La masacre de El Salado, a diecinueve kilómetros de la cabecera municipal de El Carmen de Bolívar, es una de las más devastadoras de la historia del conflicto armado en Colombia. Entre el 16 y el 21 de febrero del 2000, 450 paramilitares del Bloque Norte y Bloque Héroes de los Montes de María de las Autodefensas Unidas de Colombia aesinaron a más de cien personas. Luego vino un éxodo masivo, y El Salado se convirtió en un pueblo fantasma.
Montes de María, la novela de Daniel Ángel, regresa a El Salado para evocar, desde la intimidad del dolor, la experiencia de las víctimas y los ecos de la violencia. Allí aparecen la maestra Doris, quien desafió a los paramilitares; los niños del agua, convertidos en flores para sobrevivir al espanto; y un combatiente que relata con frialdad su propia monstruosidad. Con una estructura fragmentaria y múltiple, el libro se erige como un acto de fidelidad a la memoria y como un intento de narrar el horror del conflicto colombiano.
Montes de María ganó en 2013 el premio de novela del Festival Internacional del Libro de Saltillo, en México, y tuvo allí su primera edición. En 2025, más de una década más tarde, y veinticinco años después de la masacre, el libro se publica por primera vez en Colombia con el sello Periscopio Casa Editorial.
Daniel, leí este libro con sentimientos encontrados: es un texto conmovedor y humano, quizá demasiado humano. Me sorprendió encontrar un registro poético para contar un hecho tan oscuro. ¿Qué hay detrás de esa decisión narrativa?
Hay dos motivos por los cuales la prosa de esta novela es poética. El primero de ellos es por una decisión estética personal. Siempre he procurado que el lenguaje de mis novelas sea cuidado, simbólico, que use los recursos de estilo sin caer en la ornamentación y mucho menos en matizar las realidades, especialmente sobre las que escribo, que suelen ser tan crudas. De aquí deviene el segundo motivo, y es el de crear atmósferas detalladas que den cuenta de los acontecimientos y que este lenguaje contribuya a adentrarse en el espíritu, en el pensamiento, en las emociones más profundas de los personajes para conectar la experiencia individual del dolor con el sufrimiento universal del lector. Es decir que el lenguaje poético me permite acercarme con mayor bondad, con más sensibilidad al dolor del otro, a entender los sufrimientos de los demás y a empatizar con aquellas vidas que quizás jamás viviré.
La novela inicia de forma mítica, casi como una leyenda. La atrocidad se transforma en flor y la sed de los niños parece haber traspasado los límites de la muerte. ¿Cómo entiende esa dimensión mágica de lo narrado? ¿Cree que hay en el texto una voluntad de consuelo o algo semejante a la redención?
No hay voluntad de redención y no podría decir que de consuelo. El propio consuelo, el que me queda a nivel personal, es el de la oportunidad de escribir sobre este tipo de acontecimientos; que a través de mi escritura sucesos como esta masacre no se olviden tan fácilmente. Aquí entro en conflicto, porque siempre me pregunto, como lo hace el analista político David Rieff, ¿en realidad es tan importante recordar? ¿No sería mejor olvidar para poder seguir adelante, sin cargar el peso doloroso de recordar este tipo de episodios? ¿Escribiendo este tipo de historias no entramos en una “dictadura de la memoria”, que a su vez constituye un bucle de dolor del que jamás podremos salir? No obstante, creo que para olvidar debemos conocer, debemos saber qué debemos olvidar. Ya sabemos que nuestro país es especialista en sepultar sin miramientos este tipo de sucesos. Por eso, el arte, la literatura, se convierte en una herramienta para que estas historias no mueran, para que sepamos qué debemos olvidar, a quiénes debemos perdonar, qué es lo que debemos sanar. Por otro lado, las víctimas tienen derecho a olvidar o a recordar, a usar su memoria para mantener latente lo que fueron y lo que son.
Ahora bien, la historia con la que empieza la novela tiene un sentido alegórico que busca hablar del poder de la vida, de lo poético, de lo perenne que nos habita como humanidad. Que un grupo de niños se convierta en flores que jamás se marchitan es un símbolo de la memoria de los pueblos, de la capacidad que tenemos los seres humanos de construir relatos que nos reconstruyen desde adentro, en nuestro tejido íntimo.
El personaje de Doris es conmovedor: una madre, una maestra, una mujer que presiente el horror y trata, en vano, de salvar a los suyos, en especial a los niños. ¿Existió? ¿La conoció? ¿O fue una construcción simbólica?
La profesora Doris fue una de las primeras víctimas de la masacre que se vino gestando desde 1997. Desde esa época, se empezó a vaticinar lo que ocurriría en el año 2000 en El Salado, pero nadie le prestó mayor atención, así como tampoco al crecimiento desaforado de ese monstruo que se llama el paramilitarismo y que se forjó con toda su crueldad, gracias al alimento que recibió del Estado. Imagino al paramilitarismo como a un monstruo de muchos brazos, decenas de ojos, con una boca gigante y colmillos que al mamar del seno del Estado lo desgarra, pero que, no satisfecho con ello, con sus garras arrebata las heredades de miles de campesinos y de paso sus vidas. Un monstruo que no solo se nutre de la carne, también de la tierra, de las vidas de tantas personas y, por supuesto, de su miedo.
Cuánto me alegra que la profe Doris sea un personaje de tal recordación, pues siempre la llevo en mi pensamiento. La profesora Doris Torres fue asesinada el 23 de marzo de 1997. Un grupo de paramilitares llegó directamente a su casa y la sacó de allí con la intención de asesinarla en un parque, delante de toda la comunidad, y como varias personas se opusieron también fueron asesinadas. ¿Por qué fueron por la profe Doris? Porque se les enfrentó. Hablar de Doris, que era la líder de la casa comunitaria en la que atendían y educaban a los niños y niñas de la población mientras sus padres trabajaban en las tabacaleras, es hablar de una mujer con un coraje impresionante. Una mujer, una madre comunitaria asesinada por un grupo de criminales que, en efecto, confirmaron su crueldad y su cobardía, no puede olvidarse, porque con su muerte nos confirma que hay una carga de dignidad en nuestro pueblo que nadie nos puede arrebatar. Además, nadie que haya hecho lo que hizo la profe Doris debe morir así sin que, como país, la recordemos.
Hay frases que parecen haber sido escritas con los dedos hundidos en la tierra, con el cuidado de quien sabe que está tocando una herida profunda, que aún sigue abierta. ¿Cómo fue su proceso de escritura y relación con el dolor?
Cada libro marca un ritmo de escritura no solo por los temas, sino por la cercanía que creas con los personajes y con los hechos mismos. En algunos ejercicios de autoficción, mi escritura se convierte en un territorio que explora profundidades que ni siquiera había intuido que existían en mi vida. Con otras obras, en las que indago sobre episodios de larga duración, batallas épicas en las que los planos son generales, amplios, abarcadores, el ritmo adquiere velocidad, las escenas transcurren de manera vertiginosa y los verbos se suceden rápidamente. Pero en otras obras, en esta, por ejemplo, le hice zoom a cada uno de los personajes, a la gestualidad, a las marcas que no se ven a simple vista; me sumergí en sus pensamientos y emociones, atravesando la piel y la propia historia de la masacre, para concentrarme en la historia individual de cada persona que padeció este suceso. Por lo tanto, el ritmo es mucho más lento, con el fin de construir personajes complejos, humanos y humanizados, quitándoles las etiquetas de víctimas y de victimarios.
Este ha sido uno de los episodios que más dolor me ha causado como ser humano, como colombiano. Recuerdo que en el proceso de investigación me preguntaba cómo es posible que ocurriera algo así; cómo es posible que un grupo de seres humanos fueran capaces de hacerle eso a otras personas. Y ya en el plano de la escritura pensaba que era tal el nivel de crueldad al que fueron sometidos los habitantes de esta región, que podría resultar inverosímil para el lector. ¿Quién podría creer que los paramilitares celebraron con música de gaitas, tamboras y acordeones cuando herían a una persona y la dejaban morir delante de familiares y amigos, o que, luego del primer día de este hecho atroz, mandaron a los sobrevivientes a dormir a sus casas, pero con las puertas abiertas? Me imaginaba, entonces, siendo un niño que había presenciado aquellas terribles escenas, acostado en una cama, sumergido en la oscuridad, con los ojos abiertos, intentando balbucear una oración que quizás ni siquiera existía, porque siempre he pensado que el mayor acto de valentía de los sobrevivientes es no haber perdido el habla. De qué modo las palabras podrían dar cuenta de tal nivel de crueldad, de qué manera las palabras resultarían suficientes para comunicar el horror, la tristeza y el miedo.
La narración de Montes de Maríano no es monofónica ni unidimensional: tiene partes en prosa poética, otras presentan un tono testimonial y otras son monólogos internos. ¿Cómo edificó la arquitectura de esta obra? ¿Cree que el horror puede narrarse mejor de manera fragmentaria?
Esta novela tiene una arquitectura plural, como representación de la gran cantidad de personas que padecieron la masacre y de quienes la ejecutaron. Quise presentar sus voces, sus perspectivas, sus mundos interiores, una multiplicidad de miradas sobre el suceso para no dejar espacios sin abordar, aristas sin rozar, dolor sin indagar. Del mismo modo, usé varios géneros: desde prosa poética, crónica y monólogo con el fin de alimentar cada pasaje de la obra, según la intención narrativa.
Ahora bien, cuando se escribe basado en archivos, expedientes judiciales, entrevistas, se deben respetar las voces de los personajes y los acontecimientos, pero al tratarse de una obra de ficción histórica, la narración debe responder a la narración misma. Es decir, que estos acontecimientos y personajes deben presentarse de tal modo que logren construir una trama argumental que genere tensión, que proponga giros y que mantenga el tono literario que se busca. Por supuesto, la mayoría de las veces los libros adquieren una libertad incontrolable. A mí me gusta cuando esto sucede y el relato se desborda de los límites iniciales que les he propuesto, porque eso quiere decir que tanto los personajes como los hechos cobran mayor profundidad en el momento de la escritura, y esto me ocurrió con Montes de María.
Una de las partes más impactantes es cuando usted entra en la mente de un paramilitar. Es una voz aterradora, y, sin embargo, humana, en el peor sentido de la palabra. Resulta perturbador ver cómo dicho personaje normaliza la violencia, cómo la justifica, cómo incluso recuerda su infancia. ¿Qué tan difícil fue reconstruir la perspectiva del victimario? ¿Por qué puso esa voz allí, justo en medio de las víctimas?
Construir al paramilitar como personaje fue muy difícil como autor, porque es un ser humano que está en una orilla demasiado lejana a la mía; es una perspectiva de la vida, del valor de la vida que ni siquiera puedo contemplar como un ser racional y emocional. Intentar ponerse en los zapatos de un ser monstruoso es agotador, doloroso, incluso me llenó de rabia en muchos momentos. No logré entenderlo como autor, aun no logro entender, por más explicaciones que la psicología, la psiquiatría y demás ciencias médicas lo intenten, cómo un ser humano es capaz de cometer actos de semejante aberración en contra de otras personas, más si estas se encuentran en estado de absoluta indefensión.
Sin embargo, como narrador de una obra literaria tengo la obligación de construir personajes complejos y multidimensionales, que tengan capacidad de cambio, que no sean planos, y qué mejor ejemplo que este tipo de seres humanos, capaces de infligir semejante grado de dolor sobre los demás. Como narrador, entiendo que en la vida real hay seres humanos que son monstruosos, pero que no por ello dejan de ser seres humanos. Es decir, no son solo hombres y mujeres que cometen actos monstruosos, así como otros son capaces de cometer actos heroicos. En este caso, hay monstruos que no pierden su condición humana y hay héroes del mismo modo.
Por otro lado, poner a hablar en primera persona a un paramilitar y contar parte de su vida y de sus motivos fue una decisión difícil, porque pensé que alguien podría juzgar esta decisión narrativa como una apología al paramilitarismo, a humanizar al monstruo. Pero todo ejercicio literario está repleto de decisiones, de confrontaciones con la escritura y las perspectivas desde las que se cuenta una historia. En todo caso, adentrarse en la mente de una persona tan dañada, que no tiene ningún respeto por la vida, que no tiene conmiseración por el otro ni entiende de bondad, me hace valorar mucho más la existencia, y espero que a los lectores le ocurra lo mismo.
Hablemos del título: Montes de María. Aunque la tragedia narrada corresponde específicamente a la masacre de El Salado, usted eligió algo más amplio, más geográfico y simbólico. ¿Qué quería abarcar con ese título? ¿A qué le está dando voz?
El título de la novela es en honor a toda la región, porque se debe entender que este lamentable suceso no solo ocurrió en el pueblo de El Salado, sino en los Montes de María, cuando los cerca de 450 paramilitares salieron de la finca El Avión y durante dos días de marcha bloquearon todas las vías de acceso a El Salado, dejando tras su paso a varios campesinos asesinados y el miedo inoculado en las familias que se vieron obligadas a huir para preservar sus vidas. Por otro lado, siempre he considerado que no solo la población civil padece terriblemente luego de un acontecimiento de esta magnitud, también lo hace la tierra que queda huérfana sin nadie quien la cultive, quien la cuide, quien la domestique. La tierra necesita de los hombres y de las mujeres que la producen, que la caminan, que la alimentan con sus cantos, con sus manos. De este modo, se debe entender también a la tierra y a las regiones —en este caso la de los Montes de María— como víctimas del conflicto armado, entendiendo a la tierra como ese gran ecosistema que genera dependencia con quien la cultiva. Bien sabemos que muchas de las masacres en Colombia se han producido por la apropiación de la tierra, porque un grupo de delincuentes necesitan de ciertos territorios para el apacentamiento del ganado o para la siembra de hoja de coca. En este sentido, la tierra también padece estos desplazamientos, porque cambian sus funciones y pierde a sus cuidadores, a quienes ve sufrir, a quienes acuna para morir y ve con tristeza cómo los sobrevivientes se marchan.
Algunos autores han defendido la independencia de la literatura respecto a la política y la ideología. Gao Xinjian es un buen referente al respecto. En su discurso de aceptación del Premio Nobel, titulado La razón de ser de la literatura, Gao afirmó que la literatura “no tiene nada que ver con la política; es un asunto puramente individual”. Para él, la literatura surge de los sentimientos y experiencias personales del escritor, y su autenticidad se ve comprometida cuando se convierte en instrumento de propaganda o se alinea con intereses políticos o de mercado. ¿Qué piensa de esta postura? ¿Cree que la literatura tiene un compromiso moral y político?
En efecto, la literatura solo debe responder por la propia literatura. Su compromiso es enteramente estético, de lo contrario se convierte en propaganda, en mercadería barata. Sin embargo, el yo del escritor está circunscrito en un contexto social, político, moral y económico que lo moldea. ¿Qué ha hecho la sociedad con el escritor?, esta es otra pregunta. ¿En dónde ubica el escritor su escritura bajo un contexto histórico determinado? También tiene que ver con el carácter del escritor: qué le interesa narrar, por qué, de qué modo va a contar su realidad. Porque se debe tener en cuenta que la escritura es un proceso de transformación de la realidad por medio del artilugio de la palabra. En mi caso, escribo sobre lo que me duele y confronta, porque también considero que el principio de la escritura literaria es la rebeldía del ser frente al mundo, porque si un ser humano está conforme con el modo como deviene el mundo y la vida, entonces para qué escribe, para qué quiere transformar aquel mundo al que no le ve fisuras, al que no desea cambiarle nada.
De este modo, mi escritura no busca mi reivindicación social ni la de nadie, sino sacudir al lector, sacarlo del letargo de la vida cotidiana, ponerlo en situación de predicamento usando las experiencias de grupos de seres humanos que vivieron la inclemencia y, en este rescate de las historias olvidadas por la población, generar procesos de sensibilidad y reflexión sobre nuestra realidad. No creo en la literatura que no nos transforma, que no nos indaga. No creo en la literatura que nos da respuestas, la doctrinaria y moralizante, la que intenta decirnos cómo debemos vivir. Por el contrario, creo en la literatura que nos hace mil preguntas, aquella que nos ausculta y nos confronta con lo que somos.
Finalmente, Daniel, si usted pudiera decirle algo a los niños del agua, a Doris, a los que quedaron y a los que no pudieron volver, ¿qué sería? Porque podríamos pensar que esta novela es una carta para nosotros los vivos, pero también para el más allá.
No les diría nada. En efecto, lo que tenía por decir lo dije en la novela; lo que sí haría sería abrazarlos como lo hago en mi corazón cada vez que pienso en ellos, y puedo asegurarle que es muy seguido.
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