Extensa discusión en redes ha provocado la reestructuración que está haciendo el presidente de los Estados Unidos Donald Trump de su política internacional, y con mayor énfasis, de su agencia de ayuda internacional (USAID). Ha sido una discusión árida, que en nuestro país se redujo a la queja sobre los empleos y la crisis humanitaria, dejando de lado que es una valiosa oportunidad para palpar los hilos del sistema hegemónico estadounidense y del imperio que nos tocó, como decía Antonio Caballero. Puede convertirse en una discusión apasionante en este momento histórico, en el que intentamos comprender el complejo e incierto tránsito geopolítico multipolar y el impacto de la segunda presidencia de Trump. Para eso, debemos mejor pensar los pesos y contrapesos del «equilibrio cambiante de fuerzas».
Cuando pensamos en el poder imperial, dice Perry Anderson, solemos pensar en operaciones militares. En nuestro país se han escrito libros interesantes al respecto, como los libros sobre el Plan Colombia de Diana Marcela Rojas, Winifred Tate o John Lindsay-Poland, o las publicaciones sobre las operaciones militares, como Operación Centella de Darío Villamizar. Menos trabajos se han realizado sobre el humanitarismo lazarillo de estas operaciones y las organizaciones internacionales de ayuda involucradas. Un aporte importante es el trabajo de Juan Ricardo Aparicio, que se adentra en las instituciones humanitaristas que, parafraseando, pueblan un territorio con depósitos de agua, jeeps, camisetas, banderas blancas, colchones y certificados, y también se tejen con las formas organizativas propias que condensan, adaptan, responden a este poblamiento institucional. Aún menor atención se ha prestado a esa otra línea fina del humanitarismo, la que desempeña Estados Unidos, un actor en el conflicto armado en Colombia, y su poder imperial a través de la Agencia de Ayuda Internacional o, su sigla en inglés, USAID.
Es preciso romper dos mitos. Por un lado, el de asumir un gobierno de los Estados Unidos homogéneo y estático. En su libro Imperium & Concilium, Perry Anderson muestra las disputas al interior del Estado, del poder, que se corresponden en parte con las disputas entre el Partido Republicano y el Demócrata, o entre la Casa Blanca y el Congreso. Anderson nos lleva por los caminos de las agendas de las múltiples presidencias estadounidenses, entre la predilección demócrata por la agenda internacional expansionista y el provincianismo republicano, cuyo énfasis fue por mucho tiempo el de la política interna y el presidencialismo. Esto se puede ver en momentos específicos de la historia, como cuando el Congreso planteó una restricción al financiamiento de guerras externas luego de las experiencias de Vietnam y de Irán en la década de los setenta, mientras la Casa Blanca intentaba lanzar sus agendas imperiales, que se movían entre la fuerza y el diálogo. La «lucha contra las drogas» de Ronald Reagan durante los ochenta fue el arma de influencia internacional más eficaz del presidencialismo republicano, una expresión de ambición imperial de la que los demócratas se han nutrido hasta el presente.
Esta «lucha» contra el «flagelo de las drogas», junto con los aprendizajes de Estados Unidos sobre la guerra no convencional entre los setenta y los ochenta, tuvo un efecto directo en las oficinas de inteligencia de la Casa Blanca, el departamento de Estado y el de Defensa, junta con las demás las herramientas institucionales para este propósito. Joseph S. Nye distinguió entre el hard power y el soft power y criticó que el primero recibiera cuatro veces más presupuesto que el segundo. Su conclusión fue que, tras la Guerra Fría, «el poder inteligente no es ni duro ni blando. Es ambos». Como una hidra, se estableció una dinámica compleja de influencias, intereses, presupuestos y mercado de información que terminó en competencias fatales, como la confrontación entre la CIA y DEA. En esta constelación de dominios, la ayuda internacional de los Estados Unidos ha sido ese vaso comunicante entre caos y humanitarismo.
Las protagonistas de la influencia exterior estadounidense
Desde 1946 se ha contabilizado el presupuesto de apoyo internacional de los Estados Unidos. La asistencia extranjera está dividida entre la Agencia para el Desarrollo Internacional, el Departamento de Estado, el de Agricultura, el Departamento del Tesoro, la Corporación Retos de Milenio y los Cuerpos de Paz, principalmente. USAID tiene como tarea ejecutar presupuestos para lograr impacto económico y social, no directamente militar.
Según Foreign Assistance, el rol de USAID se fortaleció durante reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, principalmente en Europa, Turquía y Taiwán: en 1949 y 1950 recibió 62 y 36 miles de millones de dólares. Otro momento récord de esta inversión llegó entre 2022 y 2023, principalmente como respuesta a la guerra entre Ucrania y Rusia: de los 33 miles de millones, diez fueron para Ucrania. Por otro lado, el Departamento de Estado (involucrado tanto en el apoyo económico como en el militar) ofreció enormes montos en 1979, principalmente para Israel y Egipto. Volvió a aumentar sus presupuestos en 2003, principalmente para Polonia, Israel, Egipto, Jordania y Colombia; Iraq e Israel en el 2016, y África, Israel, Colombia y Ucrania entre 2020 y 2023. Finalmente, el departamento del tesoro de los Estados Unidos le ofreció en a Gran Bretaña 47 miles de millones de dólares en 1945, y 3 miles de millones en 2022 a Ucrania.
En San Vicente del Caguán era clara esta presencia en obras específicas en las comunidades campesinas en el marco del Plan Colombia, anunciado con placas en las escuelas y en las casas. Recientemente, en Nariño, observé un gimnasio construido por la agencia de política de drogas de la Casa Blanca, la INL. Al pensar en estas transferencias de recursos podemos pensar en mejoras para las comunidades, en protección humanitaria o hasta en infraestructura, pero también como advirtió Andrew Natisios, un exdirector, en la revista Foreign Affairs, USAID es una herramienta poderosa para enfrentar la influencia rusa y china, prevenir amenazas transnacionales como la enfermedad y el terrorismo, en lo que denominó «la ayuda como estrategia», siguiendo los preceptos del departamento de Estado y de Defensa. En Djibouti por ejemplo, se intercambió la presencia de la base militar estadounidense por una misión de USAID basada en infraestructura. USAID permite negociar objetivos militares estratégicos a cambio de programas humanitarios o de desarrollo rural, como fue la Revolución Verde, y como lo es ahora el Desarrollo Alternativo.
El ecosistema de la cooperación en Colombia
La asistencia de Estados Unidos a Colombia, registrada desde 1952, se reparte en dos momentos de enorme influencia: primero entre 1960-1978 y luego de 1998 en adelante, con un pequeño interregno entre 1990 y 1994. El apoyo ha sido principalmente económico y se reparte en tres fuentes: USAID, Departamento de Defensa y Departamento de Estado.
El departamento de Estado ha tenido mucho mayor protagonismo que el de Defensa. Entre 1970 y 1977 influyó en Colombia con un traslado de recursos esporádico que se repitió entre 1979 y 1980, pero que adquirió continuidad desde 1984 hasta el presente. Desde 1998 hasta el 2023 fue la primera fuente de apoyo presupuestal de los Estados Unidos para Colombia. El 2000 y el 2005 han sido los picos máximos de cooperación: alrededor de 1500 millones de dólares cada año. El año de la firma de la paz, en el 2016, fue el punto mínimo de cooperación por lo menos desde 1998. Este departamento ocupa un rol protagónico en términos de cooperación en el presente, tarea que acompaña un tercer actor: USAID.
Esta agencia ha tenido dos periodos clave en la historia de Colombia. Primero entre 1960 y 1977, luego vino una extraña caída casi total en 1965, y volvió a despegar después de 1988 hasta el presente. Desde 2007 el crecimiento ha sido sostenido. Hasta el año pasado, Colombia experimentó una creciente presencia de esta Agencia, a la par de los montos del Departamento de Estado.
Todos estos picos coinciden con coyunturas que atraviesan la historia del conflicto armado en nuestro país, como una lucha anticomunista que después derivaría en la lucha contrainsurgente con la máscara antidrogas del Plan Colombia. En el posacuerdo, parece disputarse el sentido de la construcción de paz en nuestro país.
¿Nuestra paz ajena?
Además del mito de un poder imperial hegemónico, el otro que hay que desmentir es que los demás países son recipientes vacíos de esta ayuda y de la visión que impone. Esta mirada es contraproducente porque le quita agencia a nuestro campo estatal, económico y político, en el que también se cuecen habas. No solo las élites pierden responsabilidad, sino que también hay que considerar cómo las «poblaciones beneficiarias» hacen sus propias lecturas y despliegan sus estrategias. Esto no quita que la disputa de lo popular sea fuertemente lesionada por estos fondos, una expansión hegemónica de sentidos sobre el presente y el futuro: siempre es importante reconocer al carácter dialéctico que significan estas presencias.
Por ejemplo, no es un secreto el papel que ha jugado USAID como parte del desarrollismo anticomunista de los Estados Unidos. Thomas C. Field, en su libro sobre Bolivia, defiende que Estados Unidos usa las ideologías del desarrollo como herramientas con fines políticos —y yo agrego: geopolíticos—., Es una idea interesante que permite pensar la construcción política de «qué es la paz» en el posacuerdo en nuestro país. Field relata cómo J. F. Kennedy, en 1961, inquieto ante la tolerancia de Víctor Paz Estenssoro al comunismo local y a su nacionalismo, decidió lanzar un plan de cooperación «tecnocrático» en Bolivia, el Plan Triangular, que terminó siendo apoyado por el mismo presidente, y se dirigió directamente contra el sindicato minero boliviano. Este avance hegemónico fue apoyado por el departamento de Defensa y de Estado estadounidenses hasta que en 1964 ocurrió el golpe de Estado en el que convergieron la insurrección popular pro-minera y un sector militar. La temprana alianza de ambos terminó pronto cuando una inmediata visita de los funcionarios del gobierno de los Estados Unidos al nuevo gobierno provocó que los comunistas que habían sido incluidos en él fueran apartados.
En este ecosistema político, Field afirma «si el desarrollo acababa coincidiendo con la extensión del poder de EE. UU., entonces todo estaba bien». El futuro del país se jugaba entre los mineros y trabajadores, quienes no pudieron llegar a tomar el poder a pesar de poner los muertos; los ideólogos liberales que vieron en Bolivia su laboratorio modernista anticomunista; y los nacionalistas bolivianos, que asumieron que podrían controlar los recursos del Plan Triangular para sus fines. Al final, la dictadura impuesta siguió los designios de Washington, aún después de muerto Kennedy. La presencia de USAID imaginando qué era el desarrollo para Bolivia marcó el rumbo de este país como aliado anticomunista en la Guerra Fría.
La experiencia de Bolivia nos permite hacernos la pregunta sobre la concepción hegemónica de la paz en el posacuerdo. La discusión en Colombia sobre el efecto de la reestructuración de USAID por parte de Donald Trump deja en evidencia el impacto de esos fondos en la disputa popular por construir un sentido de la paz. Reconocer el enorme aporte que ofrece USAID a instancias como la Jurisdicción Especial para la Paz no nos debe distraer para pensar el impacto en la contratación de consultorías o talleres. Más bien, debemos considerar bajo qué perspectivas se piensa esta justicia en el posacuerdo, la responsabilidad del propio gobierno de los Estados Unidos en las dinámicas del conflicto armado de nuestro país y la urgente necesidad de visibilización de sus víctimas, como aquellas que fueron asperjadas con glifosato, y cuyos casos no son aceptados en el tribunal de la JEP. La política antidrogas —protagonista del conflicto en la violación de los derechos humanos, como lo demostró la Comisión de la Verdad— sigue siendo pasada por alto en Colombia, aun cuando la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas ya abrió observación a las violaciones de los derechos humanos del prohibicionismo global. En la Amazonía también se ven estas contradicciones con las políticas de protección y turismo que apoya USAID: sabemos que estos ecosistemas fueron enormemente afectados por la aspersión aérea, y sus víctimas aún no son reconocidas. Es indiscutible que la mirada de la paz antidrogas juega en contra de la paz total en el gobierno de Gustavo Petro.
Hay un enorme debate en Estados Unidos sobre los cambios en la política exterior ante la llegada de Donald Trump. En su primer gobierno, compartió un tuit con una imagen de un objetivo militar —exponiendo el tipo de tecnología que poseían— y muchos documentos clasificados como secretos de Estado aparecieron en un baño del resort en Mar-a-Lago. Este ecosistema hegemónico de cooperación está buscando lograr su equilibrio en un mundo cambiante, se vuelve duro y blando, y se convierte en parte del paisaje de nuestros países, en una población que enfrenta sus propios dilemas sobre su pasado, presente y futuro.
Esta condensación de presencias cotidianas es una disputa popular, como lo recuerda Juan Ricardo Aparicio, pero entenderlas en esta coyuntura histórica nos va a mostrar por primera vez después de la firma de los acuerdos cuál es la paz que podemos tener, que soñamos y que podemos arriesgar ante el peligro de la reconfiguración de la guerra. De pronto, lo que abre Trump en estos meses es una forma de pensar una paz propia.
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