En el último tomo de En busca del tiempo perdido el narrador asiste, en el París de la Gran Guerra, a una de esas reuniones mundanas que tanto frecuenta a lo largo del libro. Pero esta es distinta: en la famosa matinée en la casa de la princesa de Guermantes, Marcel (Proust) observa a sus personajes como a través de un vidrio, difusos y deformados; ve en ellos los estragos del tiempo. Los descubre como una comparsa de fantoches que, sin embargo, le inspiran algo parecido a la piedad. Proust construye una especie de danza macabra en la que todos esos aristócratas (o aspirantes a serlo) que alguna vez admiró y de los que buscó su atención, se descomponen ante sus ojos. Es el pasaje de la obra del escritor que mejor describe la decadencia de un mundo, y al mismo tiempo su conversión en material literario.
Hace poco volví a ver la larga y minuciosa adaptación que Luchino Visconti hizo de El Gatopardo (1963), la novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, apenas unos pocos años después de su publicación póstuma. La dilatada escena del baile, al final de la película de Visconti, es narrativamente lerda, visualmente extraordinaria y moralmente significativa. Con su fascinación por las «formas vacías», o a través de este vaciamiento, es que vemos el derrumbe del mundo que representa el príncipe Fabrizio. El príncipe deambula de salón en salón y realiza su propio —y melancólico— inventario de fantoches. No se le escapa la evidencia de que Tancredi, su amado sobrino, después de su entusiasmo inicial por Garibaldi y la unificación de Italia, se ha convertido en un oportunista que encontrará su acomodo en cualquier nuevo régimen. Don Fabrizio decide entonces refugiarse en un aristocrático desdén por la vulgaridad del mundo que nace, no sin antes entregarse al último fulgor de un baile con la bella Angélica, hija del alcalde y representante de los nuevos ricos; y esposa de Tancredi. Luego Fabrizio desaparece en un callejón oscuro, símbolo de su disolución.
La frase más famosa de la novela de Lampedusa es la que Tancredi le arroja en la cara a su tío: «para que todo siga igual es necesario que todo cambie». Ese dictamen ha servido para definir emociones políticas asociadas a la nostalgia, el inmovilismo, la adaptación e incluso el cinismo de las élites. Es lo que se conoce como gatopardismo. Lo que vemos en la adaptación de Visconti sí es, sin embargo, como en la novela de Proust, el final de un mundo y el comienzo de otro, con nuevas reglas y alianzas en las que no todos sobreviven, o de las que no todos quieren participar. Visconti se entrega a la observación de las formas vacías de la aristocracia y ve cómo el quiebre de esas formas en las que se sustentaba su poder, es un quiebre real, y no una simple anécdota accesoria para que todo siga igual.
Sí, hay un provecho y un mérito en explorar otros puntos de vista posibles en El Gatopardo, y en desobedecer con este gesto a los materiales de origen. Sin embargo, la adaptación de Netflix es obediente al extremo de sus propios códigos narrativos. Su rigidez y acartonamiento formal parecen la llave maestra que abre las puertas de este nuevo régimen audiovisual.
Netflix, o el viejo y el nuevo régimen
El estreno de una nueva adaptación de la novela, bajo el sello infaltable de Netflix, pone a prueba varios prejuicios. Prueba de ellos soy yo mismo que antes de ver la serie de seis capítulos de la poderosa plataforma escribí en X: «El sábado volví a ver El gatopardo de Visconti. Sé que hay una nueva versión y que es de Netflix, empeñado en reescribirlo todo a su estilo. Pasaré a chismosear, pero estoy seguro de que nada puede ser mejor que el don Fabrizio de Burt Lancaster. Nada». No hay duda de que expresé un desdén aristocrático, nacido del dogmatismo cinéfilo. ¿Qué males asociados al gatopardismo, o contrarios a él, padecemos los críticos?
Suponer a priori que nada puede superar a las edades de oro del pasado tiene su reverso en la idea de que el arte progresa hacia una conquista plena de sus medios de expresión. Con frecuencia me encuentro con que mis estudiantes, una generación nacida en la era de Netflix, dicen que una película les gustó o sorprendió, a pesar de lo vieja. El cine, cuyo lenguaje estético está en gran medida relacionado con los avances de la tecnología —avances que además, o al menos algunos de ellos, han ocurrido a los ojos de todos—, es más proclive que otras artes a ese tipo de condescendencia. Pero al mismo tiempo, no hay nada objetivo que impida concebir la posibilidad de que una obra audiovisual actual sea mejor que otra del pasado. ¿Nos equivocamos en la utilización de una palabra como mejor que supone admitir que existe un régimen competitivo en el arte?
El Gatopardo de Netflix no es mejor que el de Visconti, pero tampoco se trata de la mera copia de un modelo con su respectiva adecuación a los nuevos tiempos. Es simplemente distinto, y mucho. En la nueva versión el cambio tiene mucho más peso que aquello que permanece igual. Me refiero a los cambios respecto a la visión de Visconti, e incluso de la novela, no a lo que concierne a la transformación de Italia en el siglo diecinueve. En la serie, que se inspira en la novela y en cartas del escritor, y que rellena vacíos de información histórica, las motivaciones de los personajes, su coherencia o doblez, está presentada de manera más rotunda. Hay menor ambigüedad. Concetta, la hija mayor de don Fabrizio, recibe mayor atención y se convierte en una especie de conciencia moral de la familia y en la única persona capaz de ponerle freno al autoritarismo del príncipe. Con esto último la serie gana desarrollo y amplitud, y una perspectiva de los hechos que no existía en la película de Visconti.
Pero no solo eso. Mientras la película de 1963 termina con la derrota espiritual de don Fabrizio y la aceptación melancólica de que no le interesa pertenecer a estos nuevos tiempos (aunque haya movido fichas para acomodarse a ellos), en el epílogo de la serie es claro que el poder de la familia, o al menos su ambición, siguen en pie, y que es Concetta la pieza del engranaje familiar que se va a emplear a fondo en este propósito. En últimas, la serie de Netflix sí afirma, vueltas más vueltas menos, que todo cambia para que todo siga igual.
Si esa es la frase más célebre de la novela y de sus adaptaciones, y la que permite sobrevivir en un coctel, no hay mucha duda de que se debe a que conecta con un inmovilismo dominante en la sociedad, que favorece sobre todo a los poderosos. Si a esta primera se suma otra frase de la novela: «y después será distinto pero peor», se completa un círculo de escepticismo que no deja de tener su encanto. En la presentación de un episodio dedicado a El Gatopardo en su podcast Calamares en su tinta, el escritor colombiano Juan Esteban Constaín dice que la obra es «una bellísima reflexión sobre el paso del tiempo y la inutilidad de todas las quimeras políticas». Es el lugar común presentado como erudición, y la consagración del inmovilismo necesario para dedicarse a las cosas que, al parecer, sí importan. ¿Cuáles? Constaín no lo dice y yo no las voy a suponer.
La serie, insisto, suscribe ese conformismo e inmovilidad, en muchos aspectos más allá de su diciente final. En otras ocasiones he hablado del régimen de visibilidad total que se impone en muchas de las producciones más cuidadas y costosas de la casa Netflix. Este nuevo régimen se logra, entre otras cosas, y más aún si se trata de series o películas de época, con kilos y kilos de vestuario y utilería, drones, y cierto tipo de cámaras e iluminación que ofrecen versiones monumentales del pasado o de las culturas locales. Como Cien años de soledad, El Gatopardo, aunque tiene un equipo artístico mayoritariamente inglés, es hablado en el mismo idioma de la novela, en este caso el italiano. Parece, a pesar de eso, que el espectador ideal de este tipo de productos es una especie de turista audiovisual sin nacionalidad, hambriento de tours por todas las culturas del mundo, incluida la propia, a la que también debe reaccionar como si estuviera de paso. En este tour nunca, en realidad, se pierde el amarre a una experiencia narrativa central que lo organiza todo. Y que es más o menos la misma con independencia de la cultura local a la que se le quiera hacer un guiño.
En El Gatopardo de Visconti es casi completa la ausencia de color local. De hecho, hay pocos exteriores. El mundo en el que el director italiano se sentía cómodo, en esta etapa de su cine, era el intérieur burgués y aristocrático. La versión de Netflix, por el contrario, abunda en imágenes de la isla de Sicilia, distantes, aéreas, sin ningún interés por acercarse a un paisaje geográfico o mental, puramente expositivas, lo que se podrían llamar planos de establecimiento, regados por toda la narración. Se trata de una actitud que quizá exprese bien un ethos de esta época: el mandato de consumirlo todo a golpe de vista. Y pasar rápido a lo siguiente.
No quisiera llegar al punto de negar lo que ya dije. Sí, hay un provecho y un mérito en explorar otros puntos de vista posibles en El Gatopardo, y en desobedecer con este gesto a los materiales de origen. Sin embargo, la adaptación de Netflix es obediente al extremo de sus propios códigos narrativos. Su rigidez y acartonamiento formal parecen la llave maestra que abre las puertas de este nuevo régimen audiovisual. Y el acartonamiento formal siempre conlleva un acartonamiento ético y político. En este estado de cosas se supondría, entonces, que hay dos opciones principales, y lo digo a la vez como espectador y como crítico: negociar como Tancredi la pertenencia a este mundo que emerge y buscar medrar en él, o escoger el orgullo de don Fabrizio y desaparecer rumbo a una vejez nostálgica y melancólica. Morir, dormir, tal vez soñar, como Hamlet, o como dice don Fabrizio que les gusta a los sicilianos.
O puede existir una tercera: seguir creyendo que hay formas de ver y ser todavía no probadas, y entender que no es ni posible ni deseable un retorno al pasado en brazos de la nostalgia, pero que al mismo tiempo es intolerable un porvenir donde, por un exceso de ampliación de sus posibilidades, la imagen se termine volviendo algo inane. Si todo es filmable, en todas partes y a toda hora, nada realmente importará. Pido disculpas por la digresión futurista, aunque no tantas pues ese futuro es ya.
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