Espacios públicos esenciales en la vida de nuestras ciudades, crisoles de memoria, convivencia e integración social, las plazas de mercado y sus entornos barriales recrean los encuentros de todo tipo de gente en un sistema de comercio socialmente motivado. Durante la Colonia ocuparon espacios reconocidos, como la plaza de Bolívar o de Santander, hasta que fueron obligadas a reubicarse marginalmente a principios del siglo XX a los lugares donde hoy permanecen. Reinventadas por la iniciativa popular, ocuparon las periferias de las ciudades autoconstruidas por los masivos desplazamientos forzosos que dejaron las oleadas de violencia rural de mediados y finales del siglo XX, y de comienzos del siglo XXI.
En todos los casos, las plazas han sido eslabones en la articulación entre el campesinado productor de alimentos y los trabajadores de la cultura popular que asumen el transporte y la transformación de insumos para mesas domésticas, restaurantes, tiendas de barrio y hogares. Ante todo, reflejan las identidades regionales colombianas: son laberintos donde se revela la enorme biodiversidad del país, escenarios donde se reproducen diálogos interculturales de saberes y sociabilidades.
Frutas y verduras, carnes y pescados, yerbas y tubérculos, envueltos y amasijos, artesanías y utensilios domésticos, cocinas, plantas y flores, obras artísticas y libros, entre muchas otras cosas, envuelven a sus visitantes en un ambiente de colores, olores, sabores y saberes por donde discurren intercambios basados en la confianza y la vecindad. Allí también se recrea la esencia de unos modelos de comercio directo donde instituciones como las mesas compartidas de sus restaurantes, el encargo, el fiado, «la pruebita» o la ñapa, dan cuenta de un trato del cuidado que se revela en palabras recurrentes como «veci» o «mi amorcito», una permanente reafirmación de reconocimientos mutuos, de innovación de lenguajes y de solidaridades desde la entraña social, insubordinada a los designios del capital y de la acumulación financiera: la reproducción de la vida, la diversidad social y natural de la nación.
Durante las crisis sociales, los desastres, los paros o las pandemias, las plazas de mercado se han revelado como espacios de emergencia y solidaridad contra el hambre, y han preservado la esencia barrial o regional de los alcances de sus servicios, así como el sentido abierto de las diversas secciones gastronómicas y de artículos de primera necesidad de sus grandes galerías, almacenes y bodegas detallistas y mayoristas que funcionan con base en esa otra dimensión de lo popular, campesino, indígena y afrocolombiano: lo público comunitario, opuesto o complementario a lo público oficial, que sustenta su continuidad con base en diversas formas de autogestión, de desiguales apoyos públicos oficiales o de asociaciones municipales o departamentales de comerciantes de plazas de mercado. En una sola plaza de Bogotá, la Samper Mendoza, también conocida como «la Plaza de las Hierbas», circulan en las noches dos veces a la semana más de cuatrocientas clases de hierbas procedentes de más de trescientos municipios de Colombia, en los cuales se combinan todos los pisos térmicos de los páramos, las laderas andinas y las riberas de los ríos profundos. Y en otra, la Plaza de La Perseverancia, se ofrecen cotidianamente en sus trece restaurantes más de treinta clases de sopas expresivas de los grandes biomas nacionales: Amazonas, Orinoquia («Los Llanos»), el Caribe, el Pacífico y los altiplanos y valles interandinos. En la Plaza del Barrio Bolívar, en Popayán, permanece abierta «la mesa larga» día tras día, donde comparten comerciantes y comensales totoróes, nasas, misaks, yanaconas, afros, campesinos caucanos y vecinos patojos en un espacio de comunicación y convivencia ejemplar, a pesar de los entornos de violencia del narcotráfico que se siguen ensañando sobre ese departamento.
Pero, manes de las imposiciones culturales del clasismo, el racismo y la exclusión social de una tradición nacional que se resiste a cambiar, aquellas itinerancias urbanas expresan otra de sus dimensiones fundamentales, esta vez negativa: son tratadas como referentes del desaseo y el riesgo, hasta el punto de que, dentro de las diferencias sociales en la consolidación urbana, su presencia es un factor oficial de desvalorización de los predios vecinos; y son ejemplos de la ausencia de políticas públicas de apoyo y reconocimiento a las instituciones populares, que en nuestro caso se constituyen en potencias del bienestar y del buen vivir. En efecto, la disponibilidad y la accesibilidad alimentarias han sido un factor decisivo en sus funciones públicas, asociadas a la producción agraria propia de nuestra diversidad cultural en la cercanía de las ciudades, garantizando circuitos cortos y permanentes de productos frescos, lejos de las exigencias fitosanitarias o de refrigeración de los que rigen por obligación en los países de las zonas templadas, no intertropicales del mundo, afligidos por circuitos largos de abastecimiento de sus ciudades y por las intensidades estacionales que afectan la disponibilidad alimentaria permanente.
Lo anterior ha desatado un verdadero laberinto histórico de desencuentros en esos espacios de diálogos e intercambios culturales: la persecución oficial a los envoltorios tradicionales de hojas de bijao y de plátano; la prohibición de las semillas nativas «o no certificadas», perseguidas como enemigas de las transgénicas; la interdicción antes que el apoyo para el mejoramiento y la adecuación del pequeño comercio de gallinas y otras especies vivas dentro de las plazas; el impedimento del acarreo de productos frescos que no demandan refrigeración especial en el día a día de su oferta desde sus cercanos lugares de origen; y hasta la exigencia de estandarización y lavado de la presen- tación de productos de la tierra como los tubérculos, protegidos con la tierra misma que traen adherida a sus pieles en tanto defensa natural de sus calidades, en contextos severos de cambios diarios de temperatura como los andinos. Todos estos desen-cuentros, disfrazados de medidas fitosanitarias se suman a los dispositivos a favor de los oligopoliosde la industria alimentaria, por lo demás causantes de la malnutrición masiva mundial, cuya competencia impropia y desleal se promueve bajo la careta de conveniencias de salud pública.
Así se persiguió y condenó la chicha como bebida centenaria en Bogotá en beneficio de la cerveza; o como hoy se persiguen los envoltorios de los bocadillos veleños, mientras se exige el uso de envoltorios de plástico. La falsa promoción de la salud como ariete de la competencia desleal en la seguridad alimentaria, y pieza letal en la malnutrición y en la desnutrición de muchos colombianos, y del escalamiento de factores de contaminación ambiental.
El empeño de imponer modelos de comercio, como el de los centros comerciales y mercados de grandes superficies durante los últimos treinta años en las capitales del país, ha ocasionado la desaparición o la sustitución de las redes de tenderos barriales tradicionalmente articulados a las plazas de mercado o a las centrales de abastos. Se trata de empeños signados por campañas de desprestigio que promueven una imagen de las plazas como escenarios insalubres, inseguros y de prácticas mafiosas, en aras de ampliar los mercados financieros de concentración de capital por encima de los pequeños y medianos negocios de barrio, que son, ante todo, espacios de comunicación vecinal y de comercio directo, socialmente motivados por lo popular.
A pesar de todo, las tiendas y las plazas donde se reúnen especies, gentes, saberes y dinámicas de reproducción de la vida siguen ahí, contra el viento y la marea de la modernidad mal entendida y se constituyen en ejes de otras potencias populares que garantizan la disponibilidad alimentaria a más del 80 % de la población del país: las economías de aglomeración propias de la economía popular de nuestras ciudades signan muchos de los modos de ser urbanos.
¿Qué, sino potencias económicas y sociales, son esos conglomerados comerciales que se avivan alrededor de las plazas en varias cuadras a la redonda, como sucede en Bogotá con la Plaza 20 de Julio de la localidad de San Cristóbal, cuya dinámica es sinérgica con el culto al Divino Niño, y en cuyo vecindario cada domingo se abren más de mil puestos de comercio de bienes básicos que incluyen muebles, zapatos y confecciones a lo largo de la calle 27? Sucede igual en Cali con la Plaza de la Alameda, en Popayán con la del Barrio Bolívar, en Medellín con la Plaza de La América, en Barranquilla con la del Río, o en cualquier otra de las más de mil plazas de mercado populares y campesinas que funcionan en las ciudades de Colombia como espacios públicos donde se recrean y reproducen los bienes y espacios del común, en la confluencia de sujetos populares campesinos, indígenas y afrocolombianos, y donde se reinventan tradiciones y saberes.
El saber sobre la ruda, por ejemplo, una planta de usos múltiples asociados a la mesa, la salud y lo esotérico cultural (contras, limpias, preparados mágicorreligiosos, entre otros), cuyo cultivo se ha adaptado a la enorme demanda urbana de la capital en varios municipios de la región, hoy se recrea en la Plaza de las Hierbas Samper Mendoza de Bogotá, antes que entre los cultivadores campesinos que han disociado su cultivo de sus vidas cotidianas al especializarlo en lotes cercanos a las carreteras, relativamente separados de sus terruños: al preguntarles sobre sus calidades y usos en una investigación aplicada de hace algunos años, nos remitieron a las ancianas de origen campesino que las venden en la Samper Mendoza, afincadas en la gran urbe.
Las plazas de mercado han hecho de esa condición proteica de las culturas populares una entraña de nuestras realidades culturales urbanas, distintas y distantes de las ciudades del primer mundo. Y se constituyen en ejemplo, camino y horizonte de hacia dónde debemos orientar nuestros afanes de transformación social: el mejoramiento y la consolidación de vecindades y espacios sociales donde podemos ser y estar como sabemos.
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