Tras la enorme tarea sostenida durante décadas por Miguel Iriarte en Barranquilla y en el Gran Caribe, cuyos componentes bibliográficos, de eventos y festivales, y de mediaciones y gestiones culturales de gran calidad y riqueza han sido tema de este merecido homenaje, quiero destacar algunos valores de su condición humana sin los cuales todo aquello no hubiera sido posible. No sólo por la consistencia ética que debe acompañar toda tarea intelectual y cultural, como ha sido su caso, sino porque sin ellos no hubieran sido posibles los alcances de sus aportes a la cultura del país y de su ciudad adoptiva desde su más temprana edad.
Me refiero a la amistad, la generosidad, el entusiasmo, la inteligencia y la alegría que nos ha compartido y regalado siempre, y a su compromiso con los espacios y los bienes públicos que ha ayudado a crear o a recrear y mantener durante su trayectoria personal; y a lo que considero el crisol permanente del alma de todo ello: el convite, la conversación, en la cual como todos sabemos es un maestro, salteada siempre con los manjares de su inolvidable cocina, y con la brisa espléndida de ese permanente e íntimo simposio frente al mar que sigue sosteniendo en el balcón magnífico que se inventó hace años en Salgar, cuyo jardín hemos visto crecer a lo largo de muchos años, a cuya sombra sus amigos caninos y felinos han acompañado a sus contertulios. Y en donde, incluso, no han faltado esos ideales remates de banquete y sobremesa que han sido los turnos de la siesta en las hamacas de su zaguán, muchas veces bajos los ecos alternos de la conversación que se proyecta hacia el duermevela de esas tardes perennes arrulladas por ese mar siempre recomenzando…
Y permítaseme esta evocación poética de Valéry, como una manera de referir el otro componente de su condición humana, presente en esas veladas donde se fraguaron muchos de sus sueños y proyectos: el universo combinado de poesía y música, que hemos reconocido en el tránsito de sus esgrimas verbales hacia su obra escrita, y disfrutado siempre por las aparentes paradojas de su palabra: su liviana profundidad, presente tanto en su conversación como en sus poemas, plenos de referencias ilustradas y al mismo tiempo abiertas y auténticas, como otra forma decantada de su fiesta en tanto fiesta caribeña, que como sabemos, se caracteriza por su elocuencia y sus agudas riquezas verbales…
En efecto, como una savia que recorre su poesía y sus revistas, los festivales y carnavales que ha ideado y dirigido, e incluso la gestión formal de instituciones como la Secretaría de Cultura o la Biblioteca Piloto del Caribe, su talante festivo al mismo tiempo íntimo y colectivo, irreverente y consistente, ha ido reinventando la mejor tradición de su ciudad adoptiva, hasta el punto de que ya hace parte de su acervo cultural. Miguel, como nadie, ha prolongado y ha hecho el relevo hacia un nuevo siglo del mundo cultural de la Barranquilla mítica que desde comienzos del siglo XX abrió al mismo tiempo la modernidad literaria e intelectual del país, y alcanzó la incidencia y el reconocimiento universal con sus escritores, músicos y pintores.
Tal vez podríamos decir, en este sentido, que otra de sus grandes lecciones, más allá de lo imperecedero de su obra poética, se condensa en su talante. Esa picardía de su letra y de su rostro, también propia del Carnaval que ha sabido recrear desde las artes a pesar de los asaltos mercantiles de los últimos años a la razón popular y a sus potencias espontáneas, que por lo demás se ha proyectado de forma tan infame como efímera sobre su circunstancia personal, perdurará entre todos con la consistencia del consabido dicho: lo bailado, al son que ha sabido tocar Miguel, no nos lo quita nadie.
Y además, la alegría y el entusiasmo presentes en su vida, sin duda nos seguirán deleitando con sus nuevas iniciativas, plenas del espíritu transgresor y libre de sus músicas preferidas: el jazz y el porro, y los otros sones del Caribe, expresivas de sus afinidades electivas y de sus herencias más directas, tan propias de las originarias fiestas populares medievales e indígenas precolombinas, como de la condición urbana de las ciudades libres que a fuerza de sus lecturas y de sus periplos de vida y amor, ha conquistado con su alma caribe, y cuyo espíritu nos ha traído una y otra vez hasta los patios de su casa y de su terruño. Nos referimos al alma recreada en sus poemas y en su charla, de esos templos marinos que son Barranquilla, Nueva Orléans, Nueva York o Amsterdam, mecidos por ese juego de silencio y música propio de toda conversación auténtica, como lo son la suya y la del mar de todas ellas: la del que arrulla su propia casa y palpita en su poema:
«Se supone que al principio fue el silencio, y que después la música…»
A quienes desde Pitágoras a D. Gillespie han concebido el mundo como una inundación de lo sonoro.
Y es otra vez la música
-Ahora discusión de trombones y saxos arbitrados por claves-
haciendo de las suyas en el cielo terriblemente desgarrado
de este yo siempre tan mío y tan disperso
–al tiempo-
en sus aguas largas de atmósfera fresquísima
que envuelve y lleva
con el celo de un océano de sueños movedizos.
¡Ay música!
Te debo más que a mí
porque me salvas de la agresión encarnizada del silencio.
Me ayudas a volar
(Que es el vivir)
Pero me dejas
Desnudo
en la caída mentolada de cada escape tuyo
de agilidad de luz,
constantemente antigua
y nueva.
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