«Una cosa es ser formado para la defensa, y otra muy distinta es sentirse motivado para ayudar a la comunidad», dice Deivy Alejandro Cortés Carabali. Fue parte de los cincuenta jóvenes que en mayo del año pasado hicieron parte de una prueba piloto del Servicio Social para la Paz (SSP), en su modalidad de Vigías del Patrimonio, en Puerto Tejada, al norte del Cauca. Son cincuenta jóvenes menos para la violencia.
Deivy tiene dieciocho años, una sonrisa frecuente y mucho entusiasmo. Sobre su pelo, casi largo, se apoya una gorra ladeada, como él se apoya con esfuerzo sobre sus muletas para proteger su pie izquierdo. Con sus pasos pequeños llegó a la escuela José Hilario López —humilde y antigua, soporta el paso del tiempo, un fuerte clima y la intromisión de la vegetación que la rodea— para certificarse y cerrar la prueba del SSP. Él y sus compañeros, risueños, lo explican: fue una experiencia que les permitió conocer sus raíces y prestar un servicio a la comunidad en vez de servicio militar obligatorio.
Durante 482 horas, los cincuenta jóvenes aprendieron sobre la memoria, la cultura y el patrimonio de Puerto Tejada, un municipio afrodescendiente donde el 53% de la población vivía con sus necesidades básicas insatisfechas en 2019. Sus padres se esfuerzan para subsistir mientras los rondan las bandas criminales y los conflictos son frecuentes.
Karen Tejada, oriunda de Puerto Tejada y docente del SSP, resalta la nueva oferta de formación que ha llegado al territorio. A los jóvenes del programa les alegra poder aprender y buscar nuevos horizontes, pero persiste el peligro de las balas perdidas de las bandas criminales, como la que hirió a Deivy. Su madre, Liliana Carabalí, le tiene miedo a salir de su casa, como buena parte de Puerto Tejada, incluyendo a los hombres jóvenes que quieren romper la espiral de violencia y encuentra una alternativa en el SSP. También son hombres jóvenes los que conforman las bandas criminales. De los cincuenta jóvenes que se inscribieron, solo una se retiró: fuerza mayor. Es un logro rotundo para el SSP que el resto persistiera hasta el final.
Algunos de los aprendices le dijeron a David Santos, coordinador de la propuesta pedagógica, que luego de aprender a resolver los problemas a golpes, gracias a las técnicas de resolución de conflictos del módulo de Cultura de Paz «ahora quieren hacerlo dialogando, no quieren sentirse como personas violentas». La profesora Alicia Castillo cuenta, orgullosa, que en el módulo de Gestión Social del Patrimonio logró resaltar la importancia de la cultura puertotejadeña: sus bailes, su cultura, su historia y prácticas como la siembra de cacao. Dice Castillo: «Estos procesos les permitieron conocer su patrimonio para cuidarlo y salvaguardarlo». Acostumbrados a la oferta deportiva y de oficios técnicos, los aprendices enfatizaron que el SSP fue la primera vez que se acercaron a los temas culturales, las habilidades sociales, la memoria. Miguel Ángel Gallego, uno de los jóvenes, se encargó de pintar y hacer jardinería para aplicar lo aprendido como Vigía del Patrimonio, y qué bien se sintió haciéndolo.
Estos aprendizajes son una semilla de cambio y de paz, dice el profesor Enry Guaza. Sus palabras tienen peso: fue desplazado en los noventa, y luego de ser víctima pasó a ser parte de un grupo al margen de la ley. Firmó la paz en 2016 y hoy es reconocido y querido por sus conocimientos de agroecología. Los aprendices lo respetan por su historia de vida, y él a ellos por su resiliencia. La principal lección que les dejó es que las armas no sirven de nada. «¡Ha sido una ayuda muy importante que nos ayuda a tener conocimientos para los que nos gusta prestar un servicio social y comunitario! Sobre todo porque aquí en Puerto Tejada lo necesitamos mucho», expresó sobre el proyecto el aprendiz Andrés Mina.
Puerto Tejada es un lugar emblemático en la historia de la rebelión esclava y cimarrona. Durante el siglo XVIII, la explotación humana controlada por los blancos dueños de las minas y los monocultivos de caña de azúcar llevó a que las gentes se rebelaran y resistieran agrupadas en palenques, donde mantuvieron sus práctica culturales, sus bailes, su comida. La esgrima con machete y bordón fue emblemática entonces y aún más durante la Guerra de los Mil Días.
La riqueza cultural de este territorio —y del norte del Cauca, en general— es tanta, y la herida de la esclavitud tan fuerte, que los ciudadanos de Puerto Tejada habrían podido configurarse como un epicentro de estudio identitario con jóvenes orgullosos de su herencia africana. En los setenta, el antropólogo Michael Taussig y la arquitecta Anna Rubbo vinieron desde Australia para estudiar esta historia. La coordinadora académica Estefanía Villa Quelal explica que los jóvenes de Puerto Tejada parecieran despojados de su historia y su memoria, y David Santos, coordinador de la propuesta pedagógica, plantea que cuidar y reconocer el patrimonio es cuidar o reconocer lo propio. Ser un Vigía del Patrimonio permite ir más allá de la subsistencia y pensar en una cultura de paz, más allá de las diferencias de barrio, o de afición futbolera. Pensar en un nosotros.
La profesora Castillo enfatiza que conocer la historia y forjar identidad a través del aprendizaje del patrimonio aumenta la autoestima, un elemento esencial para alejar a la juventud de Puerto Tejada de las ofertas de violencia que reciben a diario. «A mí me gustó el SSP porque yo nací para ayudar a la comunidad», afirma Andrés Felipe Mina, de 22 años. «Me sentí feliz porque eso hicimos, porque yo no quiero tomar las armas».
La delincuencia común ha golpeado principalmente a los hombres en Puerto Tejada, pero Andrés es de los pocos que participaron en el piloto: fueron ocho hombres y 41 mujeres, de las cuales doce eran madres solteras que, pese a las dificultades logísticas, no desertaron. Según los maestros del programa, los hombres jóvenes temen asistir a estos procesos de formación por la posibilidad de ser atacados al salir de su barrio. Algunos ni siquiera se sienten seguros saliendo de su casa, lo que dificultó las entrevistas de este artículo.
Andrés vive en el Guabal, una vereda de Guachené, municipio contiguo a Puerto Tejada. No pudo continuar con sus cursos en el SENA de Santander de Quilichao, pues tenía que atravesar todo Guachené, donde las bandas criminales imponen constantemente barreras invisibles. Primero lo amedrentaron, y luego se cansó y desertó de sus estudios. Dice: «¡Créame! Nosotros no podemos ni enterrar a nuestros propios muertos, porque el cementerio queda en un barrio al que no podemos pasar».
Las transformaciones del espacio público de Puerto Tejada que lograron los aprendices fueron más allá de los conflictos y divisiones territoriales. En el último módulo de formación del programa, Territorio Patrimonial, intervinieron varios barrios enfrentados a través del urbanismo táctico. Las mujeres del programa fueron mediadoras y las matronas de cada barrio negociaron con las bandas para que los aprendices pudieran pintar parques, sembrar y crear jardines con plantas autóctonas e incluso jugar con los niños.
En el año 2000 los paramilitares entraron a Puerto Tejado y asesinaron a alrededor de 168 jóvenes mientras buscaban acabar con las bandas. Esta violencia solo produjo que las bandas se multiplicaran. En contraste con ese recuerdo, este programa busca transformar Puerto Tejada sin violencia. Los profesores resaltan que por ahora no han entrado a Puerto Tejada las disidencias de las FARC ni han vuelto grupos paramilitares, tampoco hay carteles de narcotráfico, a diferencia de otros lugares del Cauca como Jambaló.
Por eso aprendices como Jerson Stiven quieren apostarle a la paz: «En la guerra ya he perdido muchos amigos».
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