Se pararon en la esquina, como todas las noches, y ella se dejó besar sintiendo que la mareaba el olor a pielroja, adivinando en su cuerpo las manos amarillas, cortas, de uñas duras y astilladas, estremeciéndose como tantas otras veces, hasta que se zafó de pronto, con cierta violencia, respirando hondo, susurrando un hasta mañana, apretando con fuerza las manos del hombre, y se alejó presurosa, cabizbaja, haciendo sonar sus tacones en la calle solitaria.
Abrió la puerta lentamente, tratando de hacer el menor ruido posible, y se deslizó por el estrecho corredor, tanteando para no tropezar. En la completa oscuridad de la casa escuchó la pesada respiración de la madre, y justamente en el momento en que la presintió, oyó su voz:
—¡Amanda!
—Soy yo, mamá.
—Son las diez y media. ¿Qué pasó hoy?— La voz temblaba.
—Fue el bus, mamá. Tuve que quedarme en el archivo, y luego no pasaba ninguno.
Asomó la cabeza a la alcoba y vio a la anciana en la cama, recostada en varias almohadas, azulosa la cara alumbrada por la luz que se colaba por entre las persianas. Por la posición supo que la había estado esperando.
—Podías haber llamado. Me pegas unos sustos terribles.
Hubo un silencio como una cuchilla mientras Amanda se quitaba el abrigo.
—Estuve muy mal hoy, Amanda. Estoy acostada desde las cuatro. Creo que tengo la tensión alta.
—¿Tómo el remedio, mamá?
—No. Es amargo y me da náuseas.
—Por eso se siente mal. El médico dijo que había que tomarlo todos los días.
Amanda se acercó a la mesa de noche y encendió la lámpara. La luz se reflejó en sus ojos saltones, rodeados de ojeras, y dio cierto brillo al vello que cubría sus mejillas. Abrió un frasco, limpió la cuchara con un algodón, se sentó al borde de la cama y sostuvo con una mano la cabeza de la anciana y con la otra la cuchara rebosante.
—No, no —dijo la madre en un quejido, moviendo la cabeza.
—No sea terca, mamá, es por su bien —La voz trató de ser amable, pero encerraba una dureza inocultable.
—Dios mío —dijo la madre en un susurro, abriendo y cerrando sus hinchados ojitos de tortuga, y tratando de recostar su cabeza sobre la almohada.
Los dedos huesudos hicieron presión en el cuello de la madre, levantándolo, y la cuchara se abrió paso entre los labios pequeños, apretados, surcados de innumerables arrugas que desaparecieron de pronto, pero sólo por un instante, para reaparecer en un gesto desesperado, de náusea incontenible. La anciana alcanzó a incorporarse y un agua clara, transparente, se volcó de la boca pastosa, de la boca que ahora lanzaba un quejido leve, constante.
Amanda fue por un trapo y limpió el tapete con diligencia, sin alardes, con la misma vanidosa pulcritud con que atendía a su madre desde que podía acordarse. Impregnó un pañuelo de alcohol y lo pasó por la frente de la anciana que, con la cabeza ladeada, jadeaba ruidosamente. Apretó luego entre la suya una mano gemela, huesuda y pálida, y así permaneció un rato en silencio, esperando que la madre se recuperara.
En la oscuridad un perfil repetía exactamente al otro, como dos sombras de una misma imagen, y sólo en la vacilación del mentón, en cierto inevitable temblor de la papada, se distinguía a la madre. En diez años de rutinaria soledad se habían asimilado con la misma fuerza con que se repudiaban. Habían aprendido a soportar los duros silencios, a recibir las duras palabras, a representar cada una un papel aprendido desde siempre. La hija creó el propio ritual de sus cuidados: aprendió a madrugar y a desayunar con té, a tomar el sol de las diez, a comer sin grasa, a tejer carpetas de crochet, a ir a misa de nueve los domingos, a poner inyecciones, a consultar cualquier cambio, a aceptar que era culpable, a cerrar las ventanas a las cinco de la tarde y a llamar dos veces diarias desde su trabajo de medio tiempo en la biblioteca.
Amanda fue hasta la cocina y sacó su comida del horno. Mientras la servía pensó que hoy sería el momento de hablarle. Le pediría que lo recibiera, que le hablara; experimentó un sacudimiento involuntario: su madre nunca habría aceptado su pelo peinado con grasa, sus uñas encorvadas y sucias, la torpe aspereza de sus maneras. Pero, además, habría podido ser cualquiera: bien sabía ella que la madre se negaba a pasarla al teléfono, que ocultaba cuidadosamente las llamadas.
Con el plato en la mano se sentó al borde de la cama. El rostro de la anciana se perdía entre el blanco de la almohada. La hija sintió lástima.
—Amanda, está haciendo un calor insoportable…
—El agua está sobre la mesa. Además el postigo está abierto.
—Creo que hoy estoy muy mal, Amanda. ¿Tú qué crees?
—Puede ser la tensión, mamá, nada más. El médico volvió ayer y dijo que estaba bien.
Amanda comía despacio, en la penumbra, bajo el rayito pálido de la lámpara.
—Podríamos rezar el rosario.
—Ayer lo rezamos.
—Hace falta rezar. Siempre tenemos algo que pedir a Dios.
—Ajá.
—Anoche no podía dormir. Te llamé y no me oíste.
—Llego muy cansada, usted sabe.
—Tengo miedo a morirme estando sola. Con mi salud…
—No va a morirse, mamá… Además Blanca está siempre viniendo a verla.
—¿Es tan necesario que estés trabajando? Con lo que nos dejó Víctor podemos…
—Mamá, no empiece.
—O a lo mejor me demoro en morirme. Sé que podría llevar otra vida.
—No quiero hablar de eso.
—Sé que soy un estorbo para ti. Me cuidas por lástima. Pero en Navidad Héctor mandará por mí; me iré a los Estados Unidos y tú tendrás tu vida.
—Está mandando por usted todos los años. Van cinco navidades que promete lo mismo.
—Este año será distinto y tú podrás descansar.
—Recemos el rosario.
—Te mudarás a un apartamento más pequeño y…
—No empiece, mamá, no empiece…
Amanda se incorporó con el plato en la mano. Mientras iba a la cocina le temblaban los labios y sentía los ojos llenos de lágrimas. Mañana seria igual, todos los días serían iguales.
—Hasta mañana —asomó la cabeza al cuarto y vio que la anciana seguía en la misma posición.
—Recuerda que a las dos toca la inyección. Blanca me puso la otra a las ocho.
Mientras se desnudaba trató de recordar las caricias de esa noche, pero sólo pudo evocar el olor que impregnaba su vestido. Ya en la cama oyó a su madre que respiraba sordamente. De cuando en cuando se oía un quejido. De nuevo le venía a Amanda aquella idea. Apretó los ojos con fuerza para ahuyentarla, pero estaba allí, palpitante, dolorosa, aterradora, y sabía de antemano que era imposible acallarla. Encogió las piernas y se tapó la cabeza. Quiso recordar los besos, las caricias, pero le fue imposible ante la fuerza de aquella idea que, como todas aquellas noches, le taladraba en la cabeza.
¿Y, si por fin, aquella noche no se levantaba a la hora indicada, sí oprimía de nuevo el despertador y se daba vuelta? Entraría en coma, había dicho el médico. ¿Y si hoy no le pusiera la inyección? ¿Y si no se levantaba, y si no quería ponérsela, y si fuera libre de una vez por todas, y si no tuviera que aguantar más llantos, ni poner más emplastos, ni dar más cucharadas, ni rendir más razones? Empezó a llorar quedamente, mordiéndose los labios. ¿Y si mañana se le entregara a él, ya, definitivamente, como él le insinuara? ¿Lo quería? Porque si no, no soportaría sus rudas palabras, su aliento, la torpeza de sus manos. No. Hoy no se levantaría. Suficiente había soportado ya. Tenía bastante con su dureza, con su ironía, con su vocación de mártir. Tenía ya bastante con haber llegado hasta los treinta y ocho años sin conocer el amor, condenada y reducida al trayecto de su trabajo, frustrada en mil viajes soñados, arrugada en la espera de algo que desconocía, muerta en vida hasta que alguien se ocupara de ella, siempre juzgada por sus ojos endurecidos, dominada a fuerza de quejas, explotada a fuerza de acusaciones, violentada, interminablemente dominada. Llorando fue quedándose dormida mientras pensaba en lo que sentiría al ver su cara mustia, sus ojos fijos.
Despertó, alarmada. Vio la luz del día metiéndose entre las persianas, y pensó, con horror que no había puesto el despertador. No había puesto la inyección. Se puso en pie de un brinco. Temblaba. Entraría en coma, había dicho el médico. Ya hacía dos meses, cuando se había retrasado en ponérsela, había sufrido convulsiones. Corrió al pasillo, aterrada, esperando ver el rostro lívido, los ojos desorbitados, la boca muerta. Un ruido ensordecedor la aturdió por un momento. Abrió los ojos. Alargó maquinalmente la mano y el ruido, continuo, exasperante, cesó de pronto. Estaba en su cama.
—Hora —pensó mirando el reloj —Hora de la inyección de mamá.
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