Beatriz González:
señal Colombia
Dos años después de la llegada a la presidencia de Julio César Turbay Ayala, Beatriz González parodió, de manera sutil, la implementación de la tecnología de transmisión audiovisual a color en nuestro país. En la obra titulada Televisor en color (1980), González tomó un televisor de rayo catódico y pintó sobre la pantalla, con pintura de esmalte y laca en aerosol, el rostro de Turbay Ayala; así conmemoraba la transmisión que registró al presidente, y a su entonces ministro de Comunicaciones José Manuel Arias Carrizosa, con encuadres de la Casa de Nariño, un sábado 1 de diciembre de 1979. Las palabras del presentador que anunció el evento televisivo se escucharon en tono emotivo: «Colombia ingresa hoy en la era de la televisión en colores. Desde aquí, sede del Instituto Nacional de Radio y Televisión (Inravisión), el presidente… pone en marcha… una de las más trascendentales decisiones políticas de las últimas décadas: televisión en colores para los hogares de los veinticinco millones de colombianos…»
Si bien la transmisión de 1979 no fue la primera en un sentido estricto, las imágenes de Turbay Ayala son las más recordadas hoy en día por haber utilizado la señal de transmisión del canal 7 de Inravisión. Ya en 1966 se transmitieron las primeras pruebas para televisión en color con la norma SECAM, sistema para la codificación de televisión analógica que fue reemplazado por las normas NTSC y PAL (usadas combinadamente hasta finales de los años noventa, momento en que se adoptó la norma NTSC de manera uniforme en el país).
Cuando pensamos en la fotografía, el cine o la grabación musical, es común centrarnos en el resultado de la imagen estática y proyectada tanto como en el sonido que escuchamos, pasando por alto el dispositivo, medio de soporte y transmisión que hace posible su registro, reproducción y espacialización. En Televisor en color, González fue consciente del artefacto físico o mueble. Y no uno cualquiera, si pensamos en la profunda influencia cultural y política que tuvo la televisión desde su llegada en la segunda mitad del siglo xx, al llevar la señal audiovisual del mundo a la intimidad de los ambientes domésticos en una caja. Este aparato ingresó al inventario creativo con el que la artista expandió su output pictórico en soportes que ponen en entredicho el input colonialista de la pintura de caballete. A su vez, sirvió de bisagra entre las obras en las que asoció la reproductibilidad del arte enciclopédico con el diseño de mobiliario vernáculo y el inicio de un periodo creativo con un definido contenido político.
Turbay Ayala fue un leitmotiv de largo aliento para González, en obras en las que siguió de cerca el manejo folclórico de la política en su Gobierno, en un momento de alto despliegue de acciones del M-19, con la cada vez más notoria influencia del narcotráfico en la vida social y política, y con el surgimiento del paramilitarismo.
En este ready-made hecho a mano, González no retrató a Turbay Ayala directamente. Su matriz —según Natalia Gutiérrez, su asistente— fue la imagen saturada de un cartel político de su campaña presidencial, impreso en litografía offset: realidad vicaria que comparte la mayoría de sus obras, basadas en reproducciones que la artista ha recolectado sistemáticamente por décadas. En detalle, vemos cómo González hizo evidente el desfase cromático derivado de un refinado lenguaje pictórico, donde el trazo surge en el intersticio de los campos de color —cubrimientos que realiza con la ayuda de plantillas—. Su gusto por la falta de registro en las artes gráficas, se cruza con el efecto visual que ocurre en la imagen televisiva cuando se presenta una falta de alineación de sus tres colores básicos, produciendo líneas de contorno en las siluetas. Su título refrenda la ironía materialista del arte pop y su fisicalidad pone en clave mediática el soporte y el límite del encuadre pictórico. Como espectadores, en palabras de Saul Anton —a propósito de su análisis sobre las fotografías con televisores de Lee Friedlander—, «quedamos suspendidos entre la cara artificial de una persona y el antropomorfismo de la tecnología».
El rostro de Turbay Ayala está igualmente suspendido: la temporalidad fugaz de la señal televisiva quedó fijada por efecto de la pintura. El color aditivo de la imagen electrónica deviene color sustractivo de los pigmentos. Y como pieza contemplativa, se desprendió de la relación con el muro: una realidad pictórica que se puede instalar indistintamente en el espacio.
En Televisor en color, la cabeza parlante de Turbay Ayala es —con sarcasmo—, un retrato autónomo, toda vez que excluye cualquier muestra de expresión o de ejecución de una acción por parte del personaje para centrar el interés en el sujeto mismo. El lenguaje de este género pictórico, como lo señala Jean-Luc Nancy en su análisis sobre el retrato, proyecta su contenido hacia el exterior de la representación y «pone al descubierto la estructura del sujeto».
En la síntesis de González, la identidad del retrato se ampara en elementos distintivos de Turbay Ayala: su grueso marco de gafas, su corbatín y el traje sastre, signos que lo identifican en su «ausencia». Y la mirada, como también lo sugiere Nancy, no es solo de sus ojos. En Televisor en color toda la pintura/pantalla nos mira, tal como nos miran las pantallas lumínicas cuando están encendidas.
Como propone Anton, «todos nos parecemos a esos torpes aparatos. No solo porque fuimos atrapados por las fauces del capitalismo, o porque seamos físicamente como televisiones —compuestos de circuitos, sinapsis y señales; satisfechos de estar en reposo ocupando el espacio-tiempo aún en las horas muertas sin transmisión, un hábito que adquirimos al repetir lo mismo una y otra vez—, sino porque somos literalmente telegénicos».
Miguel Ángel Cárdenas:
la temperatura de la cultura
Miguel Ángel Cárdenas para algunos, Michel Cardena para otros; una adaptación de su nombre para acoplarse al medio foráneo. De origen tolimense, Miguel Ángel Cárdenas estudió Arquitectura y Artes Visuales en Bogotá, a principios de los años cincuenta, y Artes Gráficas en Barcelona a principios de los sesenta, para luego instalarse en Holanda (primero en La Haya, entre 1962 y 1969, y luego en Ámsterdam).
En su trabajo, Cárdenas desarrolló el concepto de calor, una estrategia para transformar —con su cálido espíritu latinoamericano— una cultura holandesa fría y racional. En la práctica, el calentamiento implicaba el suministro de calor a través del contacto corporal o eléctrico, consumo de alimentos y bebidas alcohólicas, o la incorporación de textos eróticos e imágenes sexualmente explícitas en acciones que registraba en formato de video. En 1968, Cárdenas creó una empresa para la distribución de calor, la llamó Cardena Warming Up etc. etc. etc. Company. Su emblema gráfico tiene la forma de una flor de lis-útero.
Fue su contacto con el nuevo realismo en Europa lo que alejó a Cárdenas de la fría abstracción de sus años de formación. En su nuevo hogar desarrolló obras artísticas con una estética que cruza ideas sobre el intercambio en el mundo social, la relación anímica con el ámbito cultural y el erotismo como mercancía en los medios de comunicación. A la vez, Cárdenas planteó una relación más cercana con el espectador y su nuevo entorno creativo: en un relieve metálico titulado Hot vagina (1969) instaló una resistencia eléctrica que emite calor desde su centro; en la performance Cardena réchauffe le Reguliersgracht (1972) sumergió otra resistencia para calentar las aguas de un canal de Ámsterdam; en Cardena réchauffe Mondrian, Ives Klein et Malewitch (1972-1973) creó, con la asistencia de la escultora Hetty Huisman, versiones en arcilla de ese arte frío, para luego enrollarlas y brasearlas en un horno Moulinex. También en el 72 (y por dos años consecutivos), creó junto con Ulises Carrión, Hreinn Friðfinnsson, Kristján y Sigurður Guðmundsson, Hetty Huisman, Raúl Marroquín, Pieter Laurens Mol y Gerrit Jan de Rook, el primer espacio expositivo autogestionado en Holanda: el In-Out Center —un referente de colectividad y experimentación para lugares como de Appel (Wies Smals) y Other Books and So (Ulises Carrión), que surgieron poco después del cierre del In-Out—.
A finales de los años setenta, Cárdenas, como tantos creadores de su generación, adquirió una cámara de video portátil con la que realizó un conjunto de cortos experimentales en los que exploró temas en torno a la relación entre la vida social y la intimidad, la diversidad de la sexualidad humana, la representación del tiempo y la alteración de la percepción por medio del encuadre, el montaje y la posproducción.
Algo muy afín con su época creativa fue la reflexión en torno a los conceptos de redundancia y autorreferencia codificados a través de la imagen-señal de video. My thumb is fatter than my finger but just as agile (1977) es una escultura de video compuesta por cinco monitores. Andreia Magalhães lo describe así para el Instituto Holandés de Arte Mediático: «en un monitor grande a la derecha, vemos un pulgar tamborileando contra una superficie. En los cuatro monitores más pequeños adyacentes, los otros cuatro dedos realizan una acción similar. Todos juntos crean un sonido potente y rítmico». Aquí, como lo sugiere Magalhães, Cárdenas evolucionó el lenguaje sobrio del registro corporal a una propuesta más integrada al lenguaje audiovisual: «un medio que se puede utilizar para manipular la percepción» donde los monitores y la señal televisada componen la figura metonímica de una mano.
Somos Libres!? (1981) es un video de veintidós minutos de duración en el que Cárdenas despliega su capacidad creativa y narrativa. Hecho para el formato de televisión y transmitido un año después de su producción en un canal de televisión nacional de Holanda, Somos Libres!? es una declaración autobiográfica que circula —inicialmente— en dirección opuesta a las proyecciones que se presentan en los guetos artísticos como videoarte. En esta producción sin parlamentos y con la música del chileno Patricio Wang, Cárdenas narra la experiencia de una joven pareja gay que huye de la represión de su país de origen en búsqueda de su libertad social y sexual. Hay escenas cercanas a la experiencia de su propia migración: encuentros y desencuentros de quienes buscan un lugar para emanciparse de sus realidades atávicas.
Las referencias simbólicas y literarias de Somos Libres!?, como lo plantean Paola Peña y Juan Bermúdez en su análisis sobre la trayectoria creativa de Cárdenas, se suman en un montaje ecléctico donde la prosa de Hans Giese, William S. Burroughs y Jean Genet circula como amuleto literario de la pareja. En este video, la singular integración de referencias concuerda con el concepto de Craig Owens sobre el retorno del interés por la alegoría en distintos ámbitos de la cultura contemporánea. Y es en su especificidad espaciotemporal, en su apropiación, transitoriedad, acumulación, discursividad e hibridación —parafraseando a Owens— que Somos Libres!? es una alegoría de la búsqueda de tolerancia a la libertad sexual a través de imágenes y símbolos reinterpretados.
En el video, vemos cómo uno de los personajes devora el mundo —posible referencia a la ambición— y, acto seguido, muerde su propia mano —relación simbólica entre la sociedad y el individuo—. La pareja viste con varios atuendos que responden a sus registros anímicos. Y uno de ellos resalta por la túnica que cubre sus cuerpos y un cubo reflectante que trueca sus cabezas en un visor cuasitelevisivo; una apariencia que toman para afrontar los intercambios fríos o apáticos con la nueva sociedad que los recibe. Este look puede ser un guiño a la alienación del individuo en términos marxistas, en el que las personas se vuelven ajenas al mundo en el que viven, bien sea por su desconexión con el producto de su trabajo o por la reificación de las relaciones sociales y de la cultura. Sea como sea, las imágenes de Cárdenas nos plantean significados probables, pero no definitivos. El significado alegórico, como lo propone Owens, «suplanta otro significado antecedente; es un suplemento».
En el título de la obra, Somos Libres!? hay conjugadas una exclamación y una pregunta: un preámbulo para que los televidentes entren en ese espacio que celebra la libertad en un mundo donde la fobia al otro subyace en todos los ámbitos culturales.
José Alejandro Restrepo:
Trópicos catódicos
La expresión república bananera tiene un origen literario: en Cabbages and Kings (1904) del escritor estadounidense O. Henry, se hace referencia a Anchuria, una volátil república bananera. Su modelo fue Honduras —de ahí el juego de palabras entre ancho y hondo—, país donde William Sydney Porter (su nombre de pila) se ocultó en un hotel en la ciudad costera de Trujillo, por seis meses, entre 1896 y 1897, para escribir su primera y única novela.
Porter llegó a Honduras para evadir la ley de su país luego de malversar fondos como agente financiero del First National Bank en Austin, Texas. En su ficción tropical, con la estructura discontinua y episódica de un vaudeville, O. Henry se refiere a Anchuria como un país que es, junto con Bélgica, de los únicos lugares en el mundo que no tienen pactos comerciales con Estados Unidos. Porter llega allí porque en aquel momento no había un tratado de extradición entre Honduras y Estados Unidos. Se entregó a las autoridades estadounidenses cuando supo que su esposa se estaba muriendo de tuberculosis en Austin y cumplió una sentencia de cinco años de prisión en la Penitenciaría de Ohio, donde se desempeñó como farmacéutico nocturno. Desde la prisión escribió ficciones bajo varios seudónimos (uno de ellos O. Henry) para que sus editores no supieran que era un presidiario. En 1901, ya libre, se trasladó a Nueva York (la «Bagdad en el subterráneo», como él la llamaría), lugar donde tuvo más cercanía con sus editores y donde desplegó su talento para escribir cuentos cortos —mal valorados por los críticos gringos, pero apreciados por los formalistas rusos—.
Como lo propone el sociólogo e historiador Héctor Pérez-Brignoli, la representación de la república bananera de O. Henry expone «cinco dimensiones diferentes: el trópico, las peculiaridades de las razas latinas, la dominación neocolonial a través de la corrupción, la política como ópera cómica» y un espacio territorial «fragmentado». A su vez, refiere de «forma implícita o si se quiere inconsciente» a sus opuestos binarios: «las zonas templadas, las razas anglosajonas, la situación de un país independiente y poderoso, una política racional y moderna y un espacio territorialmente unificado». El trópico es para O. Henry un «otro negativo, caracterizado por la corrupción, la arbitrariedad y la indecencia», un «infierno y paraíso y un lugar que devora e incluso embrutece».
En la obra de José Alejandro Restrepo, las fuentes literarias, botánicas, religiosas, ideológicas y mediáticas convergen en una red de conexiones complejas. Su relación con la señal de televisión es íntima y creativamente versátil, al nivel de entender la exploración entrelazada (interlaced scanning) de los monitores de rayo catódico, con los surcos generados en la estampación xilográfica a fibra.
Una de sus obras más interesantes es Musa paradisiaca (1996), una instalación que involucra un conjunto de racimos de banano colgados del techo del espacio expositivo. Algunos de los racimos soportan pequeños monitores de rayo catódico en blanco y negro, cuyos cables recorren la instalación longitudinalmente a la manera de una enredadera.
En la parte inferior de los racimos, donde remata la voluminosa flor masculina, Restrepo descuelga un monitor cuya imagen se proyecta en un espejo circular con aumento, ubicado en el suelo y sobre el mismo eje del racimo. Las imágenes reflejadas combinan realidades dispares: escena de una pareja originaria que posa frente a una planta de banano como si fuera el árbol del paraíso; los registros de las secuelas de la lucha entre paramilitares y guerrilleros en la zona de Urabá, tomadas de noticieros colombianos de principios de la década de 1990; acercamientos a Études de bananier (Musa paradisíaca), un grabado de Félix Leblanc, basado en un dibujo de Alphonse de Neuville para el fascículo sobre la Nueva Granada y América equinoccial (Le Tour du monde: Nouveau journal des voyages, Charles Saffray, 1860). En síntesis, una alegoría del paraíso sangriento de una república bananera como la nuestra.
En los análisis de esta obra, se relaciona la maduración y degradación vegetal propia de los racimos durante su periodo de exhibición con las pérdidas humanas de las imágenes en video. No obstante, la historia biológica de esta planta puede agregar otra capa de información en la obra de Restrepo. Por ser una planta que se propaga naturalmente sin semillas y en sistema de monocultivo entre dos subespecies principalmente (Gross Michel desde finales del siglo XIX hasta la década de 1960 y el Cavendish desde 1960 en adelante), la planta se volvió poco resistente a las plagas. El hongo Fusarium oxysporum, conocido como mal de Panamá, ataca el sistema vascular de la planta impidiendo que pueda hidratarse y distribuir los nutrientes correctamente. La única manera de controlar este hongo es con estrictas medidas sanitarias en los cultivos. Curiosamente, el Fusarium no afecta el fruto del banano (su producto comercializable), pero la mortalidad de las plantas se cuenta por miles de hectáreas. Esta relación asimétrica entre usufructo y muerte de una planta en vías de extinción manifiesta el desbalance biológico y social propiciado por los cultivos masivos de banano iniciados por una sola compañía estadounidense en Latinoamérica a lo largo de siete décadas del siglo XX: la United Fruit Company.
En Musa paradisiaca, la relación con la tecnología va más allá de los aparatos que llevan la señal de rayo catódico y del desarrollo del sistema de clasificación botánica de Carlos Linneo. Sugiere también la relación entre la mecanización agrícola y las tácticas para alterar y controlar la geopolítica de las zonas tropicales en beneficio de estrategias capitalistas.
La instalación de líneas telegráficas, sistemas de irrigación, construcción de redes ferroviarias (o apropiación de líneas nacionales ya existentes) y puertos de embarque, así como el control de las vías marítimas, resultó en un sistema de monopolio económico sin parangón para mantener la frescura de la fruta en su tránsito al hemisferio norte y el bajo costo de venta que garantizó su masificación.
Sabemos de los altos costos humanos que esta fruta de la felicidad ha traído a nivel mundial, más allá del intervencionismo norteamericano aplicado en Centroamérica y el Caribe, entre la guerra hispanoestadounidense y la política del garrote del buen vecino. En los archivos visuales de Musa paradisiaca, la lucha armada en el Urabá, nos remonta a las maniobras que la United Fruit Company usó mientras estuvo en el país: presionando política y económicamente a los nacionales para que garantizaran la seguridad de las zonas de plantación (muchas de ellas inutilizadas y a la espera de activarse según los flujos de demanda de la fruta en Estados Unidos), para así evitar que su organización se implicara directamente en los conflictos generados por la inequidad del manejo territorial y los exiguos acuerdos laborales en la región. Al reestructurarse como Chiquita Brands, el panorama se hizo más complejo, luego de que la multinacional hiciera pagos encubiertos a guerrillas y paramilitares a cambio de la seguridad de sus trabajadores.
Los monitores en Musa paradisiaca nos transmiten el registro de hechos lejanos para el citadino, producto —para algunos— de la ficción literaria que une por cable las historias ocurridas entre Anchuria y Macondo.
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