Sólo recuerdo a mi mamá bailando con un hombre, mi papá, hace tantos años que ni siquiera sé cuándo fue. Tampoco quiero recordar ese día que estábamos en la casa los cuatro —ella, él, mi hermano y yo— y mi madre se plantó llorando frente a mí, suplicándome que le exigiera a mi padre que se fuera, tras años de abuso emocional. Fue la conversación más difícil de mi vida. Él se fue, y hasta hoy, en las reuniones familiares, cuando hay música, ella no baila, pero pide una canción, que canta con una decisión que casi nunca se le ve, con voz fuerte y clara: «Y sólo un orgullo tengo / a nadie le sé rogar / que la chancla que yo tiro / no la vuelvo a levantar».
«La chancla» no es de las canciones más famosas que grabó Paquita la del Barrio, pero refleja muy bien la fortaleza que veo en mi mamá y en todas las que la cantan sus canciones a todo pulmón, las que arrastran un pasado doloroso, en el que un gran amor les destrozó el alma. Las que alguna vez confiaron y las defraudaron, y las que renacieron y que ahora, formando un coro lleno de ira, expulsan sus demonios con el canto. «Rata de dos patas / te estoy hablando a ti», versos transgresores en cualquier parte, pero que hicieron eco en México, un país donde siete de cada diez mujeres viven con violencia; «pero qué mal te juzgué / si te gusta la basura / pero mira qué locura», donde diariamente una decena de mujeres son asesinadas, muchas veces por un familiar; «me estás oyendo, inútil / bueno para nada / pa puras vergüenzas», insultos que alcanzaron en su voz calidad de himnos, y que ahora hasta las jóvenes interpretan en plena borrachera, hayan o no probado los infortunios del amor.
Lo que pocos saben es que Francisca Viveros Barradas sabía de lo que cantaba. Nació en 1947 en Alto Lucero, un bonito pueblito de Veracruz, en el Golfo de México —aunque le duela a Trump—. Conoció a su papá ya con ocho años. Era un hombre casado y su mamá era la otra. La primera vez que contrajo matrimonio tenía 16 años, y lo hizo con un hombre 28 años mayor. Tuvo cuatro hijos, pero se le murieron dos casi al nacer, y adoptó a una sobrina como hija por cariño. Sufrió maltrato de los dos esposos que tuvo, y el segundo pasará a la historia como el primer inútil, al que le dedicó muchas, porque le fue infiel hasta con las meseras de Casa Paquita, su restaurante, donde lo mismo servían pozole que enchiladas y donde se presentaron en su época de oro José José y Juan Gabriel, otros dos legendarios maestros mexicanos del despecho. Y como Casa Paquita estaba en la Guerrero, una de las colonias más populares del centro de la Ciudad de México, siempre fue la cantante del barrio, porque también vivió en Tepito, el llamado barrio bravo, hoy la casa de muchos delincuentes, donde sólo sobreviven los que se dan a querer.
Predicó con el ejemplo. Su frase más famosa, «¡Me estás oyendo, inútil!», no era sólo para los escenarios, para llenar el espacio entre estrofa y estrofa, con ranchera o con bolero. Fue una declaración de principios.
No importaba ante qué hombre estuviera, humilde o famoso, si cometía una falta ella no dudaba. Le decía «¡inútil!» viéndolo a los ojos, con su voz raspada por la vida. Se lo dijo a conductores de televisión, a políticos, a periodistas, a desconocidos. Y lo más impresionante para mí: ellos nunca respondían, aguantaban como machos el ataque de una mujer disruptiva, revolucionaria, incómoda, que hasta el último día fue de pocas palabras, pero duras, como su vida, que inició en la pobreza y terminó en leyenda. «El hombre es tan bruto que causa lástima», «No tienen nada qué presumir, tienen todo chiquito», «Para qué quiero un hombre más, sin son sinvergüenzas», solía decir, ante el asombro y apoyo de quienes la escuchaban. Dosis de terapia para todas las que sufren en silencio.
Paquita murió de un infarto fulminante mientras dormía en su cama a los 77 años. Falleció en suelo veracruzano. Los mexicanos ya sabíamos desde hace tiempo que estaba mal, que habían tenido que hospitalizarla varias veces, pero ni eso fue consuelo, al menos para mí. Apenas me enteré de su partida, recordé todas las veces que la escuché asegurar que, en la última etapa de su vida, llena de fama, de vestidos de lentejuelas y cariño del público, no se había reencontrado con el amor. Quizá, como dicen sus canciones, porque muchos hombres buscan mujeres más jóvenes para sentirse vivos. Nunca se quejaba, pero tampoco parecía feliz. Sólo seguía adelante, incansable, porque es lo que se tiene que hacer en esta vida, día tras otro, a pesar de todo.
Tampoco mi mamá ha vuelto a encontrar el amor, pero todavía tengo esperanzas. Espero que algún día no necesite cantar La chancla a todo pulmón para recordarnos a todos los presentes que a ella la lastimaron y sobrevivió. Y espero volver a verla bailar, con cualquiera. Mientras, seguiremos escuchando a Paquita, siempre.
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