Sin cielo ni mar
La sala está impregnada de una luz cálida. No es el resplandor del mediodía mediterráneo, sino un fulgor artificial, como si el sol hubiera sido domesticado para quedarse quieto sobre una playa sin cielo ni mar. Estamos en el pabellón de Lituania de la Bienal de Venecia, año 2019. La arena ocupa el suelo de un hangar blanco: hay toallas, juguetes plásticos, protectores solares y libros a medio leer. Familias, cuerpos semidesnudos, gente que duerme, toma el sol y canta. El público observa desde arriba, como en una platea invertida. Los testigos contemplan a los bañistas. Son su reflejo y su distorsión. Lo que parece verdad es pura ficción; lo que parece falso, tal vez es lo más real. Es la ópera-performance Sun & Sea (Marina).
La música flota ligera en el ambiente. La obra, creada por Rugilė Barzdžiukaitė (dirección escénica), Vaiva Grainytė (libreto) y Lina Lapelytė (composición musical), no grita, no dramatiza, no denuncia con aspavientos. Sun & Sea susurra. Sus personajes, en traje de baño, cantan sobre sus vacaciones, sus resacas, sus mascotas, se ufanan de sus viajes, se quejan de sus problemas. Pero esas mismas voces suaves filtran las señales del colapso; insinúan la inercia frente al desastre ambiental y social.
«La obra habla de cómo, mientras las cosas están yendo mal, seguimos tirados en la playa», dice en entrevista Lina Lapelytė. «No hay acción heroica. Es una ópera sin drama, y sin embargo, profundamente dramática». Los cuerpos sobre la arena, despreocupados, tararean melodías con un barniz pop para contar historias de playas que desaparecen, islas que se hunden, el sol que quema, el aire que se espesa. No hay aquí héroes ni villanos. Solo la normalidad, como un velo anestesiante en una sociedad ansiolítica.
Durante los meses que estuvo en cartel en Venecia, la instalación fue un fenómeno. El público hacía filas de horas para verla. Críticos y artistas de todo el mundo la alabaron. The Guardian la describió como «una obra maestra melancólica y poderosa», y el jurado de la Bienal le otorgó el León de Oro a la mejor participación nacional. Sun & Sea es una pregunta abierta, formulada con una belleza inquietante. ¿Qué hacemos cuando el fin del mundo ya no es una catástrofe lejana, sino una rutina que se canta suavemente acostados sobre una toalla? ¿Qué sucede cuando la decadencia es tan placentera que ya no queremos o podemos detenerla?
«Queríamos hablar del Antropoceno desde la fragilidad», explica Vaiva Grainytė. «No desde la épica, sino desde la voz interna de una señora tomando sol. Porque ahí también está el fin del mundo». Desde entonces, Sun & Sea ha recorrido Nueva York, Berlín, Londres, Buenos Aires, Sídney. En cada ciudad propone otra forma de mirar el abismo: con una armonía delicada, casi hermosa. Como si el fin del mundo, simplemente, fuera otro día bajo el sol.
«Queríamos hablar del Antropoceno desde la fragilidad», explica Vaiva Grainytė. «No desde la épica, sino desde la voz interna de una señora tomando sol. Porque ahí también está el fin del mundo».
La playa romántica
Un cielo inmenso, cargado de nubes grises, se funde con el horizonte. Abajo, un mar oscuro, inmóvil y sin orilla a la vista. Y de espaldas, diminuto ante la escena, un monje solitario contempla la vastedad. En El monje frente al mar, pintado por el alemán Caspar David Friedrich entre 1808 y 1810, la figura humana es apenas una silueta vulnerable. La naturaleza no lo consuela: lo desborda. Aquí, el mar es una fuerza sublime. Es misterio. Silencio. Con el Romanticismo, la naturaleza salvaje se vuelve incierta y grandiosa. El mar y la costa adquieren un nuevo valor simbólico: son espacios liminales, fronteras entre lo conocido y lo desconocido. Lugares donde no se descansa, sino donde se confronta.
Antes de esto «el mar no atraía. Se huía de él. Su voz era temida y sus orillas, evitadas», escribe el historiador Alain Corbin en El territorio del vacío. Era espacio de tránsito y de trabajo: se cruzaba y se explotaba. Y las costas eran tierras marginales, peligrosas e inútiles para la agricultura. No había nada que contemplar.
Sin embargo, a finales del siglo XVIII, cuando la Revolución Industrial marcaba el ritmo del crecimiento de las ciudades europeas, comenzaron a llegar oleadas de población rural. Las urbes se volvieron densas, ruidosas, enfermizas y asfixiantes. En ese contexto, los médicos empezaron a recetar baños de mar como remedio contra la melancolía, los nervios o la tuberculosis. El agua salada prometía curación y el horizonte marino dejó de ser sinónimo de miedo. «La playa moderna nace del hastío urbano», escribe Alain Corbin. «Se vuelve un refugio contra la enfermedad, la contaminación, la fatiga de la fábrica y del comercio».
En el Reino Unido, el médico Richard Russell prescribía terapia acuática, recomendando la inmersión en agua de mar e incluso su ingestión. El poeta romántico Lord Byron tomaba baños helados en Venecia. Pronto, la aristocracia buscó la playa para respirar, flotar y suspender el frenesí de la ciudad: sumergían sus cuerpos con pudor, ocultos en cabinas rodantes. Así nacieron los primeros balnearios en Brighton, en la costa sur de Inglaterra, y más tarde en Dieppe y Biarritz, en Francia.
Ya a mediados del siglo XIX, estos espacios se consolidarían en Europa como centros de descanso estacional: regulados, higiénicos y cada vez más concurridos. En varios cuadros impresionistas como Bañistas en La Grenouillère de Claude Monet, Mujeres en la playa de Berthe Morisot o Playa de Trouville de Eugène Boudin, hay mujeres con niños, paseantes elegantes, figuras que descansan bajo la luz marina. El oleaje es manso y la costa acoge. Nacía un nuevo paisaje de contemplación. Se cimentaban las bases de la playa como paraíso.
«La playa moderna nace del hastío urbano», escribe Alain Corbin. «Se vuelve un refugio contra la enfermedad, la contaminación, la fatiga de la fábrica y del comercio».
La conquista del ocio
Esta vez no es un paisaje escrutado por pintores románticos ni impresionistas. Es una fotografía capturada con un negativo en placa de vidrio, probablemente mediante el proceso de placas secas de gelatina. Más sensibles y prácticas que las antiguas de colodión húmedo, estas emulsiones permitieron registrar escenas en exteriores con mayor rapidez y nitidez. La imagen muestra la playa Ocean Park de Santa Mónica, Estados Unidos, en 1910. Sobre la arena, una multitud se protege bajo un mar de sombrillas. A la derecha, los bañistas chapotean en las olas. En el fondo, a la izquierda, los grandes edificios rectangulares se alinean junto a la costa. Más allá, en el centro de la escena, el muelle se extiende sobre el agua, coronado por una noria y una montaña rusa: símbolos de una playa donde el ocio es un derecho en proceso de conquista.
La playa contemporánea empieza a tomar forma, las piezas del espejo que nos refleja Sun & Sea. Claro, el paisaje veraniego se vivía distinto: en muchos países aún se utilizaba la máquina de baño, un carro de madera con techo y paredes que se deslizaba hacia el mar, permitiendo a las personas cambiarse en privado, ponerse el traje de baño y chapotear un poco en el océano sin exponer el cuerpo. No había un afán por sumergirse en las profundidades; con mojarse los tobillos bastaba. Y como sucedió con la universidad o el derecho al voto, la playa fue también un espacio difícil de conquistar para las mujeres. Había inspectores que medían la tela del traje —máximo cinco pulgadas por encima de la rodilla— bajo amenaza de multa.
La Revolución Industrial había transformado la vida moderna: jornadas de más de catorce horas, fábricas cubiertas de hollín, barrios obreros saturados. En Reino Unido, las luchas de los trabajadores lograron las primeras leyes laborales, que reconocieron el descanso dominical y, luego, mediodía del sábado. Hacia 1910 —año de la fotografía—el movimiento obrero estaba en plena expansión en Estados Undios. Sindicatos y grupos socialistas y anarquistas impulsaron en ciudades como Chicago, Nueva York o Pittsburgh la reducción de la jornada, el descanso obligatorio y la protección de la infancia trabajadora. En Colombia, un país aún agrario y disperso, con una industrialización incipiente en zonas como Medellín, Barranquilla o Bogotá, no existía legislación laboral protectora: ni jornada máxima ni días de descanso.
Con la paulatina conquista de las vacaciones pagas, el turismo costero se volvió un fenómeno masivo. El ferrocarril, pensado inicialmente para transportar carbón y mercancías, comenzó a mover personas. Y con ellas apareció una nueva infraestructura: seaside resorts, hoteles modestos pero cómodos, con puestos de comida y casetas de baño. Lo que había inaugurado en 1867 el Royal Hotel, en Scarborough, al norte de Inglaterra —el primer hotel de playa del mundo—, poco a poco se convirtió en una posibilidad para muchos. Las playas se democratizaron, y el camino hacia los «todo incluido» estaba abierto. «El derecho al descanso fue tan revolucionario como el derecho al trabajo», escribe la historiadora Barbara Ehrenreich. «Descansar, vagar, mirar el mar: todo eso era político». El ocio como bienestar alcanzado a pulso.
«El derecho al descanso fue tan revolucionario como el derecho al trabajo», escribe la historiadora Barbara Ehrenreich. «Descansar, vagar, mirar el mar: todo eso era político».
La playa pop
Cinco chicos con camisas de cuadros y pantalones blancos caminan descalzos sobre la arena. Cargan una tabla de surf con franjas azules y doradas, como si llevaran un estandarte. El cielo está despejado y la espuma del mar les roza los pies. Arriba, en letras cursivas y verdes, una promesa: Surfer Girl (1963). No es solo la portada de un disco. Es la playa convertida en aspiración, en horizonte: un territorio de juventud eterna, cuerpos dorados, olor a bronceador y olas perfectas. En esta postal pop, la playa es un escenario. Es un estilo de vida. La explosión de la música surf en Estados Unidos, con artistas como Dick Dale y los Beach Boys, convirtió el oleaje en banda sonora hedonista. Las guitarras reverberantes imitaban el vaivén de las olas; las letras hablaban de chicas, tablas y autos descapotables.
Durante la década de 1960, el turismo cambió radicalmente. La llegada de los aviones comerciales en 1958 acortó distancias y abarató costos, haciendo accesibles destinos que antes eran exclusivos. Al mismo tiempo, el auge del automóvil particular y la expansión de las redes viales facilitaron los desplazamientos por carretera. Incluso los movimientos contraculturales, como el hippismo, aportaron su cuota y se sumaron al frenesí viajero: los y las jóvenes de los 60, siguiendo la estela de los beatniks de los años 50, hicieron del viaje un rito de paso. Una búsqueda de rutas exóticas y de paraísos lejanos.
El turismo es una expresión del capitalismo. Se expande de forma incontrolable e imprevisible a través del tiempo y el espacio. Su existencia requiere una infraestructura compleja que involucra turistas, atracciones, recursos y servicios. Cada centímetro menos de tela en el vestido de baño era un metro más de resort. La llamada «industria sin humo» fue develando sus sombras bajo el sol.
La proliferación de alojamientos turísticos —especialmente a través de plataformas digitales— ha encarecido los alquileres y desplazado a residentes locales en varios países. Barcelona, España, ha visto surgir movimientos sociales que exigen la regulación de estos alojamientos para proteger el derecho a la vivienda. En Cornualles, Inglaterra, los veraneantes compiten por un espacio público saturado, mientras el costo de vida para los residentes aumenta.
La situación se agrava en Puerto Rico, donde la gentrificación se aceleró tras el huracán María de 2017, con la llegada de extranjeros que, aprovechando exenciones fiscales, desplazaron a comunidades locales. En Venezuela, el Parque Nacional Archipiélago de Los Roques —reconocido por sus arrecifes de coral— enfrenta amenazas por edificaciones no autorizadas y turismo no regulado. Algo similar ocurre en Quintana Roo, México. En Bali, las playas enfrentan una crisis ambiental por la acumulación masiva de residuos plásticos. En 2024, Colombia alcanzó un récord de 6,7 millones de visitantes, con Cartagena como uno de los destinos principales; un aumento que ha traído consigo conflictos de convivencia y preocupantes casos de explotación sexual infantil.
El turismo ha sido una oportunidad económica vital para muchas regiones del país, pero también una promesa que trae riesgos, especulación y desplazamiento. En el Sur Global, este sigue siendo una ficción consensuada: una postal soleada donde la playa se convierte en el escenario del deseo colonial. Precisamente en Sun & Sea, ese deseo aparece edulcorado, flotando en canciones suaves sobre toallas, baldes y juegos en la arena. Lo pop se convierte en estética del colapso. La postal playera muestra sus fisuras.
En el Sur Global, este sigue siendo una ficción consensuada: una postal soleada donde la playa se convierte en el escenario del deseo colonial.
Otro día bajo el sol
En el centro del Teatro Colón, uno de los más emblemáticos del país y que este 2025 cumple 133 años, una falsa playa será testigo de nuestras realidades. Durante cuatro días, del 21 al 24 de marzo, ese espacio solemne, barroco y vertical se convertirá en algo más. No en una sala transformada, sino en una contradicción viviente: una ópera sobre una playa montada bajo techo, donde lo artificial no será el decorado, sino el mundo que representa.
La música será suave, casi ligera. Las voces flotarán con indiferencia mientras nombran la fatiga del planeta. Lo que parece ocio será tensión. Lo que parece belleza, advertencia. «Queríamos crear una experiencia que, sin imponer, dejara algo dentro. Un eco. Una incomodidad», dijo Rugilė Barzdžiukaitė.
Esa incomodidad será la que permanezca. Porque esa arena —traída a Bogotá solo por unos días— ya la hemos pisado antes. En las costas románticas del siglo XIX. En los balnearios industriales. En los resorts todo incluido. En las imágenes pop de surfistas dorados. Esa arena ha sido testigo del deseo y del desastre. Del triunfo del descanso como conquista social y de su conversión en mercancía. De la belleza del cuerpo y de su estandarización. Del éxito del progreso y de nuestra inminente derrota. La playa es espejo, es horizonte y es final.
«Cuando presentamos la obra en Roma, tuve una sensación muy intensa al caminar por la ciudad y ver sus ruinas. Normalmente, cuando se visitan sitios arqueológicos, uno los contempla desde arriba, observando una ciudad excavada, expuesta, detenida en el tiempo. Y pensé que había algo profundamente bello en esa perspectiva: en Sun & Sea, esa misma vista elevada nos permite mirarnos como si ya fuéramos pasado», explica Lina Lapelytė. Nicolas Bourriaud decía que «no es la modernidad la que murió, sino su versión idealista y teleológica». Es esa muerte la que estaremos presenciando. Al fin y al cabo, el fin de nuestro mundo será, simplemente, otro día bajo el sol.
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