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Échele candela al monte

La Comisión de la Verdad entregó una colección de informes sobre el conflicto armado en las regiones en los que explica cómo la frontera agraria es nuestra frontera imposible. Armas y fraude han contribuido a la permanente reconfiguración violenta del territorio.
José Gregorio Hernández, «el médico de los pobres», y dummies impresos de Pablo Escobar, «el patrón», esperan sobre un tronco-coral en la orilla de Isla Palma. Poner a Escobar en pequeño significa alterar los roles: aquí, el extinto narco es movido y manejado al antojo del lanchero. «Los habitantes de Rincón del Mar recuerdan que hace más de veinte años el régimen de vida que les impusieron los paramilitares era de tanto temor y crueldad que por un capricho de Rodrigo Mercado, alias “Cadena”, se tumbó una escuela primaria para que no le siguiera tapando la vista al mar desde su casa, ubicada en pleno centro de ese lugar». Pablo Escobar, por su parte, mandó construir hoteles en Isla Palma, mientras que Hernán Vélez, del Clan Urdinola, lo hizo en Bahía Solano; ambos sitios servían para alojarse en sus visitas como lugar de verano. Foto de Santiago Escobar-Jaramillo
José Gregorio Hernández, «el médico de los pobres», y dummies impresos de Pablo Escobar, «el patrón», esperan sobre un tronco-coral en la orilla de Isla Palma. Poner a Escobar en pequeño significa alterar los roles: aquí, el extinto narco es movido y manejado al antojo del lanchero. «Los habitantes de Rincón del Mar recuerdan que hace más de veinte años el régimen de vida que les impusieron los paramilitares era de tanto temor y crueldad que por un capricho de Rodrigo Mercado, alias “Cadena”, se tumbó una escuela primaria para que no le siguiera tapando la vista al mar desde su casa, ubicada en pleno centro de ese lugar». Pablo Escobar, por su parte, mandó construir hoteles en Isla Palma, mientras que Hernán Vélez, del Clan Urdinola, lo hizo en Bahía Solano; ambos sitios servían para alojarse en sus visitas como lugar de verano. Foto de Santiago Escobar-Jaramillo.

Échele candela al monte

La Comisión de la Verdad entregó una colección de informes sobre el conflicto armado en las regiones en los que explica cómo la frontera agraria es nuestra frontera imposible. Armas y fraude han contribuido a la permanente reconfiguración violenta del territorio.

El 18 de octubre de 2002 murió asesinado un hombre honrado. Se llamaba Héctor Miranda Quimbaya y era notario en Pailitas, Cesar. Según un reportaje de Verdad Abierta, dos hombres le dispararon cinco tiros en su propio despacho. Semanas antes del crimen, los paramilitares de las AUC habían reunido a todos los notarios de la región para exigirles que decenas de predios que pertenecían a campesinos se les traspasaran a sus testaferros. Tenían afán de legalizar el despojo masivo que hicieron porque ya avizoraban una negociación de la que saldrían convertidos en hombres de negocios. Él se negó. Pequeños heroismos que hacen parte del legado de la resistencia en Colombia.

Me apoyo en su trágica muerte para ilustrar lo que ha sido durante más de un siglo lo que la Comisión de la Verdad llamó la «configuración violenta del territorio»: una mezcla de armas y argucias jurídicas que han evitado la distribución de la tierra y han retrocedido las reformas que se han intentado. Dicha reconfiguración explica por qué, a pesar de ser «el país de la belleza» y una potencia en biodiversidad, la frontera agraria no ha podido cerrarse y la deforestación sigue tragándose nuestras montañas y selvas.

La geografía del país se ha transformado en por lo menos tres ciclos de violencia, con intervalos de reformas que han funcionado de manera imperfecta e incompleta. La primera mitad del siglo pasadoestuvo marcada por las colonizaciones espontáneas y dirigidas por el Estado, que consolidaron la región Andina como eje de la construcción de la nación. En bordes de ese centro cafetero relativamente próspero se fue quedando un país marginal. Olvidado.

Este país periférico sería a la vez el escenario del segundo ciclo: una colonización desordenada y pujante de las zonas selváticas, territorios casi siempre habitados por pueblos indígenas y afrodescendientes, donde crecieron la coca, la minería y los gobiernos de facto, violentos e ilegales.

El tercer momento, paradójico, vendría justamente del intento de la Constitución de 1991 de construir una nación que integrara todo su territorio. Ilusión fugaz. En el triple juego de la descentralización política y fiscal, y la apertura económica neoliberal y la guerra por las jugosas rentas del narcotráficio y el petróleo, la selva y los territorios baldíos volvieron a ser el refugio de los más pobres y el botín de la codicia. ¿Estamos ahora frente a un cuarto ciclo?

 

Un nudo estructural

El problema se remonta, cómo no, a la Colonia, cuando grandes extensiones de tierra fueron entregadas por la Corona a unos cuantos beneficiarios que afincaron su poder con la independencia y,posteriormente, con las innumerables guerras civiles. Según la Comisiónde la Verdad, desde esos años tierra y poder político han sido vectores que se entrecruzan y se retroalimentan: la tierra es un factor de poder y el poder favorece la acumulación de tierras.

Al comenzar el siglo XX el país giraba en torno a la hacienda. Más que un sistema de producción, esta era un régimen de riqueza y de poder que «delineó un modelo de organización social estratificado», que tuvo diferencias dependiendo de la región. En el sur del Caribe, por ejemplo, el hacendado actuaba como un gamonal que definía a notarios, alcaldes y, en aquella época, también a jueces y hasta a los jefes de la policía. Los notarios, según el recuento histórico de la Comisión de la Verdad, «recibían el cargo como premio a sus servicios políticos y como una plataforma para promover su propia carrera política».

Buena parte del gran latifundio se hizo a punta de «correr la cerca» sobre las tierras de la nación. La cantidad de lagunas, ciénagas y esteros que fueron desecados para ampliar sus fundos darían para escribir una enciclopedia. Ello sin mencionar que en regiones cuyo problema agrario sigue vigente, como en el Catatumbo, el asunto comenzó con la concesión de tierras a compañías extranjeras, superponiendo estas incluso a los resguardos indígenas.

En 1926, la Corte Suprema de Justicia intentó ponerle coto a la apropiación ilegítima de estos baldíos y exigió que los supuestos propietarios demostraran la tradición de su propiedad, pues era claro que muchos no cumplían con este requisito. Un caso emblemático que reseña la Comisión en su capítulo sobre el campesinado fue el de la hacienda Sumapaz, cuyos dueños decían tener propiedad sobre 200.000hectáreas, pero solo podían sustentar propiedad sobre 9.000. Esta porosidad en las propiedades impulsó que campesinos se asentaran en ellas y luego exigieran su parcelación.

La reforma agraria que promovió Alfonso López Pumarejo, con la Ley 200 de 1936, se inspiraba en que la tierra debía ser para el que la trabajara y buscaba castigar su acumulación ociosa. Sin embargo, contra esta reforma cerraron filas los gamonales de ambos partidos y el latifundio siguió intacto dado que figuras administrativas como la expropiación fueron tildadas de «comunistas». Así la colonización se convirtió en la vara mágica para eludir el problema de la tierra.

Según la Comisión de la Verdad «los campesinos empezaron a ver cada vez más lejos la redistribución de los valles interandinos», que son los más productivos del país. Los páramos, las remotas sabanas, la selva y los playones fueron las únicas posibilidades de acceso a la tierra.«Échele candela al monte» y, de ahí en adelante, tome posesión sobre la parcela quemada a ver si algún día se la reconocen como propiedadpor posesión. Cada vez más lejos, cada vez en lugares con menos Estado y menos gobierno. «De esta manera grandes partes del territorio quedaron por fuera del proyecto de Estado Nación», explica la Comisión de la Verdad.

El corolario de esta acumulación de tierras y la expulsión de los campesinos fue la guerra civil bipartidista de los años cincuenta en donde hubo de todo: desde ventas forzadas, quema de fincas, extorsiones, en fin, abandono de pueblos enteros. Y una gran masa desposeída que emigró a las ciudades con su cultura campesina dentro de las mochilas.

 

La frontera imposible

Con la llegada del Frente Nacional y sus aires reformistas a finales de los años cincuenta se intentó de nuevo una reforma agraria. Los conflictos agrarios volvían a estar al rojo vivo, pero esta vez el comunismo se había alzado con unos cuantos triunfos en países donde primaban también las grandes haciendas. Cuba, por poner solo un ejemplo.

En 1961 se aprobó la Ley 135 cuyo subtexto era estabilizar la paz del Frente Nacional y modernizar el sector rural. Los Estados Unidos, que actuaban ya en el escenario de la Guerra Fría, la apoyaron de manera entusiasta convencidos de que este sería un plan contrainsurgente eficaz. Para 1960 había por lo menos ocho conflictos agrarios de gran envergadura en Cundinamarca, Magdalena, Atlántico, Bolívar, Valle del Cauca, Santander, Norte de Santander y Tolima, casi todos por aspiraciones de los campesinos de que se parcelaran grandes haciendas.

Nada más conveniente en medio de la Guerra Fría que señalar de comunistas a los campesinos sin tierra. Estigmatizar sus demandas como parte de un programa contra la propiedad privada y tratarlos como enemigos. El mejor ejemplo de este artilugio ocurrió en Riochiquito, Cauca, donde por las luchas indígenas de las décadas anteriores, lideradas entre otros por Quintín Lame, los pueblos habían recuperado parte de sus resguardos. Allí el líder comunista Ciro Trujillo había iniciado una experiencia agraria con más de 5.000 personas y fue uno de los sitios bombardeados por el Ejército en 1964. En su momento,el general del Ejército Alberto Ruiz Novoa, ya en retiro, denunció que los terratenientes querían «apoderarse de las ricas tierras que hoy explotan los campesinos para lo que no vacilan en incitar al Ejército a entrar a sangre y fuego a la región». Este ataque, junto al de Marquetalia y El Pato, marcó el inicio de una colonización de la selva y los territorios baldíos del sur del país. De nuevo, échele candela al monte.

Esta reforma tuvo un nuevo ímpetu en 1966 cuando llegó a la presidencia Carlos Lleras Restrepo, un hombre recio con sincerasconvicciones en esta materia. Para entonces, según escribió él mismo, el 55% de los predios del país tenían menos de cinco hectáreas y ocupaban el 4% de la tierra productiva, mientras el 64% de la tierra productiva estaba en manos del 4,5% de los propietarios y correspondían a predios de más de 100 hectáreas. Cinco décadas después de que Lleras se jugara a fondo por la reforma, en 2010, el panorama era que el 77% de las tierras estaba en manos del 13% de los propietarios y comprendían predios de más de 200 hectáreas.

Con Lleras se creó una burocracia comprometida con ella (en el Incora) y un movimiento campesino y popular que le servía de base social, presionando la distribución de tierras con las tomas y las movilizaciones. Sin embargo, los caciques locales lograron bloquear las reformas a través de sus arreglos con los grandes jefes de los partidosque dependían de sus votos para hacerse elegir. Todo se consumó en elPacto de Chicoral de 1972. Ese pacto, de élites locales y nacionales, es el que mantiene la miseria en Colombia, según la tesis expuesta en múltiples ocasiones por el nobel de economía James Robinson.

 

Contra la selva

Desde finales de los años setenta los narcotraficantes emergieron como una élite económica que compró al contado las mejores tierras: los valles. Muchas de estas fincas estaban asoladas por la extorsión y el sabotaje de las guerrillas comunistas y el recambio de propietarios fue expedito. Los narcos las querían para proteger e incrementar sus rutas tanto terrestres como marítimas y aéreas.

En el Magdalena Medio y Córdoba, las tierras quedaron masivamente en manos del cartel de Medellín; en el Meta, nombres como el de Víctor Carranza asociado a millones de ellas; los narcotraficantes del Valle hicieron lo propio. En un informe de la Contraloría de 2003, citado por la Comisión de la Verdad, se establece que para entonces el 43% de las tierras productivas estaban en manos de narcotraficantes, de las cuales se habían incautado menos del 10% y expropiado poco más del 1%.

Los narcotraficantes también fueron claves en la expoliación de la selva con la siembra de marihuana y coca bajo el modelo «hacendatario», como ocurrió a principios de los ochenta en Putumayo y Caquetá. Vino a ser la presencia fuerte de las guerrillas en estos dos departamentos lo que ocasionó la disputa temprana entre paramilitares e insurgentes. Estos últimos comenzaron a regular no solo el mercado de la coca sino la vida de la gente, con violencia, por supuesto.

Las fumigaciones y erradicaciones forzadas empujaron a los campesinos hacia la selva, aupados por los grupos armados que se disputaban los cultivos, los laboratorios y los corredores por donde se movía el negocio. Muchos de estos cultivos se establecieron en parques naturales o en territorios ya asignados a comunidades indígenas y pueblos afrodescendientes. La selva, que es el 51% del territorio colombiano, fue una víctima más.

 

Vende o le compro a la viuda

En 1994, el gobierno de Ernesto Samper se animó a un nuevo intento de reforma agraria con la Ley 160 de 1994 que creó la figura de las Zonas de Reserva Campesina con la que se evitaba que siguiera la colonización desordenada. De nuevo, los campesinos que aspiraron a ellas fueron tildados de guerrilleros de civil y potenciales enemigos. En los años siguientes, la guerra más intensa que ha vivido Colombia ya estaba desatada y parte de la estrategia de los narcotraficantes, agrupados como paramilitares en las AUC, era vaciar los territorios donde las guerrillas eran o habían sido fuertes.

Para despojar la tierra de los campesinos, literalmente se usaron todas las formas de lucha. Desde las triquiñuelas legales y el uso de notarios que bajo presión o soborno hicieron traspasos masivos, hasta la violencia directa. La frase de combate era «o vende usted o le compro a la viuda».

Esa «configuración violenta» se cristalizó en territorios críticos para el negocio del narcotráfico como Urabá, Catatumbo o el Magdalena Medio, y también para ellos consolidar el poder regional en entramados de negocios, elecciones y control social.

Esa guerra de tierra arrasada duró una década y produjo la mayor parte de las víctimas del país, convirtió a los campesinos en desplazadosy les arrebató por lo menos cinco millones de hectáreas. Un ejemplo es Montes de María. En Sucre se habían titulado 50.000 hectáreas por reforma agraria, pero se despojaron 56.000 y en Bolívar se adjudicaron 153.000 y despojaron 136.000

La mezcla de narcotráfico y guerra cambió el mapa del país. Todos los territorios de la periferia que el Estado había dejado a su suerte se configuraron como teatros de operaciones. Algo similar ocurrió en los territorios de las FARC-EP. Ante el evidente fracaso de la toma de Bogotá, el plan B consistió en crear un gobierno propio en el sur del país. Para ello establecieron corredores entre cordilleras, llanuras, selvas y mares para mover sus tropas y sus negocios. En esos corredores también se produjo despojo, casi siempre a colonos pobres.

Ahora, el tercer factor que hizo expandir la frontera agrícola en los noventa y entrado el presente siglo, según el Informe de la Comisión de la Verdad, fue el modelo económico que desató la apertura económica. La guerra se entrecruzó con los intereses de grandes empresas mineras o agroindustriales, especialmente las del carbón y la palma de aceiteque, en algunos casos, se beneficiaron del caos y usaron su poder e influencia para quedarse con buena parte de los territorios.

El balance general fue de más de seis millones de hectáreas despojadas o abandonadas y un proceso de restitución de tierras que ya cumple más de diez años y avanza a paso de tortuga.

 

¿Y ahora qué?

Se suponía que la paz que se firmó en 2016 cambiaría la tendencia histórica de quemar monte y selva para obtener tierra, pues el Estado podría intervenir dentro de la frontera agrícola con una agenda de desarrollo rural integral pactada en La Habana. No pasó exactamente así.

Los cultivos de coca se expandieron, ya no como efecto de la erradicación sino de la pujanza de un mercado de 20 millones de consumidores en el mundo. Este año, según la ONU, no solo se mantienen las 250.000 hectáreas cultivadas, sino que el comercio de cocaína creció un 50%.

La minería, sobre todo la criminal, sigue devorando los lechos de los ríos, sin ningún control ni estatal ni comunitario. Los grupos armados han sofisticado sus maneras de controlar el territorio e incrementado sus negocios en la selva: desde el tráfico de personas hasta la deforestación, que crece a una tasa de 200.000 hectáreas por año. Incluso en lugares tan preciados ambientalmente como Chiribiquete.

Nos asomamos a un nuevo fracaso. El acuerdo de paz buscaba entregar tres millones de hectáreas dentro de la frontera agraria. Ocho años después no se ha llegado ni a un 20% de esa meta. La persistencia de grupos ilegales y la inacción del Estado se está devorando la selva a una velocidad mayor que las anteriores. Las economías ilegales han consolidado poderes armados que deterioran la selva y los acuíferos.

La agenda agraria hoy día es la protección de los ecosistemas y no solo la justicia social en el campo. Ello requiere de acuerdos y pactos locales; que el Estado en las regiones actúe. En eso podrían invertirse gran parte de los nuevos recursos que recibirán por transferencias de la nación.

Cerrar la frontera agraria es una necesidad no solo para poder generar una economía en los territorios, sino para construir Estado y ciudadanía. Democracia. Si en 2002 el heroísmo del notario Héctor Miranda Quimbaya no pudo frenar la contrarreforma agraria, el asesinato de 248 líderes ambientales desde 2016 debería ser un motivo de acción y no otro sacrificio inútil.

Para la Comisión de la Verdad el problema de fondo es el sistema político de estos territorios: el entramado entre élites legales e ilegales para extraer y explotar los recursos naturales; dejar el hueco, correr la cerca y echarle candela al monte. Así la frontera agraria, nuestra frontera imposible, es la frontera del sistema que nos gobierna.

Nota: Este artículo se basó en los textos «Ensayo introductorio» y«El campesinado y la guerra», de la colección Colombia Adentro, del Informe Final de la Comisión de la Verdad.

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