Cuando hablamos de fronteras aparece una tensión fundamental propia de nuestros imaginarios occidentales y, en parte, nacionales. De un lado, pensamos en aquellos límites constantes en la historia entre el territorio conocido y «civilizado» y los territorios llamados de la barbarie. Estos últimos han sido, una y otra vez, sometidos y traspasados bajo la idea de ampliar la civilidad y «salvar» de ese prejuicio a sus habitantes. Del otro, en los límites administrativos y geográficos que, al ser trazados sin plena conciencia de las culturas que allí se unían o separaban, siguen impidiendo que la transformación del territorio y la distribución de los recursos se planee de manera mucho más integral y compleja. ¿Qué ha resultado de estas dosideas que se ha propagado entre nosotros en medio de conquistas, violencia, sobresaltos, revoluciones, repúblicas, guerras civiles, contrarreformas, constituciones, pactos bipartidistas, masacres, extractivismo y acuerdos de paz?
Sin duda, algunos de los profundos abismos que vivimos hoy como nación se han hecho evidentes en estos dos años aumentando las tensiones sociales en el primer Gobierno de izquierda del país. Durante nuestra historia se han transgredido límites culturales, emocionales y mentales que nos confirman que mucho de lo profanado y violado es parte de lo que debemos enfrentar hoy, así cueste superar el refugio ilusorio de los encierros psicológicos y las falsas seguridades de la clase, el centralismo, el patriarcado, o la racialización.
Hasta el momento de la conquista de América, zonas de relativa convivencia fueron convertidas en escenarios de violencia, despojo, miedo y negación del otro, por supuesto, ejercidas por guerreros en trance de dominio y vasallaje. Cuando los conquistadores hispánicos impusieron sus lógicas de poblamiento en estas tierras, invirtieron el orden existente en los territorios después llamados amerindios, y convirtieron los ríos y las cuchillas de las cordilleras, hasta entonces vías de comunicación y caminos de articulaciones interculturales, en fronteras de los centros urbanos recién creados como ejes del centralismo territorial. De esa manera, transformaron esos espacios de relaciones abiertas en zonas marginales: lugares que incubaron los mitos culturales de la culpa, la expiación y la salvación que trajeron quienes los acompañaban con la palabra escrita en el libro sagrado y el uso como dominación del castigo, del diablo, de los seres del mal, de la condenación eterna, mientras la frontera no se expandiera y los transformara.
Todo esto se consolidó histórica y culturalmente apelando a las narrativas más obvias encarnadas en el paisaje y en el temor por lo desconocido. José Eusebio Caro le dijo a su hijo, enseñándole sus primeras lecciones de geografía, desde la cima del cerro hoy conocido como el santuario de Monserrate, en Bogotá, algo como lo siguiente: «Todo lo que ves, es nuestra sociedad; lo demás es tierra caliente»; y en el otro lado del espectro de lo que podríamos atribuir a lo político en nuestra historia, «el Sabio»Caldas atribuyó a esa tierra «caliente» la supuesta impotencia de las provincias para pensar y hacer ciencia.
Cada uno, a su manera, da cuenta de asuntos urgentes en la discusión política y cultural del país. El ritmo del desarrollo desigual de las regiones obedece, sin duda, a aquellos prejuicios coloniales, invencibles hasta nuestros días, a pesar de la resistencia de los portadores de esas otras civilizaciones que lograron sobrevivir y mantenerse en sus territorios de origen convertidos en zonas de refugio.
Bolívar imaginó en su Carta de Jamaica que la capital de la Gran Colombia debía ubicarse en Bahía Honda, La Guajira; y convocó algunos de los congresos fundadores de nuestras naciones contemporáneas, en Angostura,en la Orinoquía, en 1819, o en Cúcuta, en 1821, para intentar una organización propia de la Gran Colombia. Se fijaron parámetros imaginarios para ser nosotros mismos como sociedad a partir del reordenamiento territorial de lo colonial. No obstante, las pugnas y guerras civiles, terminaron por imponer al centro del altiplano cundiboyacense como el lugar de preeminencia sobre los demás. El río Magdalena, nuestra gran oportunidad para la conexión de las culturas de esta tierra fue, poco a poco, convertido en los confines del ordenamiento departamental andino: el resto del país se nombró entonces como «territorios nacionales», declarados en su mayor parte como baldíos, para reafirmar su carácter de zonas pendientes de descubrimiento y conquista.
¿Por qué no hemos considerado otras fronteras? ¿Cuáles son esos límites imaginarios que no concebimos desde esa sola idea del mundo? El ejemplo de los mamos de la Sierra Nevada, que no se han cansado de explicarles al país y al mundo que la Línea Negra, más que un límite, es una lógica de funcionamiento, al mismo tiempo natural y cultural, del cerro Gonawindúa, es prueba de ello. Los sitios sagrados que se tejen entre la costa y las cuencas de los ríos son las relaciones entre los árboles, las piedras, la tierra, el aire y el agua.
La tozudez colonial ha persistido a sangre y fuego durante nuestra historia. En los años ochenta del siglo pasado los territorios de las «tierras bajas», fueron promovidos como los espacios del futuro, la «segunda oportunidad» del país que ya debía superar el café como productor de las divisas necesarias a la economía capitalista dominante. El Catatumbo, Arauca, Putumayo, Urabá —denominada como «la mejor esquina de América», con un sentido siempre de zona exterior extrema—, y los Llanos fueron escenarios de las nuevas explotaciones petroleras y de plantaciones forestales y de monocultivos, convertidos con brutal violencia en el tránsito de los siglos xx y xxi: conquista, despojos y desplazamientos de millones de personas fueron los «costos» del desarrollo y la supuesta salvación civilizatoria.
Michael Taussig se aproximó analíticamente a esas transformaciones de los imaginarios fronterizos y los definió como aquellos donde la tensión entre el coexistente deseo y el miedo al otro se resolvía con la violencia como el espacio trágico de socialización de unas fronteras en movimiento. Allí estaban, por supuesto, y siguiendo el orden de los territorios mencionados, los barí, los u’wa, los kofán y los ingas, entre otros pueblos indígenas del piedemonte amazónico, y los embera, junto con sus vecinos campesinos y negros con los que convivían después de los complejos periodos de configuración de sus vecindarios que, por supuesto, tampoco estuvieron exentos de tensiones entre ellos mismos.
Hoy se propone desde el legislativo revisar, como sociedad, los imaginarios centralistas y colonialistas para reconocer, sin ambages, las diversidades lingüísticas y culturales del país, para que estas tengan poder y se incluyan, de manera definitiva, en el destino de una nación que no hemos terminado de imaginar y comprender. Reconocer los aportes territoriales históricos, su historia, su geografía, su arquitectura, su conocimiento y todo lo que entendemos como culturas, artes y saberes es fundamental para aspirar a la unidad de una nación, cuyo símbolo de unidad es una Constitución plena de derechos sociales y económicos: es preciso avanzar en la recuperación y redefinición del sentido de las fronteras abiertas.
Por ello, hoy, cuando el país se debate entre el cambio y la continuidad de esas lógicas dominantes, el tema de las fronteras resulta crucial, y le dedicamos esta entrega de la revista, como un aporte a la necesaria tarea colectiva, pública, cultural, que desate los nudos de nuestros imaginarios y de los ordenamientos mentales y territoriales que aún imperan. La inclusión social y la lucha por la igualdad y el reconocimiento de grupos y sectores sociales marginados y excluidos como los campesinos, los indígenas y las comunidades negras, y los pobladores de los municipios rurales, corresponden a los extensos territorios de las tres cuartas partes del país que han sido mantenidos aún hoy como marginales y bárbaros, o cuando menos, como «subdesarrollados». Vastos grupos humanos sostienen la enorme diversidad del país y nos muestran el camino de la superación de las fronteras como líneas divisorias, hacia su constitución como espacios de articulación, de diálogos y convivencias interculturales, y de paz. Las fronteras están, entonces, profundamente instaladas en nosotros mismos. Quizás llegó la hora de hacernos las preguntas importantes sobre nuestros prejuicios y límites.
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