Eran los noventa en Colombia, mi mamá hacía parte de la primera generación de mujeres clase media que salían masivamente a trabajar. Así que quien nos crio fue Rita. Ella era lo opuesto a mi madre; morena, abundante, pechugona. Tenía algo que después supe era sensualidad. Mostraba sus piernas, cantaba vallenatos mientras limpiaba la casa, sabía jugar con picardía y me ayudaba a aprender las tablas de multiplicar.
Rita me hacía un lugar en su cama a la noche, y yo, sigilosa, como una culebra de tierra caliente, me escabullía por la cocina en la oscuridad hasta hacer golpecitos en su puerta. Bajo las cobijas, me narraba historias de apariciones en el Tolima. Podía sentir el olor a aire tibio rozando la tierra. Sentía celos de sus sobrinas, de esas niñas que entre los arrozales sabían que Rita era su familia.
A Rita le interesaba el culebrón. A mí me interesaba Rita. Me interesaba la sensación de que algo grande estaba batiéndose en el subtexto de mi casa. Un ser enorme y sexuado caminaba bajo la manta reconfortante de la cotidianidad. Presentía la densidad de un secreto que reptaba por los tapetes. Como parte de la educación, Rita me dio las telenovelas: Marimar, Dos mujeres un camino y Gorrión. También me regaló las melodías de Bronco y Los Fugitivos, que funcionaban como los canticuentos. Narraciones de amor, dolor y venganza al estilo grupero. Posibles claves para entender algo, algo de un no sé qué. Le insistía a Rita para que adelantara el casete hasta mi canción favorita, La loca, y juntas a todo pulmón la cantábamos:
_____Y los muchachos del barrio le llamaban «loca».
_____Y unos hombres vestidos de blanco le dijeron: «Ven».
_____Y ella gritó: «No, señor, ya lo ven, yo no estoy loca.
_____Estuve loca ayer, pero fue por amor».
La emocionalidad de Rita hacía eco en mi cuerpo pequeñito. Su voz que parecía salir de mi plexo. Mientras cantábamos yo espiaba el dolor de perder el pecho, de perder el pájaro calientito del amor, el dolor de perder el cobijo y el sentido. Y era yo misma la muchacha a la que le gritaban «loca» y unos enfermeros me ataban violentamente en una camisa de fuerza. Espiaba a Rita y espiaba el desamor.
↖ ↖ ↖
Aún no sabía escribir, pero tenía un cuaderno pequeño. Me gustaba encerrarme en el baño de las visitas y esconderme debajo del lavamanos. Allí anotaba en el cuaderno, con signos secretos, las observaciones del día. La mano se inventaba unos gusanitos enroscados, que transcribían a velocidad supersónica mis observaciones. Consignaba cada movimiento de la casa y sentía en mi esternón de niña una alegría arrogante, la alegría de la que ve con distancia.
Era una espía: juntaba los secretos con el placer. Resguardada bajo el lavamanos: lo sabía todo y podía consignar la vida en papelitos. Disfrutaba de un triple secreto: la vida ajena, mis garabatos indescifrables y la guarida en el baño. Sufría de un precoz delirio de narradora omnisciente.
O tal vez de algo más triste.
Todos a mi alrededor eran dignos de ser espiados. De pronto intuía la complejidad de lo humano en lo doméstico. Estaba entrenando una sensibilidad de telenovela. Los adultos eran el sujeto de observación favorito; presas fáciles y torpes de mi performance de mirona.
↖ ↖ ↖
De espía me iba bien porque era sigilosa y porque los adultos eran muy tontos con las niñas. Se delataban cambiando el tono significativamente y hacían guiños o incluían palabras en inglés. Esperaban a que estuviera jugando para hablar. Y yo jugaba a espiar.
Me gustaban las conversaciones de mi tía divorciada con sus amigas que no eran madres. Un grupo de señoras treintonas que veían Melrose Place y grababan Medias de seda en el VHS. Había una a la que llamaban «la fea». A mí me parecía una mujer de mundo, es decir, una mujer de Melrose Place. De grande comprendí que siempre hablaba de sexo. Un sexo mojigato y noventero. De sentir cosquillas en las nalgas viendo a hombres atractivos. Así, para mí, por mucho tiempo el sexo se sintió como cosquillas en la cola.
En una misión de riesgo encontré condones y me dijeron que eran un antídoto para la picadura de culebras. Se rieron como brujas, celebrando un autochiste, más vulgar que audaz. Durante un tiempo tuve miedo de mi tía bruja, de sus amigas solteras y de las probables serpientes de su casa.
Mi madre y mi tía chismoseaban en los trancones. Bajo la luz sucia de la lluvia yo jugaba a pasar la bayetilla por la ventana trasera y espiaba como un gato, arqueando la cabeza para atrás. Decían que «la fea» hace años era la moza, pobrecita, como es fea no le queda de otra. Yo intentaba guardar esa palabra dentro de mí: «moza». Para esconderla dentro de mí, la pegué a otra palabra cercana: «hermosa». «La fea» era hermosa.
↖ ↖ ↖
En las noches todas las mujeres de la casa participábamos del ritual del sentido, con el éxito nacional: Café con aroma de mujer. Mi madre, mi hermana, Rita y yo nos sentábamos a ver a Margarita Rosa de Francisco interpretar a la Gaviota, una recolectora de café que se enamora del dueño de la hacienda Casablanca, llegando a ser una exitosa ejecutiva en el mundo de la exportación de café.
Eran los noventa. Colombia exportaba masivamente cocaína. El cartel de Medellín estallaba bombas en las ciudades casi todos los días, pero en la ficción emocional éramos la Colombia del café, el paraíso rural y moderno que llenaba de aroma las tazas del primer mundo. Café con aroma de mujer tenía la estructura clásica del culebrón: dos mujeres peleando por el amor, la atención y la fortuna de un hombre. Lo novedoso de Café era que la Gaviota era el amor legítimo, aunque no la esposa. Un giro que le daba vuelta entera a mi cabeza binaria de niña espía. «La otra» era la una. Sebastián, enamorado de Gaviota, nunca había podido consumar con su esposa, así, la mujer pobre pasaba a ser legítima. El inicio y el fin. Gaviota, el alfa y el omega.
Mientras veíamos Café el monstruo del culebrón tácito me acechaba. Yo sospechaba y espiaba. La telenovela me daba claves confusas para descifrar lo que estaba pasando en casa. Un cierto mutismo obvio. Una mutilación cotidiana.
↖ ↖ ↖
Mi papá no estaba en las noches, pero en las mañanas sí. Era un mal humor sombrío, un macho empañado. Yo lloraba todos los días a las cinco de la madrugada cuando Rita me desnudaba para el baño. Mi padre se levantaba, gritaba y me pegaba. Rita me defendía.
Esto no podía espiarlo. Era lo abyecto. Era arrinconada por el cinturón de mi padre, que me devolvía a mi tamaño real: un cuerpo desnudo de seis años. Nada de saber, ni de placer. Incomprensión y mutismo. Y agarrarse fuerte detrás de las piernas abundantes de Rita.
_______Mamá no estaba.
_______¿Rita era la una o «la otra»?
_______¿Era la Gaviota o la Lucía?
_______¿Era la mujer deseable o mi madre?
_______¿Por qué Rita insistía en hablarme de sus sobrinas?
_______¿Y yo, era familia de quién?
Un hombre enorme me quería matar. Un terror peor que los enfermeros que se llevaban a la fuerza a la muchacha que estaba loca de amor. Un terror atávico, idéntico al terror infantil de mi padre a manos de mi abuelo. Una herencia que no era estar loco de amor. Una herencia de todo lo contrario. Lo que se le escapa a la niña espía, lo que se me ha escapado siempre en mis garabatos. La escena recurrente. La peor. La que es imposible escribir.
↖ ↖ ↖
Los mejores días para espiar eran los domingos en la casa de mi abuela. Entre tantos adultos y tantos niños, la confusión generaba camuflaje y la información era jugosa. Mi abuela dijo entre susurros: «Se van a separar».
Sentí placer, tenía en mis manos el ultimo secreto. Sentí alivio, se iba la deformidad de mi casa. Sin embargo, pasó mucho tiempo y no había «separación». Lo veía de vez en cuando, su ropa seguía ahí, pero ya no me pegaba en las mañanas. Perdí las esperanzas. Tal vez EL SECRETO que oí en casa de la abuela era una invención. Lo malo de ser niña espía es que la información recabada era poco fiable: estaba siempre teñida de mi propia mitología personal.
Al poco tiempo mi mamá comenzó con una campaña de lo obvio. Todas las noches, antes de Café, tomaba alguna revista y nos hacía una charla pedagógica sobre diversidad familiar.
«Miren niñas, cada familia es distinta», decía.
Mi hermana, aunque mayor, seguía las explicaciones de mamá sin sospecha, como si se tratara de información objetiva. Mi espía, en cambio, sentía compasión por ambas, tan comprometidas en el teatro de lo evidente.
↖ ↖ ↖
Yo estaba contenta con la separación, pero no quería perder a Rita, que seguro era «la otra», la legítima, la Gaviota. La mujer abundante que no era mi madre. La que me criaba. Seguro se separaban por Rita, porque ella era sensual, morena y pobre. Y por eso era heroína, Marimar, Gorrión y mi madre.
Tal vez podía detenerlo, reorganizar el mundo, hacerme familia de Rita de alguna manera. Le pedí que me hiciera una trenza como la de sus sobrinas. Esas trenzas hermosas que se aferraban al cráneo, tirantes como el ADN, trenzas del color tibio del Tolima. Rita terminó por doblegarse ante mi insistencia. Ya en la ruta del bus, las niñas se mofaron de mi peinado. En el primer recreo, llorando frente al espejo desarmé mi fantasía de niña campesina.
↖ ↖ ↖
El día de la noticia nos sentaron al borde la cama, Rita y mi mamá se arrodillaron al frente nuestro, con caras compungidas, con una tensión incómoda en sus cuerpos. Nos miraban las dos, desde el fondo de una caída. Después de mucho rodeo mi mamá lo dijo: «Su papá y yo nos vamos a separar». Mi hermana lloraba, la imité.
_______Lágrimas de cocodrilo. Un cocodrilo celebra el temblor del río.
_______Mi papá no estuvo durante la revelación del secreto.
_______Al parecer no era por Rita que se separaban.
_______Tal vez Rita era mi padre.
_______Un papá capaz de reacomodar el mundo, de cancelar las herencias.
Una vez se secaron las lágrimas, con el aire trémulo, mi mamá prendió el televisor. Me aferré a la mano de Rita durante todo el capítulo de Café. Tuteladas por la luminosidad de la pantalla y el perfume Lancôme de mi mamá. Susurré adentro de mi cabecita: Estuve loca ayer, pero fue por amor. Lo escribí con letras mayúsculas en mi memoria. Espié ese instante de felicidad agridulce. Cierta plenitud de niña triste que espío de nuevo.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024