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«Uno debería prescindir de la identidad a la hora de comprender una acción política o artística»: Juan Cárdenas

El escritor payanés habla sobre su libro La ligereza (2024) y cómo salirse de los lugares comunes con los que buena parte de la izquierda y el progresismo están dando los debates culturales, sin hacerle concesiones a la derecha ni al statu quo.
Juan Cárdenas (Popayán, 1978). Foto por Federico Ríos.
Juan Cárdenas (Popayán, 1978). Foto por Federico Ríos.

«Uno debería prescindir de la identidad a la hora de comprender una acción política o artística»: Juan Cárdenas

El escritor payanés habla sobre su libro La ligereza (2024) y cómo salirse de los lugares comunes con los que buena parte de la izquierda y el progresismo están dando los debates culturales, sin hacerle concesiones a la derecha ni al statu quo.

Lo ligero pesa poco, así que el uso común de esa palabra, aplicada a un discurso, a una persona o cualquier expresión cultural, alude a la falta de sustancia. Uno escribe «ligero» y el traductor al inglés arroja «light». Y, sin embargo, Juan Cárdenas (Popayán, 1978) arranca así su más reciente libro: «todo gran arte trae consigo la marca de la ligereza».

La ligereza es el título del libro y del primero de los cuatro ensayos que lo conforman. Habrá algo de juego y de provocación en esa apuesta por nombrar, aparentemente contraintuitiva, pero se llena de sentido cuando Cárdenas asocia ese gran arte y esa ligereza con el placer: «El arte da placer no porque imite la vida, sino porque es capaz de traducir sus leyes secretas al lenguaje de las formas sensibles. Y la vida es ligera, fugaz, esquiva, grácil, vulnerable y resistente de un modo mágico. El gran arte tiene los atributos de la vida».

En esta entrevista, que pidió hacer por correo electrónico, la ligereza es un punto de partida para exponer su mirada crítica del arte en un momento en el que una parte representativa de los progresismos y de la izquierda está dando batallas culturales con argumentos y herramientas que, a su juicio, se han agotado, como lo woke. Pero eso no implica que le haga concesiones a un statu quo al que siempre ha cuestionado. Aboga, de hecho, por mantener utopías que sirvan como aliento para buscar el cambio.

Luego de la novela Peregrino transparente (2022), en La ligereza, editado por Periférica, Cárdenas presenta cuatro ensayos sobre arte y política.
Luego de la novela Peregrino transparente (2022), en La ligereza, editado por Periférica, Cárdenas presenta cuatro ensayos sobre arte y política.

En «La ligereza», ensayo que le da nombre al libro, dices: «Si flota, es político». Pero adviertes: «En nuestros tiempos casi nada de lo que se considera militante es capaz de flotar». En eso de «nuestros tiempos» cabe lo que conocemos como la política de las causas: el ambientalismo, el feminismo, el animalismo, el antirracismo. ¿Por qué crees que a la hora de hacer arte desde allí se tiende a la pesadez y no a la ligereza?

En los 90, una época marcada por la despolitización de la literatura y de neoliberalismo triunfante, los escritores estaban muy cómodos en su rol de profesionales del storytelling y cultivaban un aura de aspirante a estrella televisiva. Nunca hablaban de política y, si lo hacían, reflejaban el sentido común de la época sin mayores estridencias. Tibieza consensualista y el arte como supermercado posmoderno donde cada quien elige lo que más le gusta. En los espacios más bien marginales donde yo me movía en Madrid a mis veintipocos años, donde se leía mucha teoría, veíamos necesario reactivar la cuestión política como parte fundamental de los procedimientos estéticos. No es que tuviéramos un grupo de estudio. Solo éramos amigos de distintas procedencias, artistas, filósofos, poetas, editores, libreros, que nos juntábamos a charlar en los bares. Gente como Carlos Pardo, Jorge y Germán Cano, Carlos García Simón, Susana Gómez, Jesús Alonso, Manuel y Valeria Canelas, a los que habría que sumar el combo de excéntricos de la revista Vacaciones en Polonia.

Más tarde, a raíz de la crisis financiera global de 2008 y el desmoronamiento de las promesas del modelo neoliberal, surgió un repentino interés por la política. Vino el 15M en Madrid, el Occupy Wall Street, la movilización en Grecia, todo ello anticipado por los procesos nacional-populares de algunos países de América Latina. Así que la gente hacía asambleas en la calle, todos trataban desesperadamente de crear un vocabulario militante. La política pasó al centro de la conversación y de la noche a la mañana se volvió una cuestión urgente. Allí empezó un ciclo que, me parece, está empezando a cerrarse. Y en medio tuvimos una nueva oleada feminista y antirracista, acontecimientos que han tenido efectos profundos en la cultura en general. Pero también tuvimos la consolidación de lo woke como un mecanismo de rectificación y captura de todas esas fuerzas sociales genuinas que se habían desatado. Lo woke es el único modo que encontró el capital para domesticar y usar en nuestra contra todas las demandas que se pusieron encima de la mesa con la reactivación de lo político.

¿Por qué?

Porque proporciona un código de conducta moral, poder de censura y vigilancia policial a personas que no están dispuestas a hacer el arduo trabajo de sumergirse en la letra chica de los problemas políticos. En ese sentido, tengo la sensación de que se ha producido un agotamiento de ciertas prácticas en el arte y la literatura asociadas a esas causas que mencionas en tu pregunta. La frivolidad del wokismo y la hipertrofia de la literatura hecha desde o para las universidades Ivy League sencillamente las estranguló. Mi intuición es que hoy todas las artes están trabajando de forma más o menos descarada para maquillar, sublimar o embellecer los miedos que la clase dominante inocula en el resto de la sociedad.

De ahí mi escepticismo con casi toda la literatura/arte que hoy aparece bajo el rótulo de militante o que parece escrita a la carta para halagar cierta sensibilidad universitaria. Casi todo lo que se hace hoy en ese rubro es ficción comercial que nutre delimitadas zonas del mercado. Ecofeminismo, terror gótico boyacense, wakanda-ficción, plantas que mandan señales telepáticas, jóvenes violadas que adquieren superpoderes… Quizá la menguante estética millenial acabó mezclando la despolitización y el cinismo de los 90 con la cháchara moralista y la falsa militancia del wokismo, no sé.

En todo caso, «La ligereza», el ensayo que da título al libro, está escrito con un cierto tono anacrónico, como de opúsculo barroco o de scherzo, a ver si conseguimos desviar la conversación hacia ciertas zonas de placer. Desde luego, también hay razones para ser optimistas, especialmente en un lugar como Colombia. Al menos aquí la gente más joven no parece identificar la energía creativa del arte con la rigidez empresarial de los escritores de hace veinte o treinta años. Tengo mucha fe en los adolescentes, en la gente de veinte años.

Es en las militancias actuales desde donde se le da más peso al llamado «lugar de enunciación»: en el arte tiene más valor aquella situación escrita, interpretada por alguien que la haya vivido, que aquella que aborda alguien a quien no le consta de primera mano. Es una forma de concretar la visión identitaria del mundo que tanta fuerza ha ganado en los últimos tiempos. Pero tú pones en duda que la identidad sea algo, digamos, puro. En el último ensayo, «Parábola del no retorno», incluso dices: «soy sudaca y soy madrileño, soy mediterráneo y soy africano, soy moro y soy judío». ¿Le ves algún valor al rescate que estamos viviendo de la identidad como fuerza y pretexto para la producción cultural?

Hay mucha confusión interesada con eso del «lugar de enunciación». Varios de los portavoces de la Casa Blanca que hoy dan el parte oficial del genocidio palestino son sujetos racializados, gente que miente descaradamente sin que le tiemble un solo músculo de la cara, latinos, negros o asiáticos, el rostro multicolor de la barbarie supremacista. Ese ejemplo debería bastar para que veamos la demagogia y el cinismo al que han llegado las famosas políticas de la identidad.

A la hora de comprender una acción política o artística, uno debería prescindir de la identidad y centrarse más bien en las posiciones. Lo que importa es qué posición ocupa cada cual en el instante de peligro, no «quién es». Hay todo un aparato estético de propaganda montado para que pienses que tu identidad es como un tesoro íntimo que debes descubrir y reivindicar, cuando en realidad el poder ya ha decidido de antemano hasta el último resquicio de esa identidad. El poder es, en parte, el poder para decidir quién es quién. El poder asigna roles. La posición, en cambio, es algo que sí podemos moldear y definir con nuestras acciones. La posición es política porque se puede construir; la identidad, no. Te la zampan desde arriba.

Dijiste en la presentación del libro en Bogotá que vienes trabajando en la tesis de que el Boom latinoamericano es el puente entre la Revolución cubana y el neoliberalismo. ¿Por qué?

Es algo que apenas estoy masticando. Creo que, independientemente de la calidad de algunos textos, el Boom simboliza el gran triunfo del escritor latinoamericano como arribista profesional, lo que en el siglo XIX se entendía con la figura del rastacueros: ese nuevo rico extravagante de alguna comarca salvaje que vivía de sus rentas en París, el aspirante a «cosmopolita» del que se burla Silva en De sobremesa. Eso, que en el XIX fue solo una aspiración un poco ridícula, se hizo realidad con el triunfo de los escritores del Boom, la síntesis feliz de mercado y prestigio cultural, historias locales embutidas en moldes metropolitanos. La mercancía exótica perfecta.

Inicialmente, los escritores del Boom incorporaron a Cuba como parte del paquete de exportaciones positivas. Luego, a medida que la Revolución iba naufragando en su estado de perpetuo muerto-viviente, de zombi, algunos de esos escritores y sus discípulos pasaron a venderla como símbolo del fracaso de la utopía latinoamericana y eso les resultó tanto o más rentable. La desesperante situación de Cuba es haber quedado reducida a una alegoría fósil que cada quien usa como le conviene. Esa instrumentalización de Cuba (o de Haití o Venezuela) está ligada a la historia íntima del Boom entendido como laboratorio de una cierta retórica catastrofista sobre América Latina. Gracias a ese vínculo es que Vargas Llosa y toda su larga estela de émulos y sosias siguen siendo los testaferros del Boom. Es una empresa demasiado lucrativa. Aunque la estética oficial del Boom sea el realismo mágico en su versión Netflix, el verdadero cuarto de máquinas es el vargasllosismo.

Esa tesis es una muestra del marcado interés que muestras en el libro por relacionar el arte con la estructura neoliberal en la cual es creado. Todos estamos ahí, pero también mencionaste en la presentación de tu libro que te ubicas en un punto desde el cual logras hacer una apuesta literaria que no necesariamente está condicionada por el mercado. ¿Puedes dar algunas pistas sobre esa apuesta?

No creo haber dicho que estoy fuera del mercado o que no estoy condicionado por él. Mis libros y mi propia figura de escritor forman parte de ese sistema y estoy tan sometido a sus leyes como cualquier otro. Yo también hago promoción de mis novelas y voy a festivales, ferias y eventos que tienen en parte un interés comercial. Cuando hablo de las condiciones económicas del mercado del libro es porque conozco desde adentro toda la cadena de producción y comercialización. Y por eso mismo sé que la presión del mercado acaba por amaestrar el lenguaje, sometiéndolo a las exigencias ideológicas de poderes que casi no alcanzamos ni a atisbar.

Muchos colegas ingenuos creen que el peligro sigue viniendo desde algún gobierno (como si viviéramos en Cuba) pero, incluso en el caso eventual de que te persigan desde alguna institución del Estado, los poderes reales están mucho más allá, en los monopolios mafiosos y las corporaciones y los sistemas financieros. Buena parte de la literatura de hoy está escrita en un idioma dictado. La pregunta entonces es: ¿cómo liberar al lenguaje? ¿Cómo descarrilarlo para que hable otra lengua? Pero también cabría preguntarse, una vez que logremos descarrilar al lenguaje, ¿qué podemos hacer con él? ¿Qué situaciones, qué mundos potenciales, pueden surgir de esa lengua?

Justamente, en el ensayo que le dedicas a José María Arguedas, «Alrededor de una crisis de fe», expones cómo la apuesta por un cambio en su escritura —por códigos más abstractos y menos realistas—, significó la creación de una herramienta más útil para descifrar el mundo en que vivía. También ahí ves en el lenguaje la posibilidad de mantener viva la utopía. ¿Cómo entiendes la potencia que le atribuyes al lenguaje para, en todos los usos y juegos posibles que se puedan hacer con él, imaginar otros mundos posibles?

Hay un interés geopolítico que se remonta como mínimo a los tiempos de la Doctrina Monroe por mostrar a América Latina como una ruina, como un cementerio civilizatorio; y para eso es muy conveniente hacer una caricatura del impulso utópico, que no es una patología ideológica sino uno de los rasgos que nos hacen humanos. Así sea en el fondo de nuestro inconsciente, todos queremos un mundo mejor, más justo y disfrutable para todos. Cuando se caricaturiza la utopía se va restringiendo poco a poco nuestra capacidad de hacer siquiera imaginable ese mundo mejor, y pedir cosas elementales como soberanía nacional, salud, educación, acceso a la cultura, se vuelve algo «utópico». Por eso los intelectuales de centro-derecha tienen una cruzada contra la utopía y por eso en su discurso siempre hay una insistencia en pintar todo lo que atente contra los intereses del poder oligárquico como una aspiración descabellada, impropia de países destinados a la servidumbre.

En Colombia, el representante oficial de esa línea cipaya y uno de los más hábiles para mezclar medias verdades con ideología es Carlos Granés, pero los hay por toda América Latina y de distintas calidades, desde la más libertaria cutre hasta la «gold centrista». Granés, además, tiene la virtud de ser buen narrador.

¿Y cómo entra ahí el lenguaje?

Es central. Lo venimos discutiendo al menos desde los tiempos de Simón Rodríguez y Andrés Bello. El proyecto americano democrático es inseparable de una reflexión sobre la política del lenguaje. Olvidamos a menudo que Rubén Darío y Martí hablan de crear una lengua civil que posibilite el acceso y la participación en la cosa pública. Frente a esa posibilidad, las fuerzas de la reacción siempre apostaron por lo contrario, por restringir el acceso al lenguaje literario y evitar a toda costa la democratización de la letra. Por eso insisto tanto en la necesidad de mantener vivo el impulso utópico en tensión con la pregunta por la política del lenguaje literario.

A propósito, hablas en el libro de la ligereza que encontraste en los videos de la cuenta de TikTok @smutmachine. Quien te siga en Instagram sabrá que no es una mención rara porque constantemente compartes videos traídos de TikTok. ¿Notas en el lenguaje de las redes sociales un instrumento tan útil como el arte para descifrar la realidad?

Hay algo infernal en las redes sociales. O, al menos, algo de Purgatorio. Ríos ardientes de basura cultural donde de repente salen a flote emblemas y figuras de la tradición. Hay un gran potencial para que las artes florezcan en esos basureros.

Volviendo al comienzo, en el libro lanzas la fórmula: «si no flota, no es arte». ¿Puedes recomendarles a los lectores de esta entrevista un libro, cuadro u obra artística que hayas leído, visto o escuchado recientemente y hayas sentido que flota?

En el libro doy muchos ejemplos, pero para mencionar alguno reciente diré La quimera, una película extraordinaria de la directora italiana Alice Rohrwacher. Flotabilidad garantizada, sobre todo gracias a su emocionante descenso al inframundo.

Por último: el libro lo componen cuatro ensayos fechados entre 2019 y 2024. En este tiempo también has publicado tres novelas. ¿Qué lugar ocupa el ensayo en tu rutina como escritor?

Más que como género literario, me interesa el ensayo como una facultad, como un órgano del pensamiento literario que hay que ejercitar y mantener en forma. También es cierto que escribo crítica de arte y literatura desde hace muchos años, así que supongo que eso ha tenido un efecto profundo en mi idea de la escritura. La teoría, para mí, es una materia de investigación plástica.

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