Querida Hena:
Por estos días, tu contemporánea Feliza Bursztyn ha vuelto al centro de la conversación. Juan Gabriel Vásquez publicó un libro sobre los avatares de su exilio político y su muerte, aunque los comentarios no han sido unánimes. A pesar de las críticas, me parece valioso que rescate del olvido a Feliza. Quizás muchos jóvenes ni siquiera sepan que los intelectuales fueron perseguidos sin piedad durante los años nefastos del Estado de Sitio, y esas historias de horror todavía nos hielan la sangre. Destaco la intención intrínseca de Vásquez de denunciar la intolerancia que nos arrebata el aliento.
No menos emocionante fue, Hena, visitar tu casa en Sopó, ese pueblo de aires citadinos, cerca de Bogotá, donde se respira una energía creativa vibrante. La hacienda Altamira, donde pasabas los fines de semana, está rodeada de un jardín exuberante y, desde tu patio, se observa imponente el cerro Pionono, un lugar sagrado para los muiscas que habitaron estas sabanas. La casa se ha convertido en un sitio de memoria, una especie de museo informal, cuidadosamente conservado por la familia Campuzano, y en especial por Luis Bernardo, el guardián de tu legado.
Sin estridencias, con sinceridad y esmero, Luis Bernardo ha organizado los vestigios de tu paso por este mundo en una curaduría que me fascina. Allí estás tú, completa: la mujer, la artista, la docente. Son obras, retazos de historia, documentos, cartas y muchas anécdotas que perfilan a una mujer solitaria y fuerte, que muy pronto en la vida se la jugó por su propia mirada, por su propio talento.
Luis Bernardo Campuzano calcula que naciste alrededor de 1910, pues nunca se pudo constatar una fecha exacta porque, al ser hija «natural», se te negó la fe de bautismo. Me habló de la marca indeleble que dejó en tu vida el suicidio de tu padre, otro tema tabú, como muchos de los que te rodearon. En los años veinte del siglo pasado, tiempos de modernización para Colombia, cuando emergían las luchas sociales y las ideas de cambio, tú te adelantaste a romper los moldes de esas estructuras asfixiantes de la hegemonía conservadora y católica. Temprano en tu vida te declaraste lesbiana y rechazaste el matrimonio y la maternidad, que en aquella época eran el único camino hacia la validación social del cuerpo femenino. Si hoy sigue siendo difícil asumir la diversidad sexual, no puedo imaginar el coraje que necesitaste para hacerlo un siglo atrás, sin dejarte marginalizar.
Aprendiste escultura con el maestro Ramón Barba y dirigiste tu mirada hacia los indígenas, los negros, los campesinos. Allí están sus rostros en dibujos y esculturas, con sus rasgos fuertes y perfectos. Fuiste la única mujer en firmar el Manifiesto Bachué, ese movimiento que hoy por fin se reivindica tras décadas de haber sido tachado de chovinista y provinciano. Fue despreciado por las miradas cosmopolitas, entre ellas la de la gran Marta Traba, quien, a su manera, subestimó la pregunta sobre nuestra identidad cultural y sobre lo que realmente somos como pueblo mestizo y diverso.
En tus desnudos, los cuerpos femeninos –el tuyo incluido– aparecen en tensión con el deseo, atrapados entre la sensualidad y la prohibición. Tu rostro, enigmático en autorretratos y bocetos ajenos, refleja la dureza de quien ha debido enfrentar múltiples exclusiones, como mujer, como lesbiana, como artista y como no, como una mujer sin más riqueza que su creatividad. Tu propio cuerpo fue un estandarte de cambio: con tus pantalones de hombre, tu cabello corto y tu chaleco, desafiabas las normas de una época en que el corsé aún oprimía a las mujeres. Te veo en múltiples fotografías, como todos tus colegas varones, rodeada de hierros, gubias y formones, martillos y mazos, de yeso y de madera, trepada en altos andamios. En casi todas ellas estás concentrada y adusta, y, sin embargo, serena.
Tal vez fuiste la primera artista colombiana en estudiar en Europa gracias a una beca de la república liberal. En España y Francia viviste tiempos convulsos, preludio de una guerra devastadora. El paso por esas metrópolis marcó tu pensamiento de avanzada y, no me cabe duda, te dio la resolución para reafirmarte en la disidencia.
No sería justo decir que no tuviste reconocimiento. Luis Bernardo me mostró revistas de la época en las que apareces junto a los grandes intelectuales del siglo XX, aunque con el paso del tiempo esas publicaciones han perdido el brillo y vino un largo invierno para tu memoria.
La sensibilidad de la gente en Colombia está cambiando, y por ello tu nombre se asocia cada vez más con Bachué y aquella generación que indagó por lo que somos como nación. Hay signos de nuevos tiempos.
Escuché tu voz en un documental. Contabas que sacrificaste buena parte de tu creación para ser maestra. Era lo que había para ganarse la vida. Pero incluso allí dejaste huella, como fundadora de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de los Andes, donde se formaron muchos de los artistas que lograron brillar en el pequeño firmamento del arte latinoamericano. Con el tiempo, tu labor se volvió más de gestión que de creación, y luego llegaron los críticos a vituperarte.
Luis Bernardo y sus hermanos te describen como una mujer recia, incluso misántropa, con algo de rabia en el corazón, acompañada de tus perros, y que sin embargo encontró en el calor de esa familia un lugar para la ternura y la gratitud. Un final hermoso para una vida que siempre fue a contracorriente.
Los tiempos han cambiado. Esculturas como tu Cabeza de negra, tallada en madera, hacen parte del Museo Nacional y constituyen un patrimonio que interpela el relato europeísta dominante hasta hace poco. Nuestros museos tardaron en incluir al pueblo —los llamados de abajo— en sus guiones, y es ahora, en estos tiempos donde el poder ya no es solo blanco y burgués, cuando tu obra encuentra nuevas resonancias.
La sensibilidad de la gente en Colombia está cambiando, y por ello tu nombre se asocia cada vez más con Bachué y aquella generación que indagó por lo que somos como nación. Hay signos de nuevos tiempos. Un ejemplo de ello es que los colegios construidos en años recientes en Bogotá llevan nombres de mujeres memorables: uno de ellos, el de Feliza Bursztyn, en la localidad de Kennedy, y otro en Bosa (aún en construcción), con tu nombre. Algo cambia en una sociedad cuando las instituciones educativas ya no llevan nombres de guerreros o políticos de dudosa grandeza, sino de aquellas que iluminaron el futuro con su arte y su conocimiento.
Así es la lucha por la memoria: un esfuerzo constante por dar lugar a quienes nos precedieron. Aunque moriste en 1997, sigues viva, Hena. Ese pequeño museo, privado y modesto, que resiste al asedio burocrático, es la fuerza viva de tu legado. Ojalá perviva como testimonio de tu obra y de tu apasionado paso por este mundo.
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