Las minas de oro del Alto Andágueda estaban situadas en el corazón de una de las muchas montañas que forman el nudo de San Fernando. La zona está llena de rocas muy empinadas, tapizadas de selva y cubiertas de niebla. De la vegetación brotan cascadas de agua fría que se despeñan por entre las rocas y forman el río Azul. Este va a caer luego al río Colorado.
Esa mañana, en la misión, nos dijeron que para llegar hasta el río Colorado todavía era necesario recorrer muchos kilómetros de selva. Las mulas solo llegaban hasta la misión. Por eso decidimos partir muy temprano llevando nada más que la parte esencial del equipaje. A los pocos kilómetros tuvimos que atravesar un azaroso puente de guadua construido por los indígenas sobre el río Conondo. Para mantener el equilibrio había que agarrarse de un cable de acero que ya estaba a punto de reventar. Los pequeños hilos cortados día a día por el óxido y la tensión hirieron las manos de casi todos los miembros de la comisión. Las mías empezaron a sangrar, pero yo me quedé callado, como los indios. Un poco más adelante cruzamos otro puente de madera que unía las dos orillas del río Andágueda. Era una obra de ingeniería que me pareció admirable. Los indios dijeron que el puente lo había hecho el padre Betancur.
A partir de allí caminamos varias horas por las montañas de la margen izquierda del río Andágueda. Durante el camino, se viajaba acompañado casi siempre por una llovizna menuda y constante. Aún en los picos más altos podíamos escuchar abajo el rumor de las aguas del río Andágueda que corrían sobre un lecho de rocas.
Terminamos la jornada en la mitad de la tarde, acosados por el hambre, después de alcanzar la cumbre del alto de Chichidó. Desde allí podía verse un hermoso valle tapizado de selvas inmensas surcadas por los ríos Paságuera, Patadó, Chuigo y Churina. Sobre el camino estaba la fonda de Guillermo Murillo. Desde la puerta podía abarcarse de una sola mirada toda la región, casi siempre atravesada de sur a norte por gruesos jirones de niebla muy baja, que se metían entre los árboles como si fueran ríos.
Allí descansamos mirando el atardecer y esperando a los indígenas que supuestamente venían detrás de nosotros con las provisiones. Pero ellos no llegaron. En cambio, vinieron al rancho de Guillermo varios emberás de Paságuera y Cascajero que iban a acompañarnos hasta el río Colorado.
Por la noche, los indios hablaron de la mina. Durante la conversación, uno de ellos se quejó de que Jaime era quien señalaba ahora quiénes podían trabajar. «Está mezquinando la mina», dijo al final. Al día siguiente, con más hambre aún y sin desayunar, emprendimos el viaje hacia el alto de Cascajero. Después de atravesar el lomo de la cordillera, repleto de vegetales extraños y serpientes, descendimos nuevamente hasta las orillas del Andágueda. Varios indígenas silenciosos permanecieron adelante y atrás del grupo. En el camino, en medio de la vegetación, oíamos de vez en cuando ruidos de tambores que parecían tocados por manos invisibles. Todos sabíamos, a pesar de la aparente soledad de las selvas, que muchos ojos nos miraban.
Finalmente, subimos por una pendiente interminable que dejó sin fuerzas a casi todos los miembros de la comisión, incluidos los indígenas que nos acompañaban. Cuando llegamos a la cumbre, uno de ellos dijo riéndose que a esa loma, en lengua emberá, la llamaban «revientaculos». Bajando del alto, en un claro de selva que apareció de repente, pudimos ver por fin el verde valle que forman los ríos Azul y Claro y, junto a ellos, el imponente río Colorado.
Cerca a la confluencia de los tres ríos había una pequeña casa de madera y zinc donde, según los indígenas, habían dormido durante muchos años cientos de mineros que llegaron a la zona de Dabaibe, años atrás, cuando la producción de oro en la mina de Morrón estaba en pleno auge. Allí nos estaban esperando Jaime Montoya, Humberto Montoya y un grupo de indígenas del cabildo.
Cuando llegamos, poco antes del mediodía, blancos e indígenas nos recibieron con mucha alegría. Jaime Montoya era un hombre bajo y fornido, de voz firme. A pesar de la barba espesa que cubría su cara no parecía tener ni siquiera treinta años. Vestía ropa de dril de color caqui y usaba, como casi todos los indígenas, botas de caucho. Como el día estaba nublado y hacía frío, se había puesto una chaqueta de corte militar. En la cabeza, en vez del tradicional sombrero de ala corta de los emberá, tenía puesta una boina con una pequeña estrella de metal. Por momentos, cuando uno lo miraba, con esa boina y esa barba se parecía a los retratos del Che Guevara. Desde el primer saludo, todos nos dimos cuenta de que los indígenas lo trataban con mucho respeto.
Apenas se enteró de que no comíamos desde la víspera porque el mercado se había quedado en el camino, Jaime Montoya organizó un grupo de cargueros con la misión de ir hasta donde fuera necesario a recuperar la carga abandonada por las mulas. Después mandó enlazar un novillo que estaba pastando en los potreros, cerca del río. Los indios lo mataron de un tiro en la cabeza. Media hora más tarde lo pelaron y lo deshuesaron con sus cuchillos mientras nosotros descansábamos del largo viaje en uno de los cuartos del campamento.
Por la tarde, conocimos el oro en polvo. El metal no brillaba en absoluto. Parecía arena sucia de color cobrizo y era muy pesado. Jaime tenía algunos sacos guardados en el campamento. A la caída del sol, se armó una fiesta alrededor de la fogata donde los emberá asaban la carne del novillo.
Esa noche vimos por primera vez a Aníbal Murillo, el indígena que había descubierto la mina. Era un hombre alto, de hombros fuertes y brazos gruesos. Estaba vestido, como casi todos los emberá, con un pantalón de dril, una camisa de algodón, abierta en el pecho, y ya un poco desteñida, un sombrero de campesino paisa y unas botas Croydon, «La Macha». Andaba entre sus hermanos de raza como un indio más. Sin embargo, la gente lo miraba con respeto. El único rastro de su hallazgo estaba en su dentadura. Mientras hablaba, por momentos, el oro brillaba en el fondo de su boca.
Al día siguiente, después de conversar varias horas con los indígenas, decidimos ir hasta la mina. El camino subía en forma suave por una de las orillas del río Azul. Después empezaba a reptar por la ladera de una montaña muy verde. Al terminar la cuesta, sobre una pequeña meseta, encontramos una casa enorme, construida en madera, y escondida entre la neblina sempiterna de los farallones. Allí se acababan todos los caminos. Tanto el pico de San Fernando como las demás montañas azules que la rodeaban parecían inexpugnables. La niebla solo dejaba ver durante algunos minutos las cascadas formadas por las aguas de varias quebradas que se despeñaban desde lo alto. La lluvia cayó toda la tarde sobre aquel sitio. Los indios nos dijeron que aquella era la antigua mayoría de la mina de Morrón.
Cien metros más abajo, sobre el cañón del río Azul, podían verse los techos de zinc, mojados, del molino californiano donde era apisonada y lavada la tierra sacada de los filones, para extraer el oro. Sobre la ladera de enfrente, arriba, entre unos peñascos, estaba la veta descubierta por Aníbal Murillo.
Esa tarde, los indígenas también nos mostraron las instalaciones de la antigua mina de Morrón. Escobar había aprovechado parte de ellas para la nueva mina y había traído desde Andes cuatro nuevos pisones. La tierra y las piedras extraídas de los socavones eran transportadas desde la boca de la mina hasta el molino en cajones de madera que se deslizaban por dos cables de acero. Cuando llegaban al molino, las compuertas de los cajones se abrían y las rocas caían sobre el piso.
Los días que siguieron los pasamos todos en el campamento de Río Colorado. Allí se reunieron montones de indígenas que venían de todas las zonas del resguardo. Durante muchas horas hablamos con ellos y grabamos en casetes sus historias, sentados en el suelo.
Las que más recuerdo fueron las historias de los jaibanás más viejos. Uno de ellos era Majín Murillo. «Aquí no más nacieron nosotros. Nosotros no querer que entren libres aquí. Indígenas no más. Nosotros no poder habitar con racionales para no joder con ellos». Esas eran las palabras que repetía el viejo cada media hora.
Mientras hablaba despacio, sentado en el corredor del campamento de Río Colorado, a unos pocos metros algunos indios hacían ejercicios de tiro al blanco con sus cerbatanas, usando una tabla donde estaban pintados en forma rudimentaria unos aros concéntricos. En ese mismo sitio los emberá habían disparado sus fusiles nuevos y sus dardos envenenados contra el destacamento de la policía del Chocó que los había atacado el 17 de junio. Más tarde supe que por ese lado habían tratado de entrar una segunda vez. En esa ocasión, los emberá estaban avisados: un indígena que pescaba en el río los había visto cuando venían por los potreros del otro lado del río.
Majín Murillo hablaba en tono ofuscado. «Los blancos están mezquinando tierras, están jodiendo con minas. Los indios abrimos potreros aquí. Tumbando monte, la maleza se fue acabando. Pero después se aparece señor Escobar y dice todo esto es de él. Papá dijo: no entregue esa tierra, mijo».
A un lado de él estaba el jaibaná Gabriel Estévez, tío de Humberto y Orlando Montoya. El viejo oía a Majín Murillo recostado contra las paredes de madera de la casa. Cuando habló, se quitó una cachucha de béisbol, roja, con el emblema de un equipo de las grandes ligas de Estados Unidos.
«Antiguos vivir aquí. Mina de Palomas la conocían desde Antigua. También la descubrimos los indios y se las quitaron lo mismo que a Aníbal», dijo. «Que la gobierna nos deje estar aquí y juntarnos como hermanitos, pero a indios no más, para abrir fincas con plata de mina».
Aquileo Campo oía al jaibaná Gabriel Estévez con mucha atención. Apenas se quedó callado, Aquileo empezó a recordar a su abuelo Severo Campo, descubridor de la mina antigua: «El abuelo se fue barequiando hasta arriba. Después se bajó otra vez para abajo». Con una mano, señaló hacia el río Azul. «Por ahí se trajo a seis hombres. Vendía oro afuera. Señor Escobar vino a quitar mina junto con Eduardo Montoya. Vino y dijo todas las tierras de él. No pagó nada. Nos mezquinó tierra».
Al escuchar los planes de la División de Titulación de Tierras del Incora para crear la reserva indígena, los miembros del cabildo se ponían muy contentos. Les costaba trabajo creer que nuestro país tenía leyes que casi nadie conocía y que les permitían proteger su territorio y gobernarse ellos mismos, sin la interferencia de ningún extraño. Al oír hablar a Enrique Sánchez y a Roque Roldán, el emberá Félix Estévez resumió el sentimiento de todos cuando dijo: «Necesitamos papel. Mejor así con papel, para después no joder con libres».
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