No es una casualidad que Efraín Oyaga viva a pocos metros del monumento a los Fundadores en la plaza Simón Bolívar de Agua de Dios. Cuando llegaron desterrados, sus padres refundaron el pueblo, dándole ese carácter cosmopolita que hace que parezca hoy un lugar más próximo al Caribe que a sus vecinos del Alto Magdalena. La casa de Efraín y Gloria es amplia, profunda, de techos altos. Cerca de la puerta de entrada, Efraín tiene su estudio de producción audiovisual y su biblioteca. Desde allí alimenta el canal de YouTube donde ha publicado videos sobre la historia de Agua de Dios, algunos de los cuales cuentan con más de setenta mil vistas. Aparte de homeópata, especialista en la enfermedad de la lepra y la historia del pueblo, Efraín hizo del contar con imágenes el centro de su vida.
Su canal de YouTube arma un álbum de Agua de Dios. Allí nos enteramos cómo fue fundado por enfermos de lepra expulsados de Tocaima en 1870 en tierras que le compró el Estado a Manuel Murillo Toro. En ellos Efraín canta el bolero «El Puente de los Suspiros» con arreglos suyos y letra del poeta Edgar Rodríguez. El bolero apostrofa al puente que conectó a Agua de Dios con Tocaima para desconectarlo del país, una estructura colgante de una sola entrada por la que pasaban los enfermos tras despedirse de sus familias. El puente es «testigo del destierro, de crueles separaciones, amigo triste», canta Efraín. Allí también está la historia de la militarización del lazareto a comienzos del siglo XX, su sellamiento con alambre de púas y el confinamiento, detrás suyo, de personas afectadas por una enfermedad vista como un crimen. El collage de videos muestra una micro-Colombia hecha de desterrados de todas partes del país que recibió a artistas de fama como Luis A. Calvo o Adolfo León-Gómez; pero también a personas anónimas que son hoy tesoros morales de la comunidad. Tal es el caso de la poeta Arcelia Josefina González, recordada hoy todavía con cariño como la profe Chelita. Los videos llegan al presente. Allí está la conversión del lazareto en municipio en 1963 y la formación de su primer consejo. Y un desfile de Pascua y el asalto al Banco Popular en el 2008.
Siempre que hablamos lo hacemos en el estudio en donde hace estos videos. Efraín es un hombre grande, pesado, de casi ochenta años, pero que se mueve, vuela diría yo, por su estudio sobre los rodachines de su silla con la comodidad y el sentido de aventura de un tarzán de libros. Se pasea por su biblioteca mostrándomelos. Toma lianas largas —libros de medicina u homeopatía— y otras cortas: poemas, crónicas, novelas. Todas tejen la historia del lazareto. Allí hay clásicos como Apuntamientos para la historia de Agua de Dios (1925) de Antonio Gutiérrez Pérez o el libro de testimonios Bajo el ardiente sol de Agua de Dios de Antonio Martínez Morales (2001). También otros en los que viajeros como yo han imaginado al lazareto con tintes góticos o melodramáticos. Es el caso de novelas como El puente de los suspiros (2012) de Elena Peroni o Al amanecer entenderás la vida (2013) de Gustavo Bolívar.
Es viernes, estoy con él y con Gloria, y me dice al sentarme: «aquí todos los viernes se toma aguardiente estemos o no estemos nosotros». Y se echa a reír una de esas buenas risas suyas que comunican la vivacidad de un adolescente. Tiene una presencia que transmite, antes de hablar, la cultura Caribe con la que sus padres llenaron la casa en donde creció. Yo, hijo de cartageneros nacido en Bogotá, me siento tan a gusto que el aguardiente me sabe a la casa en donde me crie.
«Un buen día», entona con una fluidez de cuentista, «se nos perdieron las llaves de ese armario, ¿no Glorita?», y apunta a la biblioteca que está detrás de mí. Gloria asiente. De cuerpo menudo, caminar firme y una elegancia sin pausa, Gloria tiene la fortaleza de las obras que ha hecho. A pesar de ser más reservada que Efraín, o tal vez por serlo, es dueña de una energía concentrada que le ha permitido ser concejal varias veces y coordinadora de la educación del municipio. Contesta con igual competencia preguntas por wasap del estilo «¿qué ropa le pongo a mi hijo para la primera comunión?» hasta liderar la reconstrucción de las escuelas veredales. Cuando me ve mirar hacia atrás, hacia la biblioteca que fue armario, Efraín retoma:
—Se nos perdieron las llaves. No las encontrábamos. Entonces dijimos «pues rompamos esa vaina». Veinte años de tener el estudio aquí y no sabíamos qué había adentro. Nos daba como cosa porque era una madera hermosa, muy fina. ¿Sabes qué salió? Estaba allí el acta de matrimonio de mis papás, en donde me entero que mi mamá era dos veces casada y nunca me lo dijeron en la vida. Me entero cómo habían comprado esta casa, o sea, las casas no se vendían, se vendían las mejoras. Porque este era un sistema comunista. Las camas, los bombillos, las llaves, todo era del Estado, no de las personas. Entonces, cuando tú vendías una casa, no vendías la casa, vendías las mejoras. Decías, «señor, yo construí un baño. Me costó tantos pesos. Démelos». Y así. Encontramos allí también los escritos de mi papá.
La palabra «papá» ilumina su rostro y lo empequeñece habitándolo de ternura. Efraín me dice que los cuentos escritos por José Luis Oyaga relatan la historia del éxodo de los costeños a Agua de Dios. Más de cuatrocientos fueron expulsados en 1950 de Caño Loro. El motivo de su expulsión y la destrucción de su pueblo hay que buscarlo en la prehistoria del turismo en Cartagena. Las autoridades decían que no podía haber un lazareto en la bahía cuando se quería hacer de la ciudad la capital turística del país. En septiembre de ese año la FAC bombardeó «el barrio de arriba» de Caño Loro, como se lo llamaba para distinguirlo del «barrio de abajo» en donde vivían quienes no sufrían de lepra. El desplazamiento había comenzado antes. A finales del siglo XVIII, la corona española envió a los enfermos de lepra del Hospital de San Lázaro en Cartagena a Tierra Bomba, convirtiendo a Caño Loro en el nuevo lugar de destierro para otros enfermos. En 1950, el gobierno pensaba que las ondas explosivas eliminarían el bacilo de Hansen, la bacteria que causa la lepra, al tiempo que se hacía un espectáculo militar y se abría el cielo para el entrenamiento de aviadores ante otro miedo distinto al bacteriano: que la Guerra de Corea (1950-1953) se expandiera por todo el hemisferio sur al calor de la Guerra Fría. Estas conexiones no eran descabelladas para la época. Piense el lector que la novela Chambacú, corral de negros (1963) de Manuel Zapata Olivella cuenta la historia del reclutamiento forzado de afros en el barrio cartagenero de Chambacú para alimentar con sus vidas el Batallón Colombia en esa guerra lejana.
Después de que la FAC bombardeó el lazareto, el padre de Efraín escribió acerca de ese éxodo en su máquina de escribir con dos lápices atados con cauchos a sus manos y puestos por el lado del borrador. Como dedos prostáticos, los lápices invertidos le permitían escribir con efectividad. Así dio cuenta de la historia en contra de la borradura de Caño Loro y del olvido de su nuevo destierro. En uno de sus relatos el padre cuenta la historia de un cura mexicano de apellido Begerisse que decía que con la llegada de los caribeños a Agua de Dios venía el diablo, que no les hablaran, que esa gente tomaba, hablaba duro, bailaba y lo peor es que no respetaba a las autoridades eclesiásticas. No se arrodillaban cuando pasaban los curas. No les decían «su Excelencia». En otros contaba las formas de supervivencia de los desterrados apenas llegaron. Las carretillas que armaban para vender sus productos en el pueblo, que la policía les tumbaba o esquilmaba. En otro documentó que de las cuatrocientas personas que habían llegado en ese vuelo, ochenta habían muerto el primer año. «De tristeza», me dice Efraín, y se toma un aguardiente. «Habían perdido el paisaje. Imagínate: tenían el mar, el infinito, se podían volar a Cartagena, veían las luces próximas, esa era su cultura. De pronto los expulsan a un pueblo lleno de boyacenses, de cundinamarqueses, en donde les dicen que ellos son el demonio. No les hablaban».
«Había que borrar a esa gente». La voz de Efraín modula la del presidente Mariano Ospina Pérez (1946-1950). Ese era su plan. Caño Loro se había convertido —y al decirlo acaricia las palabras— en el «rinconcito de amor» que habían levantado sus padres. «Habían construido un pueblo muy lindo». Su madre, Dilia Díaz, expulsada de Barranquilla, y José Luis, originalmente de San Zenón (Mompox), habían reinventado frente a Cartagena sus vidas destruidas por el primer destierro.
—Sí, borrar el pueblo, porque dizque era malo para el turismo de la ciudad. Imagínate: pensarían que los turistas preguntarían qué quedaba allí frente a Cartagena ¿Un leprosorio? «No podía ser», dijo el ministro de Higiene.
Efraín también imposta las hoscas palabras del Ministro y una arruga cruza la frente de un hombre de común alegre. Se queda callado. Es como si estuviera viendo un pueblo sobre el mar cuyas luces se apagan.
—¿Sabes que no recuerdo su nombre?…el nombre del Ministro. Tanta rabia me da ese personaje que siempre se me olvida su nombre.
Yo ofrezco algunos tratando de legitimarme como conocedor libresco de esta historia.
—¿Lucio Pabón? ¿el Cojo Montalvo?
—No, no, no.
Como no queriendo oírlos, aparta esos sonidos con la cabeza. Vuelve a su relato y reconstruye otra vez la escena volviendo a un momento anterior al bombardeo:
—Se reúnen los generales, el ministro de Higiene y el presidente Ospina. «Presidente, es el colmo que haya un leprosorio frente a Cartagena y que los turistas tengan que ver eso cuando entren por la bahía», le dice el de Higiene. El de Defensa dice : «yo necesito esa isla para que mis pilotos practiquen. La guerra de Corea está cerca». Entonces meten a todos los habitantes del lazareto en un avión de carga, sin sillas, y los llevan hasta el aeropuerto de Flandes. De ahí los embuten quién sabe dónde y luego los traen a Agua de Dios. Mi papá mientras tanto siempre escribía. Escribía. Escribía — Y Efraín hace con su mano un gesto de una pluma que escribe sobre el aire.
Vuelve a la muletilla «imagínate» pero en su caso esta palabra toma otro vuelo: es un poner los pies en la tierra, no volar a la ficción, sino contar con llaneza lo que pasó. El padre de Efraín, en la voz de su hijo, fue un historiador de su destierro, alguien que no se quedó callado y siguió publicando en periódicos del interior del país, del Huila y del Tolima. Efraín matiza:
—La cosa aquí era muy elitista. En este barrio vivía la élite, no monetaria, sino intelectual. Allá los Mora, más acá los Ramírez, aquí los Oyaga —dice y dibuja un mapa de apellidos en torno a la plaza Simón Bolívar. Mi papá tuvo la fortuna de tener una inteligencia, digamos, empírica, superior. El Consejo de la Judicatura lo había nombrado Juez Promiscuo de Caño Loro en Cartagena. Él no era abogado, no era ni bachiller, pero había estudiado inglés por correspondencia y escribía en los periódicos de Eduardo Lemaitre, el historiador cartagenero. En los escritos de mi papá, los del armario, está su historia: ahí cuenta qué y cuantos libros había leído a los quince años, cómo se había enamorado de una monja en Caño Loro, cómo era la vida en San Zenón, su pueblo. Allí la gente era muy culta, tenían varios periódicos para un pueblo tan chiquito.
La memoria como armario —la gran mejora escondida, sin precio— viene a la mente de quien escucha a Efraín. Ese armario lleno de la historia secreta de sus padres se opone a las palabras del presidente Ospina Pérez y de sus ministros.
—Yo soy una persona muy traumatizada por toda la persecución que hizo el Estado contra nosotros. Mira: mi papá sabía que si él me traía a Agua de Dios en 1950 yo sería secuestrado y separado de él. Para siempre.
El énfasis en estas últimas palabras convierte su voz en un puente entre la suya y la de su papá, como si se tomaran de la mano dos hombres de casi ochenta años, pero uno fuera todavía su hijo pequeño.
—Así ocurrió con todos los demás, cientos de muchachos. Entonces mi papá llamó a mi abuela a Barranquilla y le dijo «no, lléveselo». Mi abuela vino a Caño Loro y me llevó para Barranquilla. Y me tuvo allí mientras a mis papás los trajeron aquí. Yo tenía cuatro años cuando esa separación. Viví con mi abuela y mi bisabuela y una tía. Mis papás, mientras tanto, recién llegados a Agua de Dios, organizaron la comunidad costeña para hablar con el cura y acabar con esa animosidad en contra de ellos. Le explicaron que venían de una cultura diferente. Le dijeron que no tratarlo de «su Excelencia» no quería decir irrespetarlo, sino que era considerarlo un miembro más de la comunidad, un amigo. Luego de dos años de haber llegado, de haber conseguido esta casa, de haberle hecho mejoras, llamaron por mí. Llegué a los seis años acá. Mi abuela viajó conmigo en avión a Bogotá, luego en tren a Tocaima y luego en chiva hasta Agua de Dios. Antes de entrar al lazareto me metió en una talega de tela, de esas que usan los marineros. Me cubrió con ropa y me dijo que no me moviera. Así cruzamos el retén del Puente de los Suspiros y luego el de Tocaima. El encuentro con mis papás fue de una gran alegría —todavía lo recuerdo— pero después, ante el miedo de las batidas que hacía la policía externa buscando niños sanos para meterlos en preventorios y separarlos de sus papás, mi papá le pidió el favor a un vecino, Benjamín Puín, que no tenía hijos y que tenía un zarzo con un colchón, que me dejara vivir allí. La policía interna —hecha de habitantes enfermos (a quienes les han diagnosticados lepra, hoy curable) y sanos (que podrían sufrir enfermedades más graves)— no molestaba, así que podía hacer una vida más o menos normal hasta que mi papá, otra vez, se enteraba de que iban a haber una redada y me escondían. Pero eso no podía seguir. ¿Cómo iba a crecer así?
Efraín se detiene en medio de esa fuga por entre sus recuerdos. Abre un archivo de su computador y me muestra una selección de su álbum de fotos. Allí aparece una imagen de él, de diecisiete días de nacido, en Caño Loro, antes del destierro. Su mamá, muy joven, lo tiene a medio alzar, para que se le vea el rostro, y mira a la cámara sonriente. Su padre también lo sostiene con una mano, es parte de esta escena y la captura para un Efraín grande, para este Efraín que ha tenido muchas subidas y bajadas desde entonces. La madre escribió al margen de la foto tratando de explicarse con números la felicidad que cambió su vida: «Dic 25 de 1946, 17 días». Al ver esa foto creo oír las risas de los padres esponjadas por el oxígeno del Caribe.
Hay muchas más en el álbum pero hay una en la que me detengo. No aparecen los padres y por tanto, en contraste con la anterior, marca su ausencia forzada, su nuevo destierro. Es Efraín en Barranquilla, protegido, a lado y lado, por dos mujeres, su abuela y su bisabuela con quienes sus padres lo habían dejado. Como ellas, Efraín no mira hacia la cámara. Ligeramente estrábicas, sus miradas casi se inclinan hacia la derecha. Lo que puede ser una marca de la inocencia de Efraín —no mirar a la cámara— es una dura tristeza en la mirada de las mujeres que lo cuidan. Es como si los tres se sincronizaran en una mirada desplazada, la del fotógrafo, pero también la de sus padres que están lejos, a la derecha del mapa, en Agua de Dios. Con sus ojos las mujeres suplen las miradas que faltan. Las miradas presentes y las ausentes cuentan la historia del desmembramiento de la familia y me preguntan todavía, con esa fuerza del amor, qué pasará con ese niño, cuándo volverá a ver a sus padres.
Le pregunto a Efraín por su casa en Caño Loro, por el mar, por la azul resistencia en la mirada de su abuela, tan joven, que me impacta. «Se me confunde todo. Me vienen tantas cosas a la cabeza, Santa Pacha, con tantas preguntas que me haces», me dice. Toma un hilo de su niñez. Como si se protegiera, retrocede en el álbum a la foto en la que su mamá lo alza. Me cuenta que esa foto fue en el patio trasero, «un patio que daba contra la inmensidad del mar», me dice, señalando la foto.
—Escarbaba allí conchas y corales, hacía torres o los organizaba en figuritas.
Esa imagen de Efraín como recolector de la resaca que arroja el mar, como escarbador de recuerdos, como coleccionista de fotografías en su álbum, es la que me llega ahora a mí, frente al mar de su historia, como la narración de un hombre que no ha dejado de ser ese niño que no olvida el mar suyo y de sus padres y que nos trae estas historias lejanas y nos las hace próximas, como si él fuera otro mar, un mar humano, que no quiere olvidar, que no quiere que olvidemos que hubo en Caño Loro un patio y unas risas y un niño con padres que a pesar de todo era feliz jugando con conchas.
En Agua de Dios, cuando cumplió los siete años, su papá le regaló su primera cámara. Hay una foto en su álbum que conmemora ese momento. Efraín la toma con las dos manos y las casas del lazareto se ven atrás. Mira a la cámara de su padre y sonríe con la emoción de ser visto por él jugando a ser adulto. Imagino que obturan la máquina al mismo tiempo. En las miradas que se cruzan hay un amor que sobrevive al tiempo. Pienso que la cámara es un regalo con el que su padre quería conectarlo con el mar del cual venían. Es un regalo para seguir coleccionando la resaca del mar, no ya conchas, sino otra luminosidad, la de su nueva vida en las montañas de Agua de Dios, uniéndola con la de sus padres, para que no se desperdigaran como conchas, sino que se reuniera en las fotos de los dos lugares, las de Agua de Dios con las de Caño Loro, en ese álbum de una familia que había sobrevivido a todas las tormentas.
Efraín hoy conserva las fotos de su padre y las suyas propias —las reveló en una caja de galletas en el baño de la casa— en los álbumes que su mamá armó escribiéndole siempre las fechas en el reverso. El lugar siempre era el mismo: Agua de Dios o Caño Loro.
Su niñez no lo suelta. De esa foto que lo retrata como fotógrafo pasa a una historia que lo convierte en estudiante:
—Mi mamá había sido profesora en Caño Loro y lo siguió siendo en Agua de Dios, pero de otra manera. Cuando era niño jugaba conmigo un juego de roles. Me decía, poniéndome la maleta para ir al colegio, «despídase, dese una vuelta por la plaza y vuelva y me saluda como si yo fuera su profesora. No me diga, hola, mami. Dígame, buenos días, profesora». Y así ocurría. Al final del día me despedía de mi profesora y salía con mi maleta. Daba la vuelta a la plaza y volvía, tocaba la puerta y mi mamá me abría. «¿Cómo le fue en el colegio, mijo?»
Como no había escuela en el pueblo para niños sanos —los niños estudiaban en internados, llamados preventorios, construidos en la cordillera— su madre luego adoptó a otros niños sanos que, como Efraín, no tenían donde estudiar. La casa de Efraín y Gloria tiene una placa que conmemora esa reconversión casa-colegio-casa. La placa dice: «Reconocimiento de cariño y gratitud al colegio Santa Teresa de Jesús y a sus fundadores en los 40 años de labor educativa. Padres de familia y alumnos 1952-1992».
Su mamá se cansó de esconderlo y le consiguió una beca en el colegio salesiano León XIII de Bogotá. Allí estuvo requinterno hasta su graduación a los dieciséis años. Su infancia me parece una versión de El barón rampante (1957), la novela de Italo Calvino en la que un niño vive subido en los árboles. La fuerza de Efraín, a diferencia del personaje de Calvino, proviene de otros acicates más terrenales: el miedo a la policía y el amor a la familia. Esta historia de una niñez perseguida por el Estado y protegida por sus padres —por sus historias, por su armario, por sus fotos— resuenan con particular emoción para quien lo escucha en la voz y en el cuerpo de un hombre de ochenta años. Conmovido entiendo por qué en la memoria de Efraín sus padres y su abuela toman la dimensión de héroes.
Pero hay una razón más para que ese armario del comienzo de esta historia sea el lugar en donde la memoria de los padres se convierte en un cerco protector de su hijo. Hay una parte de la historia que permaneció escondida para mí, en ese armario, durante mis primeras visitas. Tal vez Efraín no me tenía confianza, tal vez se escondió esa historia de sí mismo, tal vez no venía a cuento pues pertenecía a otro momento de su vida. Cuando Efraín y Gloria rompieron ese armario encontraron algo que había descansado junto a los cuentos de José Luis y el acta de divorcio de Dilia. Eran los alegatos que había escrito el propio Efraín para tratar de disputarle a su exesposa —Gloria es su segunda esposa, me entero en ese momento— la custodia de su hija. Tras una separación consensuada, Efraín se la llevó a Agua de Dios a vivir en la casa de sus padres mientras tramitaba el divorcio. Su exesposa empezó a luchar con abogados por quitarle la custodia al enterarse de que la niña vivía allí también con José Luis y Dilia, sus abuelos. Su argumento era que su hija no podía vivir con ellos pues eran enfermos de lepra. Efraín perdió el caso a pesar de contrargumentar de muchas maneras que la lepra no se contagiaba de esa manera y menos con enfermos tratados. No ayudó el hecho de que su exesposa fuera jueza y su nuevo marido también. La policía vino una mañana a llevarse a su hija. Efraín no la habría de ver por veinte años más.
Muchos años después, cuando Efraín rompió el armario de sus padres, encontró, sorprendido, sus propios alegatos. Las razones que tuvieron para conservarlos me son esquivas: ¿la esperanza de un nuevo pleito resuelto en su favor? ¿La prueba del amor de su hijo por su nieta? ¿Del amor de ellos por ambos? ¿Una pieza más de la historia de su destierro? Todo es posible. Esta es una historia en donde se duplican muchos elementos. Sus padres, como él mismo, sufren de nuevo otro desmembramiento familiar fruto del estigma.
Después de la conversación con Efraín salgo y le doy una vuelta a la plaza frente a su casa. Pienso en el hijo de Dilia que salía para volver convertido en estudiante. Pienso en este mundo de transformaciones y desplazamientos —sanos, enfermos, profesoras, estudiantes, padres, madres, hijos, Barranquilla, Mompox, Caño Loro, Bogotá, armarios que son bibliotecas, niños fotógrafos— y entiendo por qué Efraín quiso quedarse en la casa de sus padres en Agua de Dios, trabajar en el lugar en donde ellos dormían, estar cerca de ellos para siempre. Hizo allí su rinconcito de amor con Gloria. A pesar de sus esfuerzos por no perder la custodia de su primera hija, perdió, como sus padres, una batalla contra el estigma. Pero no quiso legarles el destierro a sus demás hijos. Como él, en esa casa se criaron, y hoy están en otras partes del mundo pero por su propia voluntad: en República Dominicana, en Bogotá o en España.
Su nieto autista de siete años vive con ellos y construye castillos en lego que ni un adulto, me dice Efraín, los puede hacer. «Y menos destruir», recalca.
«El armario de Efraín» es un fragmento del libro inédito El álbum de Magdalena, de Felipe Martínez Pinzón.
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