La carrera de Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) es amplia y un poco inabarcable. Ha escrito novelas, ensayos, poemarios. Ha ganado premios de novela, de ensayo, de poesía. Ha estado con editoriales independientes y con grandes sellos editoriales. Existen diferentes formas de acercarse a su obra y su pensamiento, que no es el mismo y se sigue transformando y descubriendo. Porque en su esencia, como en el de las grandes obras y autores, habita una curiosidad por el mundo y por los afectos.
Es, como él muchas veces se ha definido, un poeta. Un poeta que hace novelas, un poeta que hace ensayo, prosa, narrativa. Pero un poeta al fin y al cabo. Una persona capaz de hacer mutaciones en el sistema literario.
«Hay dos grandes revoluciones que han influido en la estética de los últimos quince años, o por lo menos desde la crisis económica del 2008. Primero está la idea del cuerpo como centro, para estetizarlo y problematizarlo. Lo segundo es el gran tema mundial: la relación humano-máquina, en tanto inteligencia artificial».
Hace unos años, en una conferencia, hablaste sobre cómo el Proyecto Nocilla representaba también la necesidad de romper con unas formas de la literatura de los noventa para entrar en el posposmodernismo. Veinte años después de Nocilla, ¿hay algo para romper hoy?
Es una buena pregunta. Claro que hay algo que romper, siempre hay algo que romper. Siempre hay una vanguardia. La literatura siempre es crítica con algo, con lo que sea —una posición estética, social, política o artística—; pero para funcionar tiene que intentar mirar la cara B del mundo. Cuando todo el mundo mira hacia un lado, la literatura ha de decir: «Ahora vamos a dirigir la mirada hacia este otro lado, a ver qué ocurre». Por lo tanto, siempre hay algo que romper.
El Proyecto Nocilla efectivamente rompió moldes y abrió otros. Veinte años más tarde está traducido a quince idiomas. Y allá donde voy me dicen: «Pero, en 2004, ¿cómo pudiste ver lo que iba a ser esto hoy?». Pues no lo sé, humildemente. Yo dije lo que creía que tenía que decir. Estaba en mi casa, a mí no me conocía nadie. Hoy, sinceramente, no sé bien qué hay que romper. Seguro que lo hay, pero soy consciente de que el tiempo pasa también para mí. Yo ya hice una vanguardia y ahora me cuesta. Intento seguir la vanguardia de hoy, pero tengo una edad y voy teniendo tics más conservadores, incluso en cuanto a la literatura y las artes.
Lo que sí tengo claro es que hay dos grandes revoluciones que han influido en la estética de los últimos quince años, o por lo menos desde la crisis económica del 2008. Primero está la idea del cuerpo como centro, para estetizarlo y problematizarlo. Hoy en día toda revolución de masas ha de pasar antes, fíjate, por el cuerpo. Lo cual, ojo, tiene dos vertientes. La más superficial y onírica es que las revoluciones del pasado se han cambiado por cirugías estéticas. Y otra más vanguardista es que toda revolución social ha de pasar antes por la redefinición de un cuerpo en el sentido político. Es lo que han venido haciendo los nuevos feminismos y las nuevas configuraciones corporales. El cuerpo es el gran tema de los últimos quince años; y no ha terminado, con los riesgos de que se convierta en tic y una moda, como siempre ocurre. Pero cuando escribí el Proyecto Nocilla, ese tema no estaba ahí.
Lo segundo es el gran tema mundial: la relación humano-máquina, en tanto inteligencia artificial. Esa va a ser otra vanguardia. No sabemos cómo problematizarla, si a favor, en contra o críticamente, pero eso está ahí.
Hay un momento en tu libro Madre de corazón atómico en el que hablas de la generación de tu padre, que tenía una fe incondicional en el progreso: las cosas siempre iban a ir a mejor, para adelante. ¿Cómo se relaciona esa fe con el cuerpo hoy?
Es difícil de responder. Está la pregunta fácil: ¿tenían razón y siempre avanzamos, siempre hay progreso? Bueno, el cuerpo, de algún modo, avanza cual máquina. Se están redefiniendo los cuerpos para mejor: había cosas del cuerpo inhibidas, apartadas, desde tendencias de género a deformaciones o miedos. Había ocultaciones del cuerpo. Todo eso se ha desvelado, y puede ser una respuesta a favor de los que creen en el progreso. Los que no tienen fe en el progreso podrán decir: «No, perdona, todo ha ido a peor. Todo se ha convertido en mercado, el mundo se ha banalizado, ahí están TikTok y las redes; todo el mundo quiere ser guapo siempre, y eso es imposible». Y también estamos hablando del cuerpo, ¿no?
Yo me declaro, no tan ingenuamente, a favor del progreso como algo beneficioso. Tengo una actitud optimista, antropológicamente hablando. Todo lo que escribo lo escribo porque creo que es para mejor. Y te diré más. Me molestan mucho los discursos —sean intelectuales o publicitarios o políticos— que nos dicen que el mundo se acaba. Yo no creo que el mundo se acabe. Llevan treinta o cuarenta siglos diciéndonoslo y no se ha acabado. Veo que es una forma de meter miedo a la gente, una forma de control. Cuando le inoculas el miedo a alguien, lo tienes controlado para siempre. Y yo me niego.
Soy optimista respecto al mundo, al futuro. No sé si vamos a mejor o a peor, pero, desde luego, continuamos, ¿no? Y eso para mí es muy importante, es algo vital que está en toda mi literatura, que no es pesimista. Incluso Madre de corazón atómico —que habla de la muerte de mi padre: imagínate, joder— es un libro optimista, que habla de que vamos hacia adelante, de que el legado que me deja él no es llorar, al contrario; el legado que me deja es decir: «tú, tira». Me considero optimista antropológicamente hablando.
¿Y sociológicamente hablando?
Ahí ya no tanto. Porque veo cada cosa, que digo: «Dios mío». Son hechos aislados, lo comento en mi casa con mi esposa: «Joder, ¿tantos años de una educación supuestamente depurada, la socialdemocracia, para llegar a esto?». Un niño que sale por ahí diciendo que la tierra es plana, o que solo le preocupe pintarse, que no sepa cosas de cultura básica. Ostras, claro, a veces soy sociológicamente pesimista. Y a veces veo cosas terribles, que digo: «¿Usted no se da cuenta de que lo que está diciendo es absurdo?». El otro día, por ejemplo, cuando murió el Papa Francisco, salió un cardenal en televisión, uno que es papable, de casi ochenta años, y dijo: «Dios ya sabe cuál es el próximo Papa, pero nosotros no». Y lo dice tan tranquilo, como si le hablara a tontos. Bien, lo puedo entender porque es una persona que está en una fe, tiene una edad, es un ministro de la Iglesia. Vale. Pero barbaridades así se las oyes a personas supuestamente educadas y cultas, que no tienen nada que ver con lo esotérico —porque al final la religión es un esoterismo— y yo digo: «¿Tú de verdad me estás diciendo esto?». A veces me escandaliza, lo admito. Por eso, socialmente hablando, muchas veces no soy tan optimista.
Hay algo al final del libro, y con esto no creo que dañe nada…
Pero si eso da igual. Me gustaría hablarte sobre eso, lo que llaman spoiler, ¿no? Es una cosa absurda que la gente de las teleseries ha metido en el mundo: la trama. En la buena literatura, la trama es lo de menos. Todo el mundo sabe cómo acaban El Quijote o Hamlet, y nos seguimos emocionando. Es un paréntesis muy interesante de teoría crítica o literaria. Lo importante no es que no sepas lo que va a ocurrir, sino que cuando ocurra, aunque lo sepas, te sigas sorprendiendo. Por eso las grandes obras son grandes. Toda gran obra está destinada a ser releída, o por lo menos tiene esa voluntad. Si solo la lees una vez y no vuelves a ella, no era una gran obra. Y cuando vuelves, aunque sepas lo que va a decir, te emociona igual. Puedes hacer todos los spoilers que quieras, me da igual. Tengo claro que mi literatura es buena.
«Cuando dos amantes se unen, crean una ciudad propia que solo conocen ellos, nadie más en el planeta Tierra. Si esa pareja rompe, la ciudad queda sola y vaga por el mundo. Es una sensación melancólica tremenda. De ahí que toda ruptura sea un crimen».
Bueno, pues te quería hablar del final: la aparición del amor como un hecho.
La última página, claro. Es la página más importante que, para mí, he escrito nunca.
Es una página conmovedora. ¿Qué papel juega el amor en tu optimismo?
Un papel absoluto. Es curioso, porque mi anterior libro con Seix Barral es una novela que se llama El libro de todos los amores, donde hago un catálogo de doscientos tipos de amor. El amor mueve el mundo… y ahora parece que soy yo quien habla como un Papa. Pero es que el amor mueve el mundo, incluso en un sentido de reconocimiento de las cosas. Tú estás bebiendo ese café y has dejado la taza, no la has tirado y la has roto, porque hay una sensación implícita de amor hacia un objeto que ha fabricado alguien que está ofreciendo un servicio. En este sentido, el amor es una celebración de lo que va hacia adelante.
Hay algo que contaba en El libro de todos los amores que ya está en Nocilla lab: cuando dos amantes se unen, tienen una vida, crean un lenguaje y un mundo propio. Y, digo yo, una ciudad propia que solo conocen ellos, nadie más en el planeta Tierra. Me parece alucinante que haya algo en la Tierra que solo puedan ver dos personas. No una, tampoco tres porque ya no funciona. Luego viene la segunda parte: si esa pareja rompe, como ocurre habitualmente, ¿a dónde va esa ciudad? Es una pregunta poética. Y como poeta, mi idea es que la ciudad no se destruye, como se podría pensar. No, la ciudad queda sola y vaga por el mundo, sin ningún habitante, distópicamente: nadie podrá habitarla de nuevo, ni siquiera los que antes eran amantes. Es una sensación melancólica tremenda. De ahí que toda ruptura sea un crimen.
Luego, el amor como sentido amplio de construcción, me interesa mucho. Lo pensé con el cine, pero se puede aplicar a todo: nadie va al cine pensando en que la película celebra la muerte. Nadie. Aunque haya muerte, tú vas pensando en que se celebre la vida. Pasa igual con un libro, o con la gente: tú no quedas con un desconocido pensando que se va a celebrar la muerte, sino que hay una posibilidad de que se celebre la vida, de que haya un contacto. Eso es amor también. Por eso en Madre de corazón atómico en la última página me doy cuenta de que la verdadera herencia que me dejan mis padres, aparte de pertenencias materiales, es que me dé cuenta de que el amor existe.
¿Puede el amor dinamitar las identidades?
El amor siempre dinamita identidades. Si es amor, es para construir otra identidad. Nadie está con alguien para dinamitarse y no conseguir algo mejor. Podríamos entrar incluso en teorías de lo material, la idea de capital simbólico de Bourdieu: nadie da nada por nada. Cuando das una moneda a un pobre, en realidad estás ganando algo, lo que se llama el capital simbólico. En mi ensayo La forma de la multitud, de Galaxia Gutenberg, abordo esto también. A lo que voy es que el amor dinamita, claro que dinamita, pero se entiende que es para construir algo. De hecho, el amor es transformarse el uno en el otro. Es un absurdo buscar alguien como tú, porque para eso ya estás tú, ¿no? Para buscarme a mí mismo, me basto yo.
Tanto la identidad como la inteligencia artificial buscan hacernos previsibles. ¿El amor puede transformar eso?
La estandarización es algo que todo gobernante quiere. La sociedad quiere personas previsibles. El principio de gobernanza es la pedregosa previsibilidad. Y se ve en las redes sociales, el lenguaje que se adquiere y cómo todo el mundo se expresa de la misma manera, desde onomatopeyas hasta frases, formas de vestir o de comportarse.
Desde España lo veo muy claro, por ejemplo, en el lenguaje, algo que viene de Estados Unidos, pero que a España ha llegado por Latinoamérica. Palabras como «reportar». En español no existe «reportar», es «informar». Sin embargo, ahora ya se dice «reportar», vino de América Latina, y vosotros lo cogisteis del inglés. Eso crea una hegemonía que ya atraviesa varias culturas. Pasa también con la forma de abordar afectos de manera corporativa. La gente más joven habla como si fueran personajes de Disney Channel y utilizan un lenguaje de alta empresa, pero son niños y niñas de diez años: «Tengo que gestionar mis emociones». ¿Qué tontería estás diciendo? Ni que fueras el ejecutivo de la General Motors.
La uniformización afecta al amor y cómo nos relacionamos. En ese sentido hay que intentarse revolucionar, que las formas en las que te relacionas con el mundo, en el plano de los afectos, no estén estandarizadas en todo momento. Pero, ojo, todo tiene un rebote. Esa no estandarización, en cuanto el mercado la ve, la apropia y la convierte en estandarizada. En La forma de la multitud, que fue Premio Eugenio Trías de Ensayo en 2022, lo llamo ecocapitalismo: capitalismo vehiculado a través de nuestras emociones para que hagamos lo que el mercado quiere. Ya no hace falta aquello que decía Foucault de vigilar y castigar, todo lo contrario. Se trata de satisfacer todos nuestros gustos, como los niños pequeños, y nosotros lo queremos todo ahora. Ahora reclamamos emocionalmente y el mercado dice: «Sí, te lo voy a dar porque yo voy a obtener algo». Hay un momento en que el mercado absorbe la revolución de los afectos —la moda queer, por ejemplo— porque ahí hay dinero. Por no hablar del ecologismo: ahora parece que la Shell es la más verde.
¿Y el esoterismo?
Es un tema que nunca he tocado ni me interesa. Claro que hay un hay un esoterismo ancestral —clásico, vamos a decirlo así—, que ha sido totalmente absorbido por el mercado. Incluso ese no me interesa para nada. Yo vengo de una tradición helénica. Como todos, vengo de la lógica aristotélica mezclada con el judeocristianismo: eso es Occidente. Respeto el esoterismo, pero no está en mi tradición, está fuera de mi lógica. Y además lucho cada día contra el uso que el mercado hace del esoterismo, porque genera una especie de corriente acientífica.
Es la manera del capitalismo de absorber el esoterismo para proporcionarte ese bienestar, lo que quieres escuchar…
Obviamente, y no puedes ver más que anuncios en la televisión que te venden una planta antigua para sentirte mejor. Es un realismo mágico puro pensar que todo lo antiguo fue mejor. Si fuera mejor el mundo se hubiera quedado ahí, pero hemos evolucionado hacia otros lugares. La humanidad, en su conjunto, no es tonta. La gente no está educada en filosofía y ciencia, y nos enseñan que todo lo que dice la ciencia es verdad. Pero es lo contrario: la propia ciencia dice que es falseable, admite que puede estar equivocada. Y cuando ve que está equivocado, cambia de teoría para ir hacia otro lugar. Por eso nos ha sido útil desde siempre. Lo único que nunca cambia son la fe, las religiones, el dogma. Los diferentes esoterismos también se basan en una serie de dogmas inamovibles.
Mi madre se murió hace seis meses, con cien años. La madre de corazón atómico tenía cien años. Ella, que vivió todo el siglo XX, prácticamente, me contaba cosas de cuando era pequeña. Yo le decía: «Bueno, es que estamos mal»… y me contestaba: «Tú no sabes ni lo que dices. No sabes lo que es vivir mal, ni cómo se vivía antes». Hay mucha mitología de sofá o de salón, ¿no? Y está bien, pero no todo lo antiguo o anterior es necesariamente mejor.
En Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo, Santiago Gerchunoff habla de los peligros de usar la historia para predecir lo que va a pasar. Lo veo con lo que dices, pensar que lo que nos va a curar está en nuestro pasado.
Sí, aunque lo quieran vestir de progreso, eso es totalmente conservador. Con la alimentación es tremendo lo que está pasando en España, con todo lo que viene de lugares «ancestrales», mejor si son de Latinoamérica. Fíjate qué mecanismo tan perverso es ese: es una mirada exótica, es decir, es una mirada colonial. Como la kombucha, que es mejor que lo que tenemos aquí porque viene de lejos. Ahí hay todo un mercado en torno a esa sensación de lo exótico, es un colonialismo 4.0. «Exótico» es una palabra terrible para mí. No hay nada exótico en el mundo.
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