En tiempos de opacidad y tinieblas, Colombia es posiblemente uno de los pocos países donde los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial actúan frente a las cámaras, de cara a los ciudadanos que deseen ver —sin mediaciones— cómo funciona realmente el poder, con todas sus grietas y mezquindades. Es, sin duda, un momento bisagra: mientras el show del gobierno mira hacia la próxima campaña, el de la justicia escarba en el pasado.
Veinte años atrás —o incluso hace apenas una década— escenas como las de Petro o Uribe habrían sido impensables. Un presidente de izquierda, exguerrillero, extraño e impredecible, rodeado de un gabinete de técnicos y políticos desconocidos, desestimados por la gran prensa como simples activistas por su baja alcurnia y sus títulos de la Nacho, nunca habría tenido la más mínima posibilidad de llegar al poder, y mucho menos de ejercerlo.
La transmisión de los consejos de ministros tiene sus claroscuros. Entre los aciertos, destaca el hecho de que, ante un bloqueo informativo —atravesado por un fuerte prejuicio de clase—, estos espacios funcionan como una suerte de cátedra política. La narrativa impuesta por ciertos sectores del periodismo presentaba a un gobierno acéfalo, con un presidente errático, incapaz de ejecutar y sin interés en hacerlo. Los consejos muestran, al menos, las costuras: las discusiones, los sueños, los esfuerzos, pero también la retórica y la inacción. Se necesita valor para lanzarse a este experimento mediático.
Sin embargo, su mayor debilidad estriba en la impostura. Se sacrifica la sustancia en favor de la imagen. Como en el mal teatro, los roles se sobreactúan —a veces hasta la caricatura—, como cuando Petro exalta su pasado en el M-19.
Mucho me temo que, sin importar quién sea el próximo presidente o presidenta, el show continuará.
La segunda película es la de Uribe, rindiendo cuentas no solo por su presunta manipulación de testigos, sino por un pasado que se resiste a clausurarse. Otra imagen que, hasta hace poco, parecía imposible. Esta historia ha pasado de miniserie a telenovela: extensa, detallada, enredada, con personajes que resbalan cada uno a su manera. Hace poco, le pregunté a un taxista —solo por probar— si sabía del juicio. Me dijo que sí, y añadió que estaba convencido de que lo condenarían por los falsos positivos. La gran desgracia de Uribe es que casi nadie comprende el intrincado expediente judicial que lo rodea. Pero la imagen lo puede todo: él es el procesado, y —quiera o no— este es el juicio a su historia, a su círculo cercano y a su legado como gobernador y presidente.
La trama en juego no se limita a un simple fraude procesal. Es el relato del paramilitarismo, su vínculo con el narcotráfico, las élites paisas —en este caso— y sectores de la Fuerza Pública. Cada vez que resurge la historia de las Convivir y sus consecuencias, Uribe se adentra en un terreno fangoso donde los pies se le hunden sin remedio.
Para su desventura, fue justamente el Bloque Metro —liderado por el exmilitar Carlos Mauricio García, alias «Doble Cero»— uno de los que estuvo más claramente articulado con la Cuarta Brigada del Ejército, como lo han descrito múltiples testigos. Las verdades de ese bloque, celosamente ocultas durante años, se han convertido en un bumerán dentro del juicio, donde incluso el espectro de los falsos positivos hace sus apariciones. La verdad y la justicia, aunque cojeen, terminan por llegar.
Este es, insisto, un momento bisagra. El juicio a Uribe representa la catarsis de un pasado traumático; el reality de Petro, la antesala de un futuro cuyas mieles aún no hemos probado. Es la película de la política colombiana contemporánea.
Y la veremos —en directo, por cierto— de aquí a 2026.
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