La ambición por el oro determinó el nacimiento de la historia moderna: alienó la relación entre los humanos y las cosas y entre los humanos mismos. Así se perdió el vínculo entre quienes las producían y sus consumidores. Esta separación alcanzó su forma radical en el capitalismo, apartando lo que es humano de lo que no lo es. Lo anterior es extraño para las sociedades indígenas en las que existen límites entre los animales y las plantas, pero son tenues: los muiscas creían provenir del maíz y que su cuerpo se relacionaba con la planta, así como también pensaban que al morir se transformarían en osos o venados. Desde la perspectiva muisca los animales y las plantas eran seres que se veían a sí mismos como humanos que pueden ver a los humanos como animales. Un concepto común a otras sociedades indígenas en las que se considera que los humanos y los animales compartieron inicialmente una condición humana, hasta que varias especies siguieron caminos distintos. Por eso las abejas construyen casas, tienen jefes, trabajan en común, bailan y tienen trabajadores. En otros casos, los animales tienen connotaciones distintas: pueden ser solitarios y peligrosos como el jaguar, una especie similar en su comportamiento al chamán.
Los indígenas consideran que lo que une a plantas, animales y humanos es que todos ellos tienen lo que se ha llamado «alma», pero podríamos llamar «poderes». Consideran que sirven para curar, enfermar o matar. No se trata de especies buenas o malas. Cierta cantidad del poder de una planta o de un animal puede hacer mal, pero otra cantidad puede hacer el bien. Un jaguar puede tener un espíritu peligroso y hacer daño, o permitir que el chamán que se apropie de su fuerza defienda a su comunidad.
Gran parte de las comunidades indígenas conciben el mundo como un lugar en el que confluyen poderes de espíritus y que el secreto para llevar una buena vida es mantener el orden, el equilibrio entre dichos poderes. Se trata de un mundo complejo, donde todo está relacionado y donde el comportamiento humano es fundamental para mantener el correcto funcionamiento de las cosas. Las relaciones con los animales y las plantas son entonces sociales y recíprocas. Cuando un felino mata a un humano, la gente lo caza para vengarse. No obstante, cuando un humano mata a un animal debe pedir perdón de inmediato y no correr el riesgo de ser víctima de una venganza en sentido contrario. En el mundo indígena nadie muere, sino que todo se transforma. Por eso los límites entre animales, plantas y cosas son fluidos. Animales, humanos y plantas están en un continuo proceso de transformación.
¿Qué tiene que ver lo anterior con el oro? Resulta que las cosas también tienen, como los seres vivos, poderes. Además, desde el punto de vista de la producción y el consumo no existe la doble alienación. La persona que produce una cosa es inseparable de esa cosa. Cuando los cunas quieren hacer cosas bonitas se lavan los ojos con agua de plantas que consideran bellas porque eso les dará el poder que necesitan. Por esa razón, las cosas no solo tienen significados profundos que los relacionan con otras cosas —con animales, plantas o humanos—, sino que deben morir con sus dueños, pues al tener vida, mueren. Los objetos, como la gente, no son del todo buenos o malos. Los indígenas tienen criterios claros para definir qué es correcto y qué no, pero no una categoría absoluta de mal o bien que dispute por su predominio absoluto. En nuestra sociedad existe una diferencia radical entre lo bueno y lo malo, involucrados en una lucha sin fin en que se espera que lo primero prevalezca sobre lo segundo, pero en las sociedades indígenas importa de qué manera las cosas se relacionan entre sí y con sus vecinos, y eso implica que lo bueno y lo malo coexisten. Los objetos sirven entonces como un medio para establecer relaciones sociales, ganar aliados, neutralizar las agresiones de gente peligrosa o causar daño. También sirven para mantener el equilibrio del mundo. Hasta hace poco era común que muchas sociedades destruyeran lo que tenían o lo dieran a otras personas. La idea de acumular simplemente resultaba ajena a su mentalidad, como también lo era robar.
Hasta hace poco era común que muchas sociedades destruyeran lo que tenían o lo dieran a otras personas. La idea de acumular simplemente resultaba ajena a su mentalidad, como también lo era robar.
El oro y los conquistadores
Una vez entendido el concepto indígena sobre las cosas, es importante comprender el tema de las cosas, específicamente del oro, visto desde la perspectiva de los europeos. En el Viejo Mundo anterior a la conquista, el oro no era visto simplemente como una cosa inane, desprovista de aspectos mágicos. Durante la Edad Media se consideraba que quienes acumularan cosas tendrían dificultad para entrar en el reino de los cielos. Por supuesto, los poderosos acumulaban oro y con él emprendían conquistas y torcían conciencias, pero la moralidad obligaba a tener ciertos límites: el oro podía estar al servicio de la vanidad y el orgullo, dos pecados capitales, o al servicio del bien, de Dios. Entonces se dijo que no era el oro el que corrompía a la gente. Al contrario. La gente corrupta dañaba el oro usándolo para lo que no era. En principio, el metal tenía la misma cualidad que se esperaba de las almas buenas: no se corrompía. Es muy conocida la frase de Colón sobre el oro, que podemos resumir así: era una cosa maravillosa y quien la poseyera podría ser señor de lo que quisiera; el oro, incluso, podía salvar almas y llevarlas al paraíso. El oro no era malo en sí mismo y podía ser usado para el más alto propósito imaginable, es decir, salvar almas. Colón hacía parte de ese mundo tardío medieval donde el oro y las visiones apocalípticas estaban íntimamente ligadas. Suponía que vendría la anunciada lucha final entre el bien y el mal, y que el actuar de los hombres de fe podría ayudar al triunfo del bien. Colón sostuvo una y otra vez que el oro americano ayudaría a reconquistar Jerusalén y otros después de él aseguraron que la existencia de minas de oro en estas tierras era buena porque atraería cristianos que enseñarían las cosas de la fe a los indígenas.
La conquista consolidó, sin embargo, una nueva visión sobre las riquezas. Se trató de la posibilidad de adquirirlas y beneficiarse de ellas, siempre y cuando se hiciera con culpa; con la responsabilidad de que las riquezas cumplieran, al menos en parte, una misión divina. Para ello fue necesario crear un lugar en el más allá que no correspondiera ni al infierno ni al cielo, es decir: el purgatorio. A ese lugar irían los burgueses, pero podrían salir mediante la reparación. Ser bondadoso, fundar hospitales, becar estudiantes, cuidar de los ancianos se consideraron actividades que ayudarían a sufrir menos tiempo en las llamas del más allá. La magnanimidad de los ricos los ayudaría a librarse de sus merecidos castigos.
La evangelización del Nuevo Mundo no se puede explicar sin el purgatorio. Hasta no poco antes de 1492 se repudiaba todo lo que permitiera valorar las fantasías particulares y la inmodestia, excepto, parcialmente, en el caso de reyes y nobles. La riqueza americana reforzó la noción de la breve satisfacción del deseo a partir del oro y ratificó aún más un mundo individualista, hedonista, si se quiere.
No obstante, los valores de Colón y su época fueron poca cosa frente a los de una segunda oleada de conquistadores, quienes llegaron con menos escrúpulos. Todos los involucrados en una expedición conquistadora sabían que su futuro dependía del oro. En el trasfondo estaban los grandes empresarios que habían comprometido sustanciales cantidades de dinero. Los conquistadores, por su parte, se habían endeudado, salvo excepciones, para pagar por su armamento, la comida y los pertrechos. Podían tratar de obtener el oro por vías pacíficas o por medio de la violencia, pero no podían volver con las manos vacías. Fue entonces cuando el deseo por el oro desató lo peor de los seres humanos: no solo porque se les arrebatara a los indios, sino porque los propios españoles entraban en el mundo de la sospecha mutua, las confabulaciones y el engaño entre ellos mismos. Los conquistadores fueron vistos como producto de todo lo malo que trae la riqueza nueva. Se les conoció por las prendas opulentas y coloridas, por los caballos finos, por gastar en licores, vicios y comidas costosas, así como en mujeres. El oro comenzó a sufrir una metamorfosis: a medida que se opacaban sus viejos valores, se transformó en el más poderoso medio de intercambio y en fuente de riqueza. Aun así, una parte de las riquezas de los conquistadores sirvió tanto para los buenos propósitos como para lavar conciencias: financiar obras caritativas, encargar cuadros y tallas religiosas, pagar misas y mantener viva la idea de la riqueza como medio para algo superior. Incluso, a través de los testamentos, para reparar a los indígenas y pedir perdón por los atropellos cometidos. En esa moral retorcida, los franciscanos —conocidos por su gusto por la alquimia— y los dominicos jugaron un papel central: estimularon la práctica del arrepentimiento entre los conquistadores y enriquecieron sus arcas al servicio de Dios.
La conquista, los indios y el oro
El interés de los conquistadores por el oro fue dramáticamente similar al apetito que los indígenas tenían por obtener bienes europeos. Por supuesto, la asimetría fue considerable. Cristóbal Colón lo puso de manifiesto. Al comienzo, los españoles fueron objeto de toda clase de regalos. En ese momento el almirante sostuvo que los indios eran la gente más generosa del mundo. Pocos días después, los indígenas subieron a las embarcaciones españolas y tomaron cuanto pudieron. Los indios pasaron entonces a ser unos ladrones. Lo que no pudo entender Colón es que no eran regalos lo que los indios les dieron a los españoles, ni lo que tomaron ellos fue un robo. Los indios exploraban la posibilidad de que los españoles fueran aliados o que al menos sus poderes fueran apaciguados a través de sus cosas. Los españoles eran algo totalmente nuevo y, por lo tanto, peligroso, como lo demostraba no solo su violencia, sino sus enfermedades. Para los indígenas fue una buena noticia que los conquistadores estuvieran interesados en lo que les ofrecían. Una actitud muy diferente a la europea, pues en su afán por excavar tumbas los españoles olvidaban objetos pequeños que luego los indios guardaban para entregárselos. Cuando los muiscas se vieron obligados a abandonar sus pueblos ante la llegada de los conquistadores, no se llevaron el oro de sus santuarios, sino que lo dejaban para que los recién llegados lo tomaran. Es más, tan pronto los españoles saqueaban un santuario muisca, los indígenas volvían a llenarlos de ofrendas.
La importancia del oro era obvia para los indígenas. Lo usaban como adornos ricos en una iconografía que sugiere su importancia para transformarse o en forma de ofrendas para sus deidades. Los objetos que hoy guardan los museos pueden interpretarse en algunos casos como objetos chamánicos en los que se muestra al humano transformándose en aves, jaguares o en otras clases de animales. La metalurgia reproduce una amplia variedad de posibilidades en las relaciones entre humanos y animales —de alianza, depredación, hibridación o identificación mimética—. Probablemente la misma producción de objetos de metal es imposible de entender sin el concepto de transformación. El oro, un material poderoso, era producto de la metamorfosis de la cera de abejas en metal y estaba destinado a transformar a quienes lo usaran. No servía para crear riqueza ni como cómplice de las ambiciones materiales de los caciques. Era una parte más, muy poderosa desde luego, de ese proceso de permanente puja entre las fuerzas positivas y negativas que amenazan y sostienen el mundo de los vivos.
El oro, más allá del bien y del mal
La búsqueda del bien absoluto es uno de los legados más tormentosos en nuestra sociedad. Todos los grandes horrores de la historia reciente se han justificado con la idea de hacer el bien, con la noción de que ciertas personas, religiones o ideologías políticas representan la bondad frente a un mal que puede y debe ser acorralado hasta ser aniquilado. Sobra decir que esa manera de ver el mundo terminó arrebatándoles a los seres vivos y a las cosas su capacidad de acción porque todo se redujo al actuar humano. El oro se convirtió en el símbolo más visible de la ambición individual y se pretendió que perdiera su propio espacio de acción para someterlo a la voluntad humana. El papel de los humanos en las sociedades indígenas es el de ayudar a garantizar que las fuerzas que existen en el universo no destruyan a la humanidad, a sabiendas de que todo se transforma. No se trata de un mundo armónico, en equilibrio ideal o, mucho menos, de un universo donde el bien aspire a la totalidad. Es un mundo en el cual los humanos participan activamente en el orden de las cosas no solo a través de su propio poder, sino también de aquel que tienen las cosas, los animales y las plantas. Con el descubrimiento del Nuevo Mundo comenzó a configurarse un escenario en el que todo el poder pasaría a los seres humanos.
El uso del oro para el bien de la humanidad causó una tragedia humana sin antecedentes. Las minas de donde vendría la salvación fueron responsables de la disminución dramática de la población indígena y de la traída de cientos de miles de africanos. El oro del Nuevo Mundo fue clave para la instauración de la alienación completa entre los humanos y entre ellos y las cosas. Según los datos disponibles, cerca de un décimo de la población indígena masculina adulta de los pueblos encomendados en el antiguo territorio muisca fue llevada a la fuerza a trabajar en las minas, en estrecho contacto con africanos y europeos portadores de enfermedades ante las cuales no tenían mayor resistencia. Las minas, además, se convirtieron en sinónimo de todo lo ilícito. Los indios fueron acusados de acostarse con sus primas e hijas. La actividad de extracción de metales se vio rodeada de corrupción, del tráfico ilegal de aguardientes y de toda suerte de maltratos.
Una nota final
La transformación del oro como medio para lograr el bien supremo fue el origen de lo que Marx llamó la alquimia del oro, su transformación en fuente suprema de riqueza. No obstante, en las sociedades indígenas y campesinas el metal no perdió todo su poder sino que se transformó en algo diabólico. Los indios y los campesinos pasaron a ser los guardianes mezquinos y secretos de un oro que se convirtió en sinónimo de las fuerzas que corrompen a la humanidad. En aras de una ilusa promesa de satisfacción temporal, ya no el alma de las cosas, sino las personas mismas, se sacrificaron al servicio del demonio. El oro no corrompió al hombre, fue al contrario.
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