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Rock al Parque 2025: cinco postales memorables 

26 de junio de 2025 - 3:32 pm
252.000 personas asistieron al festival, marcado por una heroína insurgente, una confrontación al vacío dopamínico, un coro nostálgico que atravesó la lluvia, la dimensión ecopolítica de la psicodelia y una mecha encendida por el hardcore.
Polikarpa y sus Viciosas. Foto de Juan C Herrera (Idartes).
Polikarpa y sus Viciosas. Foto de Juan C Herrera (Idartes).

Rock al Parque 2025: cinco postales memorables 

26 de junio de 2025
252.000 personas asistieron al festival, marcado por una heroína insurgente, una confrontación al vacío dopamínico, un coro nostálgico que atravesó la lluvia, la dimensión ecopolítica de la psicodelia y una mecha encendida por el hardcore.

En Rock al Parque 2025, al que asistieron 252.000 personas durante tres días, no todo fue estallido ni desfogue físico. Bajo la superficie del cartel, se percibió un deslizamiento notorio. La hegemonía del metal —columna vertebral del festival durante décadas— cedió terreno para dar paso a nuevas sensibilidades: un mapa musical donde la fragilidad encontró su cauce en el ruido, la rebeldía se escenificó con performances teatrales y el discurso político cobró protagonismo. No se trató solo de divertirse y evacuar energía como agua sucia: también se trató de conmover, de provocar, incluso de explorar formas de sanación.

De los cincuenta y seis actos que pasaron por tres tarimas este año, ¿cuáles tienen el peso y la rareza suficiente para alojarse en la memoria? Estos fueron los momentos que actuaron como quiebres curatoriales y gestos de alto poder simbólico: cinco postales que no solo condensan el espíritu de lo que fue la edición número veintinueve de Rock al Parque, sino que también insinúan hacia dónde quiere ir en sus esperados treinta años.

 El regreso teatral de «Las Polas»

Antes de que Polikarpa y sus Viciosas detonaran sus himnos punkis noventeros, una figura emergió en escena: vestido de época, botas Dr. Martens y un pañuelo tricolor ondeando en el puño. No venía a cantar. La actriz Myra Patiño encarnó a Policarpa Salavarrieta y recitó su último discurso antes del fusilamiento en 1817: «¡Pueblo indolente! ¡Cuán diversa sería hoy vuestra suerte si conocierais el precio de la libertad!». No ocupó la tarima como símbolo muerto, sino como gesto de memoria viva: enlazó las ejecuciones de la época colonial con los abusos de autoridad de años recientes. Ahí estaban las 6.402 víctimas de ejecuciones extrajudiciales en el conflicto armado. Ahí estaban los ciento tres casos de trauma ocular causados por el ESMAD durante el paro nacional de 2021.

Este performance teatral no fue un prólogo al desmadre: fue el corazón del regreso de Polikarpa y sus Viciosas a Rock al Parque, la primera banda cien por ciento femenina en pisar este escenario, según me confirmó el curador Héctor Mora. La irrupción de la actriz —con intervenciones repartidas a lo largo del show— fue una estrategia que fisuró la dinámica centrada en la descarga física y la exaltación del pogo como ritual colectivo que predomina en el festival.

Durante la jornada inaugural, bandas como Dismember (Suecia), A.N.I.M.A.L. (Argentina) y Parabellum (España) desplegaron la energía salvaje del metal y el punk. Polikarpa, además de potencia, introdujo un corte. La teatralidad no diluyó su descarga: la amplificó. Convirtió la tarima en una barricada simbólica donde los cuerpos emancipados y el duelo colectivo ocuparon el centro de la escena.

Ese mismo espíritu se extendió con Sin Pudor, otra banda punk integrada por mujeres, que proyectó en pantalla su mensaje: toda mujer —sea trans, trabajadora sexual, con minifalda o sin ella— tiene derecho a habitar la calle con seguridad. Desde la tarima, su vocalista dejó una consigna que aún resuena: «Lo que menos sabemos es relacionarnos. Debemos construir mejores juntanzas».

Frente a la anacrónica idea de que las bandas femeninas deben «dar la talla» para no ser vistas como cuota en un festival de rock, Polikarpa y Sin Pudor demostraron algo más profundo: que esa talla debe redefinirse. No basta con tocar con nervio y garra. También hay que hacer que el escenario tiemble con otros relatos, otros gestos de reparación simbólica, otras formas iconoclastas. 

Descartes a Kant. Foto de Laura Torres (Idartes).
Descartes a Kant. Foto de Laura Torres (Idartes).

La terapia de choque de Descartes a Kant

En Rock al Parque hay devoción por el desmadre. Pero Descartes a Kant eligió otro camino: suspendió los cuerpos y los puso a pensar. La banda de Guadalajara, que regresó al festival después de ocho años, construyó un performance retrofuturista diseñado para la contemplación. Con trajes espaciales, movimientos mecánicos y visuales que hablaban de la búsqueda ansiosa de dopamina y el eventual burnout, propusieron otra forma de vivir el rock: no desde la euforia clásica, sino desde la vulnerabilidad provocada por la instalación artística. 

La voz que hablaba de fondo era DAK: un autómata sensible, creado por la banda como avatar de su álbum más reciente, After Destruction (2023), que canaliza el dolor a través del arte en la era del scroll infinito. La frase final del acto me sigue inquietando: «¿Te gustaría recuperar la fe en la humanidad? Reinicia. Sana».  

Los escenarios distópicos suelen construirse desde una fuente de energía lúgubre. Los mexicanos, en cambio, lograron levantar uno con paisajes lúdicos. Entre la dulzura del pop y la disonancia del noise, clavaron el aguijón. Su acto teatral no solo puede interpretarse como una crítica a la sociedad de la dopamina —ese imperativo de placer instantáneo que diagnostica Byung-Chul Han en sus ensayos—, sino como una interpelación directa a la lógica de los festivales mismos. 

En lugar de la anhelada catarsis, ofrecieron fragilidad escénica. Fue un  recordatorio de que el rock también puede dejar de cabalgar para pensar. Al ver a cientos de asistentes atentos, asombrados, entendí que esta agrupación desactivó el reflejo automático del desmadre y activó otros músculos menos entrenados: el de la escucha y la mirada paciente. No hubo un torbellino atroz: hubo una terapia con el arte como código de reinicio. 

Él Mató Un Policía Motorizado. Foto de Isa López (Universidad de La Sabana).
Él Mató Un Policía Motorizado. Foto de Isa López (Universidad de La Sabana).

Él Mató y un rito nostálgico necesario

En un cartel cargado de exploraciones híbridas y pocos nombres emblemáticos del rock latino, el show de Él Mató a un Policía Motorizado trajo esa ceremonia nostálgica que todo festival necesita. Con luces tenues y músicos casi inmóviles, concentrados en una ejecución limpia a pesar del sonido irregular del escenario, se produjo una comunión memorable con el público. Los argentinos, que ya habían pasado por los grandes festivales comerciales —Cordillera y Estéreo Picnic—, debutaron en Rock al Parque. Miles de personas que no pueden pagar boletas caras por fin los vieron en vivo.

Él Mató operó allí como un punto de anclaje emocional. La nostalgia, cuando no se vende como souvenir, ofrece una zona de reconocimiento colectivo. En una noche lluviosa, la intensidad no provino de un carnaval performativo, sino del eco: un eco coral y melancólico que me llevó a reproducir sus canciones en el bus, antes y después de cada jornada del festival, como si necesitara volver a ese momento suspendido.

La nostalgia no es solo fuga hacia el pasado, como suele caricaturizarse. El crítico musical Simon Reynolds ha explicado que también puede ser un recurso efectivo para sostener lo que permanece cuando todo cambia. Esa noche, el eco de Él Mató se volvió un refugio psíquico en medio de la maratón musical y el clima agreste. 

Que un festival público como Rock al Parque apueste por propuestas emergentes y bandas de circulación limitada es valioso: interrumpe la lógica de la taquilla y oxigena el mapa. Pero una mayor presencia de agrupaciones con resonancia generacional podría equilibrar mejor el cartel y atraer más público. Lo demostraron con creces los argentinos.

Animales Exóticos Desamparados. Foto de Idartes.
Animales Exóticos Desamparados. Foto de Idartes.

La nueva psicodelia ecopolítica

Entre luces derretidas en pantalla y reverberaciones que trepaban por la piel como una fiebre lenta, Animales Exóticos Desamparados convirtió su show en un trance colectivo. Sobre ese muro postpunk de alta intensidad, los chilenos apelaron a la poesía para denunciar la deforestación, la crisis hídrica y la violencia estatal. Uno de sus guitarristas recitó un poema de Alfonso Alcalde para recordar a los desaparecidos por razones ideológicas y evocó a Víctor Jara y Eduardo Galeano. Después de escucharlos —y también a los bogotanos Hermanos Menores— pensé que estamos ante una nueva psicodelia ecopolítica: no busca evadir la realidad con viajes lisérgicos como en los años sesenta, quiere reencantarla para poder contenerla. Es música para tender el cuerpo bajo el cielo y dejar que su fuerza tectónica y mineral lo atraviese. Es una fuga sensorial y, al mismo tiempo, un llamado al apoyo mutuo y al cuidado de la naturaleza. 

Este giro redefine el sentido de expansión del rock psicodélico. El de hace medio siglo aspiraba a disolver el ego en la experiencia química; el de hoy,  busca más bien conformar  comunidades que se conectan con la tierra y resisten en ella. El viaje atmosférico que propiciaron estas bandas no estuvo diseñado para perderse de la vida, sino para reconectarse con zonas internas dormidas y volver a la lucha colectiva.

Animales Exóticos Desamparados y Hermanos Menores no fueron casos aislados en el cartel de este año. La psicodelia, en sus formas contemporáneas, más híbridas y terrenales, también tomó cuerpo en bandas como la española Derby Motoreta’s Burrito Kachimba y las colombianas Chimó Psicodélico, Urdaneta y Piangua. Fue una línea casi invisible que recorrió este Rock al Parque como quien planta en silencio un bosque futuro.

Madball. Foto de Idartes.
Madball. Foto de Idartes.

Madball y el evangelio del golpe crudo 

Cuando se piensa en los shows más feroces de Rock al Parque —aquellos que despiertan esa energía primitiva comunal—, suele mirarse hacia el metal o el punk. Pero este año, la embestida más visceral vino de una andanada hardcore. Tres nombres con linaje en el género y una relación de vieja data con el público colombiano —Comeback Kid (Canadá), Grito (Colombia) y la cereza del pastel, Madball (Estados Unidos)— detonaron el pulso tribal del festival. Fue una ceremonia salvaje de carne y lodo bajo la lluvia. 

Andrew, de Comeback Kid, corría de lado a lado con fiereza animal sobre el piso mojado. Manzano, de Grito, se lanzó al público en un acto de comunión carnal, y ese mismo público coreó con él como no lo hizo con otras bandas nacionales. Pero fue Madball la que reunió toda la brutalidad ritual del hardcore. Freddy, su vocalista, bajó a abrazarse con los asistentes, a compartir el micrófono y desató un mosh pit en el que se vieron a las viejas glorias del hardcore nacional: allí estaban repartiendo puños y patadas al aire los cantantes de Pitbull, El Sagrado y Grito. 

Cuando vi a decenas de personas nadando sobre otras como si buscaran oxígeno en medio de la masa embravecida, pensé que el hardcore, con su ética hazlo tú mismo y su intensidad transversal, merece un lugar más amplio en este festival. No solo su línea tradicional, sino sus ramificaciones más actuales: el mathcore, el queercore, el posthardcore, que llevan esa furia hacia nuevas formas expresivas. Su poder de convocatoria no debería pasar desapercibido. 

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