pueblo Andoque. Empezaron a buscar las semillas de la yuca, del tabaco, de la coca. Las cosas fundamentales. Un día, por la mañana, Yiñeko estaba en su casa de palafitos y vio que, en la escalerita de madera que bajaba de la plataforma, había un pescado colgado. Supo entonces que allí tenía que hacer una maloka: era la señal de que era capaz de dar de comer a su gente.
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