A los doce años formé parte de un grupo de misioneros religiosos que me ofreció acogida y un lenguaje para nombrarme, aunque ese lenguaje no era mío. Al principio sentí que mis palabras, prestadas por su doctrina, tenían valor. Pero con los años he entendido que esa pertenencia tenía un costo: debía ofrecerme como moneda de cambio. Mi feminidad, mi espiritualidad, mis deseos debían ser negados o transformados. La fe, en ese contexto, no fue un refugio, sino un truco.
Participé en Lazos de Amor Mariano, donde me aplicaron prácticas que pretendían «corregir» mi orientación sexual a través de rituales de exorcismo, penitencias físicas y control doctrinal. Me decían que mi deseo era una manifestación externa, un espíritu invasor que debía ser expulsado. Con exorcismos buscaban quebrar cualquier afirmación de identidad que estuviera por fuera de sus preceptos. Las penitencias —ayunos prolongados, jornadas de oración, restricciones en la interacción afectiva— funcionaban como dispositivos de disciplina espiritual. Lo que se sancionaba no era solo el acto, sino la posibilidad de pensarse fuera del marco normativo impuesto. No se trataba de ayudarme, sino de moldearme. La doctrina no admitía matices: obedecer implicaba negarse. Aprendí a reprimir, a corregirme en silencio, a desconfiar de mi percepción. La violencia no siempre fue explícita, pero sí sistemática.
Parece un inútil combate. No porque el Congreso insiste en aplazar la discusión sobre la prohibición de las prácticas de conversión, o porque algunos sectores políticos buscan desviarla o silenciarla; sino porque, en su origen, este debate revela una violencia aún más cruel: la que obliga a una persona a luchar contra sí misma. Las prácticas de conversión —legales o no, explícitas o interiorizadas— imponen una batalla íntima donde el deseo, la expresión y la identidad son lo que se debe vencer.
Las prácticas de conversión se caracterizan por mecanismos de coerción tales como la manipulación espiritual, el control psicológico y familiar y la violencia física y verbal con las que se busca cambiar la orientación sexual o la identidad de género de una persona. Estas violencias exceden lo decible; reducirlas a actos identificables es inútil y encubridor. Los diques culturales represan la sexualidad, aparece la violencia como contenedora de un cauce vivo, que busca fugarse y no tiene hacia dónde. Normaliza, estigmatiza y siega, busca establecer el estándar. Violencias tan sutiles y definitivas como lo es el binarismo infantil, o tan pavorosas y obscenas como los exorcismos contra el espíritu de la homosexualidad o las violaciones correctivas.
No reniego de la espiritualidad. Solo que ahora la busco en otra parte. No en una moral impuesta, sino en una ética íntima, personal, en una forma de vivir que se preocupe más por la estética de la existencia que por la obediencia a los preceptos. Creo en una vida donde el conocimiento de sí mismo no sea un pecado, sino un derecho; donde nuestras heridas sean reconocidas como parte de la belleza que nos habita y nuestras salidas subjetivas sean valoradas como esfuerzos estéticos para seguir haciendo la vida posible.
Cada vez son más los países que prohíben estas prácticas. México fue uno de los últimos en prohibir las mal llamadas «terapias de conversión», penalizando no solo a quienes las aplican, sino también a quienes las promueven. En Colombia, desde al menos el año 2022, se ha intentado sin éxito que el Congreso legisle contra estas prácticas. Han pasado tres legislaturas en las que distintas estrategias han sido usadas para evadir el debate en la plenaria del Senado. Sin embargo, cada vez son más las voces que, desde la experiencia vivida, dan testimonio y denuncian. Como parte del proceso de sanación y reparación, se exige una acción clara del Estado colombiano que garantice la seguridad, la dignidad y la protección de las personas diversas.
La historia de este debate comenzó en mayo de 2022 con Mauricio Toro, entonces congresista del Partido Verde, quien radicó el proyecto de ley que buscaba prohibir las supuestas terapias de conversión en Colombia. Este proyecto, conocido como Inconvertibles, no tuvo mucho futuro, pues el debate público no se centró en entender a profundidad los efectos de las prácticas de conversión en la vida de las víctimas y la urgencia de prohibirlas, sino que puso su foco en la orientación sexual del representante. Para desactivar el debate, acusaron a Toro de tener conflicto de intereses al presentar este proyecto de ley. Era inadmisible, para los contradictores del proyecto Inconvertibles, que el primer congresista abiertamente gay en Colombia ubicara en la agenda del Congreso un debate por la dignidad del sector social al que pertenece.
Bajo esa lógica, solo el privilegiado —el varón blanco, cis, heterosexual— podría ejercer sin sospecha la función legislativa pues su situación de privilegio lo revestiría de objetividad, dejando el futuro y los derechos de las minorías a su voluntad. Aunque la Comisión Ética de la Cámara desestimó por unanimidad la recusación por ser discriminatoria, era el final del periodo del congresista, ya la legislatura finalizaba y no hubo lugar a siquiera formular la pregunta en un debate formal del Congreso.
Carolina Giraldo heredó el proyecto de ley para el siguiente período del Congreso y bajo el nombre Nada que Curar, con un enfoque esencialmente testimonial por parte de las víctimas, fue discutido y aprobado en las dos instancias de la Cámara de Representantes para el año 2024. Cuando llegó el turno de que la Comisión Primera del Senado agendara este debate, debido a la congestión de otros proyectos de ley propuestos por el Gobierno nacional, y especialmente a la presión de sectores políticos religiosos y conservadores, el debate fue sistemáticamente excluido del orden del día. Esto produjo que, aún antes de que terminara el periodo legislativo, el proyecto se hundiera sin ser discutido.
El proyecto inició de nuevo su paso por el Congreso en 2025 y ya fue aprobado en la Comisión Primera de la Cámara. Ahora, con el nombre Quiérele Siempre, busca llevar la conversación de este debate público al interior de las familias, donde se logre identificar a tiempo los riesgos psicológicos, físicos y los deterioros relacionales que producen las prácticas de conversión.
En junio de 2025, Quiérele Siempre espera ser debatido en plenaria de la Cámara de Representantes. Hay un excelente antecedente con esta plenaria y es que, en la anterior legislatura, fue aprobado con noventa y siete votos a favor y dieciocho en contra, lo cual muestra un amplio respaldo. Sin embargo, queda poco tiempo para que tenga los tres debates faltantes previos a la finalización del actual período legislativo. Además, el Senado nunca ha discutido el proyecto de ley y su Comisión Primera es un cuello de botella para proyectos de este tipo. Por si fuera poco, dentro de las prioridades del Gobierno nacional no parece estar la garantía de derechos para las personas de orientaciones sexuales diversas y de identidades de género no hegemónicas a través del Congreso. Es alentadora la prospectiva de cambios estructurales y de largo aliento. Sin embargo, es preocupante el olvido de lo inmediato, lo coyuntural —como esta forma de violencia sistemática—. Lo urgente pareciera haber sido desplazado por lo estructural, como si fueran incompatibles.
Lo que está en juego no es un simple debate ideológico: es la dignidad humana. Habitar el propio cuerpo y deseo sin ser castigados. Las mal llamadas terapias de conversión son prácticas que, en nombre de la moral, la religión o incluso de una falsa ciencia, pretenden corregir aquello que no está roto: las orientaciones sexuales y las identidades de género no normativas. Estas prácticas no son terapias, no buscan rehabilitar, sanar o restituir: son dispositivos de violencia. Dicen preocuparse por el alma, pero lo que hacen es sembrar miedo, vergüenza y odio hacia sí mismo. Se presentan como ayuda, pero su lógica es profundamente perversa: si eres distinto, algo en ti está mal, algo sobra o algo falta. Te convencen de que tu cuerpo está desviado, tu deseo es peligroso, tu amor está enfermo y tu libertad está equivocada.
El paso por el Congreso es necesario, pero insuficiente. La verdadera fuerza está en la lucha social organizada, en los cuerpos que narran, resisten y transforman el sentido de lo político desde abajo, donde la ley llega tarde. Han sido diversas organizaciones como Colombia Diversa, Dejusticia, All Out, GAAT, las que han ayudado a posicionar este tema en el debate público y que han permitido mayor visibilidad a las denuncias de estas prácticas. Son esfuerzos en paralelo que han dado lugar a tejer redes de apoyo, escucha y acción política.
Las prácticas de conversión son legitimadas, promovidas y, a veces, financiadas. Urge legislar, sí. Pero también urge narrar. Contar lo que hemos vivido, nombrar la violencia, construir otra espiritualidad posible donde se sienta que nuestras sexualidades no son algo que se debe mantener al margen de nuestra expresión. Que nuestra realidad se encuentre por fin con aquellos sentidos de vida que hagan ver cada vida como propia. Porque en esta guerra entre el dogma y la vida hay cuerpos que resisten. Hay historias que siguen buscándose para hallar comprensión.
Han salido al frente testimonios de familias engañadas con falsas promesas, padres que se han unido a la experiencia de vida de sus hijos y han demostrado que la pregunta por la sexualidad y el género no debe ser una que los separe por el vértigo que produce la diferencia, sino que lleve a vencer prejuicios y entrar en el territorio de la comprensión.
La sexualidad, aunque es un asunto profundamente personal, no debe ser llevada en solitario; frente a una sociedad con estigmas, miedos y desinformación, una actitud comprensiva, más que enjuiciadora, puede abrir nuevos caminos para el encuentro. Es la oportunidad para que padres e hijos aprendan juntos, se asombren frente a la diversidad y construyan un hogar donde todos los integrantes de la familia sean bienvenidos.
La autocensura es la práctica de conversión más devastadora: invisible, disfrazada de decisión individual. Al suprimir nuestras formas de existencia no normativas, ejecutamos en nosotros mismos la lógica de la conversión: renuncia a lo propio para encajar en lo permitido. Buscamos cómo es más seguro vivir. Algunos aún no han podido hacerse a sí mismos estas preguntas porque la hostilidad del mundo no da lugar a cuestionarse. Por ellos esta batalla política, para que la lucha nunca más tenga que ser contra nosotros mismos.
Las prácticas de conversión no siempre dejan marcas visibles. A veces no queda ni rabia, solo agotamiento. He conocido ese lugar: donde se disuelve la palabra, donde vivir parece no tener forma. La depresión, el suicidio, el deseo de desaparecer. Nada de esto surgió del vacío interior, sino de un entorno que cercó la posibilidad de ser. Los altos índices de suicidio de personas LGBTIQ+ no son actos individuales y aislados: emergen en una red densa de sufrimiento, sinsentido y desamparo. No siempre son patologías. A veces son una expresión límite de conciencia por no saberse dueño de un lugar. Son el efecto de estructuras que anulan la posibilidad de transformación y conocimiento de sí.
En estos casos, el suicidio no es solo una tragedia personal: es evidencia de una falla colectiva. No basta con la atención psicológica si no se desmontan las condiciones que vuelven la vida inviable.
A perar de todo, sigo aquí. Estar vivo es la única condición desde la cual todavía algo puede ser dicho, hecho, negado o inventado. Vivir es el único espacio donde lo incompleto, lo injusto, el sinsentido puede ser confrontado, no solo padecido. La existencia no promete plenitud, pero deja abierta la posibilidad del desvío, del gesto, de la grieta.
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