—Nota marginal sobre la disolución de los resguardos en el siglo XVIII—
En la última década del siglo XVI las autoridades del Nuevo Reino de Granada comenzaron a aplicar diversas normas de la corona española que ordenaban asignar tierras a los indios para evitar que los colonos peninsulares los despojaran por completo de los suelos que siempre habían reputado como suyos. Dentro de esta política se repartieron «resguardos» a la mayoría de las comunidades indígenas del oriente colombiano, «con aguas y bosques suficientes», como dice Jaime Jaramillo Uribe. Esta medida, que ha sido vista usualmente como una norma de «protección» a los indígenas, se aplicó siguiendo criterios que juzgaban en forma muy diferente la cantidad de tierras que debía poseer un español y la que era suficiente para un indígena. Mientras que a los españoles se asignaban, de las tierras ocupadas antes por los pobladores nativos, «estancias» de centenares o miles de hectáreas, las autoridades protegieron a los indios dejándoles propiedades que, de haber seguido las normas fijadas por la Real Audiencia, «debían depender del número de tributarios y en ningún caso podía exceder de 1.5 hectáreas por tributario» (G. Colmenares). Aunque en algunos casos los pueblos indígenas recibieron tierras un poco más extensas, probablemente para compensar deficiencias en la calidad de la tierra, Colmenares y Villamarín han demostrado en forma adecuada que usualmente la asignación se hizo dentro del límite de una hectárea y media por cada varón adulto. En esta forma, y para limitamos al caso de la región del actual departamento de Boyacá, unos 20.000 indígenas tributarios recibieron resguardos cuya extensión total no debió ser superior a las 30.000 hectáreas; el resto del área se dejaba para los blancos o se conservaba como tierras realengas. De este modo, menos del cinco por ciento de la tierra se daba a los indios, pese a que estos formaban entonces la inmensa mayoría de la población. Así pues, desde el siglo XVI la legislación y las autoridades españolas partieron de la idea de que mientras una hectárea y media era suficiente para garantizar la subsistencia de una familia indígena (pues es válido considerar aproximadamente igual el número de tributarios y el de familias) un español requería una propiedad cientos o miles de veces mayor.
Tras esta visión en apariencia tan perversa de la equidad se ocultaban factores económicos y sociales que hacen menos sorprendente tan violenta desproporción. Los peninsulares orientaban su actividad económica hacia la ganadería extensiva y en mucho menor escala a la agricultura, mientras que los indígenas dedicaban sus esfuerzos sobre todo a la producción de bienes agrícolas —maíz, papa, verduras y otros— de subsistencia. Por otra parte, el sector español requería de una adecuada disponibilidad de mano de obra indígena, que podría haberse visto amenazada si los aborígenes hubieran podido contar con excedentes de tierra en los cuales, por ejemplo, hubieran podido mantener rebaños de consideración o extender sus labores agrícolas, caso en el cual se habría visto también amenazada la parte del estrecho mercado urbano que abastecían los hacendados blancos. El sistema de trabajo forzoso conocido con el nombre de «concierto» o «mita», con el cual se satisfizo la necesidad de mano de obra del sector español durante el siglo XVII, tenía como su lógico correlativo el sistema de resguardos, en los cuales los indios produjeran su subsistencia pero que no pudieran absorber la oferta potencial de trabajo indígena. A esto se añadía la obligación de pagar un tributo a la corona española, obligación que servía de presión adicional para forzar el trabajo de los indios por fuera de sus propias posesiones.
Un siglo y medio después de las primeras asignaciones de resguardos —hacia 1750— ciertas transformaciones en la estructura social del oriente colombiano resultan evidentes. En primer lugar podía advertirse la notable disminución del número de indios y el aumento complementario de la población mestiza; al lado de esta había crecido también, aunque no con tanto ímpetu, la población blanca. Las visitas realizadas por los oidores Joaquín de Aróstegui y Andrés Verdugo y Oquendo en las zonas de Santa Fe de Bogotá y Tunja, respectivamente, documentan cuantitativamente la magnitud del cambio. En la última zona una población indígena de 59 pueblos, que ascendía a unos 42.500 habitantes en 1636 se había reducido a 22.500; la población mestiza y blanca que habitaba en los pueblos de indios, antes despreciable, había llegado a 37.700 personas.
Esta transformación en la composición racial de la población creaba serios problemas al orden legal español, que no había ofrecido un lugar definido al mestizo dentro de un sistema de jerarquías sociales reguladas en gran parte por la ley. Por otro lado, las estructuras de tenencia de la tierra chocaban abiertamente con la nueva realidad demográfica, pues los mestizos y blancos pobres tenían escasas posibilidades de acceso a la propiedad de la tierra. Muchos de ellos se habían asentado en los resguardos y pueblos de indios, violando la legislación española que pretendía mantener rígidamente segregados a los indígenas y creando una secuela de problemas de todo orden.
Esta situación fue advertida inmediatamente por los acuciosos funcionarios del virreinato, que desde entonces y hasta finales del siglo hicieron diversos diagnósticos y ofrecieron soluciones alternativas al problema. Verdugo y Oquendo, por ejemplo, recomendó admitir la convivencia de indios y mestizos, así como el recorte de las tierras de resguardo para dar parte de ellas a los llamados «vecinos»; otros funcionarios consideraron preferible mantener rígidamente la separación entre indios y otros grupos, para la cual era necesario unificar los indios de diversos pueblos en uno solo y rematar los resguardos que quedaban vacantes entre los vecinos. Otros, como el Virrey Manuel Antonio Flórez, consideraba preferible eliminar toda diferenciación legal entre indios y otros vasallos; «Nada convendría más a Vuestra Real Hacienda —escribía en 1780— que eximirlos del tributo, señalando a cada uno en los resguardos de su pueblo el pedazo de tierra competente y dándole título de propiedad en él, para que lo labrase o dispusiese de él como propio… de este modo se españolizarían más breve mezclándose con las otras castas y dejando el carácter de indios con sus costumbres bárbaras o groseras…» (AGI, S. Fe 595).
Los historiadores recientes, por su parte, han realizado un estudio detallado del fenómeno y sobre todo del proceso de disolución de los resguardos que tuvo lugar a partir de 1755. Para el caso del área de Tunja, Orlando Fals Borda dio un primer tratamiento detallado al tema en El Hombre y la Tierra en Boyacá (pág. 35), donde trazó la evolución de los resguardos y estudió la liquidación de muchos de ellos hacia 1755 y 1777-78, cuando varios fueron disueltos, sus habitantes indígenas trasladados a otros pueblos de indios y sus tierras rematadas a vecinos del pueblo o a terratenientes de la región. Posteriormente los trabajos de Magnus Moerner, Germán Colmenares, Margarita González y Jaime Jaramillo Uribe añadieron nuevas informaciones y ofrecieron varias interpretaciones acerca del proceso que llevó a la disolución de los resguardos y acerca de sus causas y efectos. Aunque en líneas generales el resultado de estos trabajos ha sido ofrecer una visión del problema que resulta incontrovertible, se han dejado de lado aspectos básicos del tema y algunos de los investigadores parecen haber quedado encerrados dentro de una perspectiva que sigue muy literalmente el parecer de los funcionarios coloniales.
Estos, dentro de una lógica que para la época era prácticamente inevitable, vieron el problema en términos de las relaciones entre los «vecinos» y los indios, de la necesidad de tierras de la creciente población de mestizos y blancos y de la aparente abundancia de tierras de los disminuidos indios. Así, ofrecieron una imagen de la situación en la que acentuaron rasgos como el arriendo de partes de los resguardos a los vecinos, que permitían concluir que los indios se encontraban en posesión de más tierras de las que podían cultivar. Aróstegui, por ejemplo, atribuyó a los indígenas un ansia ilimitada de tierras incluso cuando en realidad las tenían en abundancia; «por muchísimas tierras que tengan, y por pocos que ellos sean, siempre se lamentan». A partir de este diagnóstico la propuesta lógica era tratar de resolver el problema de los vecinos sin tierra, que se veían obligados a pagar arriendos a los indios, limitando las propiedades abundantes de estos y rematándolas entre los no propietarios. Si recordamos que los resguardos de Tunja no ocupaban más de 30.000 hectáreas y que la población indígena se había reducido para 1778 aproximadamente a una cuarta parte de lo que había sido al asignarse aquellos —o sea que debía tener entre cuatro y cinco mil familias a finales del siglo XVIII en la región actual de Boyacá— resulta fácil suponer que por cada unidad familiar se disponía de tierras que no llegaban a un promedio de seis hectáreas, muy desigualmente distribuidas entre los diversos miembros de cada comunidad indígena. Mientras tanto, la casi totalidad de las tierras de la región había sido apropiada por un número relativamente reducido de hacendados blancos. Aunque algunos funcionarios españoles, como el Virrey Manuel Guirior, vieron en esta concentración de la propiedad la verdadera causa del problema, la mayoría de los informes de la época subrayan más bien la abundancia de tierras de los indígenas y ofrece como solución para los vecinos pobres el remate de estas. No es excesivo afirmar que detrás de esta visión, como premisa implícita, se encontraba la idea de que el indio necesitaba muy poca tierra, por lo cual cualquier sobrante inutilizado u ofrecido en arriendo podía quitársele justificadamente, mientras que la intangibilidad de las extensas propiedades de los hacendados tenía toda la fuerza de un lugar común.
Ahora bien, este punto de vista ha persistido en algunos de los historiadores recientes y ha orientado, en formas más o menos inconscientes, algunas de las líneas de sus análisis. Así, por ejemplo, Magnus Moerner, en su valioso estudio sobre la política segregacionista en el Nuevo Reino de Granada, explica el problema de los resguardos en términos de la disminución de la población indígena, el auge demográfico mestizo y la «escasez de tierras» que forzaba a los mestizos a vivir entre los indios. Jaime Jaramillo Uribe, por su parte, dice que para 1750 las tierras concedidas hacia 1600 a los indios eran «excesivas» para la población de entonces, «según pudieron comprobarlo las numerosas visitas de los oidores de la Real Audiencia en los territorios orientales del virreinato», y considera que la presencia de blancos y mestizos como arrendadores de los resguardos era explicable «a la luz del cambio demográfico que se venía cumpliendo».
En estas interpretaciones, la concentración en el aspecto demográfico del proceso hace que, aunque se analizan correctamente los principales aspectos del asunto, la existencia de un número notable de hacendados se desdibuje por completo y se pierda de vista uno de los elementos esenciales del tema. El mismo Luis Ospina Vásquez parece haber minimizado la importancia de las haciendas de la región a partir de la información sobre población de los pueblos de indios a la que tuvo acceso; «… los vecinos —los españoles— no son unos pocos, grandes señores latifundistas. Son numerosos en casi todos los pueblos y parroquias, y pobretones en general» (pg. 35). Aunque es cierto que los vecinos —que incluyen españoles y mestizos en el uso de finales del siglo XVIII, y no solo los propietarios blancos como durante el siglo XVI, y este parece ser el origen de la confusión de Ospina Vásquez— son muchos y pobretones, no debe olvidarse que unos pocos de ellos monopolizaban la tierra y esto explicaba en parte la pobreza de los demás.
De la documentación conocida y utilizada por los historiadores resulta, sin embargo, bien claro que la imagen de una numerosa población de vecinos instalada en las tierras y pueblos de indios, que deje por fuera del análisis las relaciones entre las haciendas y la población de los resguardos y entre aquellas y los vecinos resulta incompleta y excesivamente simple. La «escasez de tierras» no puede ser explicada únicamente en términos de un proceso de crecimiento de la población, ignorando el elemento institucional —apropiación de la mayor parte de la tierra por una minoría de hacendado— que orientaba hacia las tierras de los indios la presión de indios y mestizos. Lo que resulta, por otro lado, de la documentación originada en las visitas al oriente (las de Verdugo y Oquendo) en 1755, José María Campuzano en 1777 y Francisco Antonio Moreno y Escandón en 1778), es que, contra lo que se suma usualmente la mayoría de los vecinos de los pueblos de indios no ocupaban las tierras de los resguardos, sino que habitaban en tierras de otros propietarios, o como arrendatarios o en condición que la documentación no precisa. Para limitarnos a algunos pueblos cuya disolución fue propuesta por los visitadores, señalemos que en 1775 en Soatá de 606 familias blancas solo 49 vivían en el resguardo (AGI, SFE, 735); en 1777 en Chivitá, donde había 545 habitantes no indígenas, solo unos pocos vivían en el resguardo; en Tutasá, de 200 vecinos blancos, la mayoría carecía de tierras y por lo tanto «se veyan precisados a vivir arrendatarios de algunos dueños de tierras»; en Tibabosa se hablaba de varios vecinos «en las haciendas comarcanas retirados del pueblo» y algo similar se dice de Firavitova, Iza y Monguí; en Tota de 150 familias, 36 vivían en el resguardo. En 1778, se encuentran situaciones similares en Cucaita, Sáchica, Boyacá y Chiriví (AGI, SFE, 735). En términos generales en la mayoría de comunidades indígenas cuyo resguardo fue disuelto «vecinos» no se encontraban asentados sobre todo en el resguardo sino que se habían establecido más bien en las haciendas vecinas.
Resultaría interesante tener información específica sobre tales haciendas, para lo cual habría que revisar la documentación notarial de la región. Del mismo modo, convendría analizar en detalle la relación de los indígenas con la población de vecinos —a la que arrendaban sus tierras, pero muchas veces por rentas nominales, por tratarse de familiares— y con las haciendas en las que a veces trabajaban como concertados. Pero esto supondría un estudio fuera de los alcances de esta nota que no pretende más que señalar cómo ciertas imágenes mentales pueden deformar los testimonios históricos y cómo su persistencia puede incluso desviar la mirada de los historiadores más rigurosos. Todavía hoy, frente a los problemas agrarios del momento, no sería pertinente preguntarse ¿cuánta tierra necesita un indio?
*Este texto hace parte del número 12 de GACETA de 1977. En este enlace puede leer la edición completa.
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