Ordenar el territorio en torno a sus cuerpos de aguas, como lo estableció el actual Gobierno, parece —a primera vista— una obviedad en un país donde cerca del 80 % de su población vive en la cuenca del río Magdalena y el 20 % restante depende de los mares Pacífico y Caribe y de las cuencas de los ríos amazónicos y de la Orinoquía. Sin embargo, cuando se mira con detenimiento, esta forma de pensar y organizar el territorio adquiere una dimensión transformadora en una nación que, históricamente, ha dado la espalda a sus aguas.
Esta visión de nación empezó a configurarse desde el mismo momento en que se construyó la república. A partir de valoraciones cargadas de prejuicios raciales, culturales y geográficos, miembros destacados de la intelectualidad colombiana visualizaron las fronteras, incluidas las marítimas y fluviales, como espacios periféricos, alejados de un centro andino que se imaginaba cosmopolita y civilizado. Por esa vía, a lo largo del siglo XIX, las llamadas «tierras ardientes», en su mayoría bañadas por aguas, terminaron siendo catalogadas como atrasadas e incivilizadas, cuando, en realidad, por su condición acuosa, estaban revestidas de potencialidades geoestratégicas que fueron explotadas por centros imperiales.
Ejemplo de esto fue el destino que siguió Panamá, territorio que, pese a ser desde tiempos coloniales una codiciada bisagra para interconectar los océanos Pacífico y Atlántico, era presentado por escritores colombianos, entre ellos José María Samper y Salvador Camacho Roldán, como un territorio malsano y marginal. Como lo expresa con agudeza el historiador Alfonso Múnera, mientras que Estados Unidos «hacía de Panamá el centro del mundo, para la élite de la capital seguía siendo una tierra remota y poco apetecible». A juicio de Múnera, la separación de Panamá del territorio colombiano, en 1903, también debe entenderse como una expresión del desprecio de integrantes de las élites andinas hacia territorios que consideraban degradados y alejados de la civilización.
El trauma que supuso la fragmentación del territorio nacional, antes que traducirse en la reconfiguración de las representaciones negativas sobre las fronteras y las «tierras calientes», vino acompañado de un reforzamiento de los estigmas que históricamente pesaban sobre los cuerpos y las geografías racializadas. En efecto, durante la primera mitad del siglo XX, a la luz de las teorías eugenésicas en boga, los ríos y sus cauces, en tanto facilitaban la circulación de personas (entre ellas afrodescendientes e indígenas), fueron vistos como un peligro para una nación que aún soñaba con blanquearse. «Hoy sube, lenta e indetenible, la sangre africana por las venas de nuestros ríos hacia las venas de nuestra raza», expresó con preocupación, en los años veinte, el intelectual liberal Luis López de Mesa.
Impulsada desde la paramuna capital colombiana, esta visión de país se conjugó con la implementación de políticas centralistas en las que la histórica dimensión acuosa del territorio nacional también fue dejada de lado. Así sucedió a partir de la década del diez, cuando el Gobierno colombiano, en varias oportunidades, desvió recursos destinados a mejorar la navegación fluvial de sus costas hacia la construcción de infraestructuras de transporte en el interior del país. Lo propio ocurrió con los niveles de inversión sin precedentes que en materia de obras públicas se hicieron en los años veinte (cerca de doscientos cincuenta millones de dólares), los cuales, en su mayoría, se concentraron en la construcción de infraestructura que fue definitiva en el desarrollo vertiginoso de varios territorios andinos frente al resto de sus pares colombianos.
La conjugación de estos procesos de marginación y centralización, aunada a la predilección por el transporte terrestre que se registra con el desarrollo de la industria automovilística a partir de los años cuarenta, fue determinante para que el papel histórico jugado por mares, ríos, lagunas, ciénagas y demás humedales en la configuración de los territorios que hoy le dan forma a Colombia se borrara de la memoria nacional. Las historias tejidas en y a través de los cuerpos de aguas fueron sepultadas en el marco de esta perspectiva terracéntrica que se entronizó a la hora de pensar y narrar al país.
Hoy, pocos colombianos saben del reinado ejercido por el imponente río Magdalena como principal vía de comunicación entre los territorios del Caribe colombiano y los del interior del país. Habituados a que el Magdalena se describa únicamente como causante de inundaciones, desconocen que este río, en varios momentos históricos, hizo que poblaciones como Honda, Mompox o Magangué, hoy caracterizadas como espacios provincianos, se erigieran en importantes centros urbanos vinculados con metrópolis de Europa, el Gran Caribe y Estados Unidos.
Presos de las ficticias divisiones territoriales contemporáneas, un grueso de la población colombiana ignora las conexiones interregionales forjadas a partir de las complicidades de las aguas, tejidas desde el período colonial entre el Atrato y el Caribe a través de su encuentro en el golfo de Urabá. Estos encuentros llenaron de historias compartidas las realidades de espacios como Chocó (Pacífico) o Cartagena (Caribe). Así, al tiempo que los versos del poeta cartagenero Jorge Artel circulaban en la prensa chocoana, en el universo creativo del escritor chocoano Arnoldo Palacios aparecen personajes que soñaban con viajar a Cartagena.
Mucho menos familiarizados se encuentran algunos colombianos con el complejo sistema de manejo de aguas construido por los zenúes hace más de dos mil años en los actuales territorios de Córdoba. A través del establecimiento de canales en forma perpendicular a los ríos y caños, los integrantes de esta etnia lograron controlar el flujo de las aguas en tiempos de inundación y mantener la cohesión territorial. Este modo de relacionarse con los cuerpos de agua fue lo que el intelectual Orlando Fals Borda, a partir de la experiencia de las poblaciones de la Depresión Momposina, conceptualizó como «cultura anfibia». En uno de los tomos de su monumental Historia doble de la costa, este sociólogo barranquillero sintetizó la singularidad de esta cultura en los siguientes términos: «Combina la eficiente explotación de los recursos de la tierra y del agua, de la agricultura, la zootecnia, la caza y la pesca, como los malibúes que se quedaron en Santa Coa».
La poca conciencia sobre el carácter anfibio en gran parte del territorio colombiano, así como en torno a las aguas y sus pasados, se ha agudizado con la hiperurbanización de las principales ciudades del país. En el mundo de las grandes urbes, sus ciudadanos perdieron parte de esa memoria que los unía a los ríos, mares y demás cuerpos de agua, aunque siguieron dependiendo de ellos sin ser conscientes. Los mayores perjudicados de esta hiperurbanización han sido los ríos Magdalena y Cauca, que a diario reciben millones de metros cúbicos de aguas contaminadas provenientes de las grandes ciudades andinas. Por si fuera poco, los embalses y represas han reducido el caudal de estos dos grandes cuerpos de agua y puesto en peligro la cultura de miles de pescadores que ven cómo la población de peces se reduce. La deforestación pone en riesgo los ecosistemas de ambas cuencas. En menos de medio siglo, la extensa selva de los ríos Carare y Opón (Magdalena Medio) desapareció para darles paso a grandes extensiones de pasturas dedicadas a la ganadería. Hoy solo quedan unos pocos remanentes.
Las ciénagas ubicadas en la depresión Momposina y en el trayecto final del río Magdalena hacia su desembocadura en el Caribe se encuentran bajo amenaza debido a las aguas contaminadas recibidas de los Andes y a la reducción del volumen de agua. A su vez, la ciénaga Grande de Santa Marta sufrió un rápido deterioro ambiental en la segunda mitad del siglo XX debido a la construcción de carreteras en la costa que cortaron el intercambio natural de agua salada del mar Caribe y agua dulce del río Magdalena, necesario para la supervivencia del humedal.
La tragedia de los humedales también se ha extendido a la Amazonía y la Orinoquía. La deforestación impulsada por la expansión legal e ilegal de la frontera agrícola y el acaparamiento de tierras para destinarlas a proyectos agroindustriales y la ganadería extensiva no solo ha puesto en peligro las selvas, sino las aguas que las bañan. En los últimos treinta años, los ríos amazónicos han padecido los daños causados por la minería ilegal. Ríos como el Caquetá han sido envenenados con mercurio. Los estudios que sustentaron el fallo del Tribunal de Cundinamarca que ordenó al Gobierno descontaminar este cuerpo de agua, encontraron que los niveles de metal en peces y miembros de comunidades indígenas estaban por encima de los niveles normales.
En este contexto, organizar el territorio alrededor de las aguas, antes que una obviedad, es una acción revestida de una carga transformadora.
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