Es jueves de ensayo, pero la noticia llegó en la mañana: encontraron el cuerpo de Sofía Delgado en medio de un cañaduzal. Sofía, de catorce años, desapareció semanas atrás en Candelaria, un municipio cercano, cuando salió a comprar champú para bañar a su perro. Aunque es jueves de ensayo, Ana Lucía, la directora coral del municipio de Sevilla, en el Valle del Cauca, cree que sus estudiantes no van a llegar, que la noticia del feminicidio despertó el terror en sus familias. Incluso se pregunta si las dejarán ir al concierto en Cali, en once días. No es cualquier jueves de ensayo, pero, precisamente por eso, todas las niñas de la coral llegan puntuales. En silencio, sus mamás van directo a firmar los papeles para autorizar el viaje a Cali.
Desde el salón retumban treinta voces al unísono:
Mi cuerpo
De niña
Nadie lo violenta
Nadie lo castiga
Mi cuerpo corre, juega
Salta, baila, ríe
Mi cuerpo escribe, pinta, lee
Se sube a un árbol
Es jueves de ensayo, 17 de octubre de 2024, y no queda más que cantar sobre aquellas cosas que hubieran deseado para Sofía.
¿Por qué lloran en el teatro?
Es lunes de concierto. Se abre el telón. Los aplausos inundan el teatro Jorge Isaacs de Cali. Trescientas niñas sentadas llenan diez hileras del escenario, adornado con nubes y estrellas. Frente a ellas, el auditorio a reventar: mil personas. Bajo reflectores tenues y cálidos, que tiñen todo de rosa, las niñas y la banda empiezan a buscar algo dentro de sus bolsos amarillos, mientras suena un teclado triste de fondo. Son pinzas para el cabello. Grandes, medianas, con moños, plumas, ramas, flores, con formas de animales. Las fijan a un lado de su cabeza con precisión, como si tuvieran un espejo enfrente. Con la misma precisión sacan del pecho las primeras palabras a una sola voz:
La tierra es
Una casita
Muy redonda
Redondita
Con la canción «La Tierra es» inició el concierto de La Coral de 300 niñas, el pasado 28 de octubre en el marco de la COP16. Treinta niñas de diez municipios del Valle y del Cauca ensayaron desde julio para presentar lo que muchos consideran el evento más emotivo de la programación cultural de la COP.
Su metodología se puede resumir en una anécdota: «Profe, mi lora se sabe tres canciones», le dijo una estudiante hace años. Él no perdió oportunidad de conocer una lora que cantaba su música, se sabía las canciones de tanto escucharlas en la voz de la niña. La instrucción de Julián para sus estudiantes es que no dejen de cantar, porque el objetivo es entender las letras, no solo aprendérselas. Luego de ensayar, les pide que sigan cantando en casa hasta que su mamá y su papá, y hasta su lora, se sepan las canciones. A esta apuesta la llama «dramaturgia musical», y agrega que como músico agradece la formación teatral, pues le enseñó la potencia de la creación colectiva.
Además de interiorizar las letras y hacerles espacio en el hogar, Julián explica que en sus coros el canto debe ser unísono, masivo. «A mí me preguntan colegas muy despectivamente: “ve, ¿a cuántas voces es tu coro?”. A mil, les digo. Cada niño va por su lado».
Su visión la acompaña de algo que llama el juego riguroso. Cuenta que ha visto a los Niños Cantores de Viena: «Son la perfección, pero yo digo: no son niños, porque los niños son locos y las niñas son locas». En cambio, él concibe que tener 300 niñas en un coro equivale a tener 300 energías. «Cada una es una magia, es una inteligencia, es un ser con un potencial impresionante… Debe sonar una sola voz, pero deben ser 300 energías», explica Julián. El juego riguroso se trata de que entiendan que están allí para divertirse, pero que a la vez son artistas y deben ensayar como artistas antes de que se abra el telón.
La Coral no surgió con el anuncio de Cali como sede de la COP16, en febrero. La idea se venía gestando desde antes. Sin embargo, cuando el presidente Gustavo Petro dio la noticia, Julián salió corriendo al Jorge Isaacs a preguntar qué fechas tenían libres entre el 21 de octubre y el 1 de noviembre. Así, reservó el lunes 28 y empezó el despliegue.
«La palabra para decir lo que uno quiere y sueña»
Según el Observatorio Colombiano de Feminicidios de la Red Feminista Antimilitarista, a octubre de este año se han presentado 745 feminicidios en el país, 302 casos más que en el mismo periodo de 2023. Trescientos es un número que atraviesa esta crónica: es también la cantidad de niñas en el escenario del Jorge Isaacs.
Solo en octubre, según la misma fuente, se cometieron 71 feminicidios, siete de ellos contra niñas y adolescentes entre los cinco y diecisiete años. De los 71 feminicidios, cinco se cometieron en el Valle del Cauca. En el registro anual, el departamento ocupa el cuarto lugar en casos a nivel nacional, con 66. Antioquia, Bogotá y Atlántico ocupan los primeros tres lugares.
Es 18 de noviembre, ha pasado casi un mes, pero el concierto de la COP sigue latiendo en sus recuerdos. Esta semana, las niñas han vuelto a cantar, esta vez en sus municipios. Hoy la coral de Sevilla se prepara para presentarse de local. En el pueblo no ha parado de llover desde la mañana, pero mamás, papás, hermanos, y hasta perros y gatos, llegan al auditorio de la Casa de la Cultura antes de las 7 de la noche. A las 6:30, las niñas se preparan en el salón donde ensayaron tantas veces para su debut en Cali. Sentadas en el piso, hablan entre ellas.
Les pregunto por el concierto de la COP. Me cuentan que ese día salieron de madrugada de Sevilla, que algunas ya conocían Cali. Les pregunto por lo que llevan en los bolsos amarillos, estampados con la frase «Me valoro como soy. Así me quiero» en mayúsculas. Sacan las pinzas de cabello que lucieron en el teatro, los títeres de animales —osos, pulpos, vacas— que usaron en «La Tierra es», también el silbato y el pañuelo blanco de «Cuidado», la canción que dice «Mi cuerpo / De niña / Nadie lo violenta / Nadie lo castiga». Les pido que canten un pedacito, y les cuento que lloré, que mucha gente lloró al escuchar «Cuidado» en el concierto. «Es que es muy emotivo después de todo lo que ha pasado», me contesta Luisa, de doce años. «Para mí es muy injusto. Estábamos muy tristes ese día que encontraron a Sofía. Cuando cantamos esa canción, algunas del coro lloraron. La profe lloró. Por eso fue que algunas mamás que no habían decidido llevarlas a Cali, tomaron la fuerza de hacerlo, justamente por eso, como forma de protesta». Todas asienten.
De julio a octubre, los ensayos musicales y los círculos de la palabra para sensibilizar en temas de género ocurrieron dentro de escuelas y casas de la cultura, con el liderazgo de las directoras corales de cada municipio, profesoras que asumieron ese rol de cara al proceso de La Coral. Sin embargo, el trabajo dentro de los hogares de cada niña fue la otra mitad del proceso. A las dos o tres horas semanales de práctica se sumó el trabajo de las mamás que, con cancioneros en mano, estudiaron letra y música en sus casas. También ayudaron a sus niñas a hacer los títeres y los tocados del cabello. Pasaron muchas tardes esperándolas afuera del salón. Más allá del compromiso frente al evento, para algunas se trataba de una deuda con su pasado, con las niñas que ellas mismas fueron. Ana Lucía, la directora coral de Sevilla, cree que esas mujeres hubieran querido aprender a cantar a la edad de sus hijas y tener un grupo de amigas para conversar y cuidarse entre sí.
Las mamás también fueron garantes del proceso. Hubo algunas que tuvieron que convencer a sus esposos para que sus hijas pudieran viajar a Cali, pues en muchos hogares los hombres no se involucraron lo suficiente para comprender la relevancia de La Coral como parteaguas en la historia de sus hijas.
«Las mamás también empezaron a hablar. No fue una conversación buscada alrededor de estos temas, pero salió. Empezaron a pararse a decir “sí, yo les entiendo porque fui abusada por mi tío”, o “entiendo porque yo fui abusada por mi padrastro”, o “sí, yo entiendo porque a mí me golpean, porque a mí me maltratan», cuenta Marcela López, encargada de la pedagogía musical.
El repertorio, compuesto por Julián en diálogo con las niñas, las profesoras, su hija y su pareja, Marcela, tiene once canciones. Inicia con «La Tierra es». Sigue con «Amor, jugar y vivir bien», canción en la que declaran «Tres cosas queremos nada más» y que surge de la enunciación de los derechos más básicos de las niñas: el juego, en el que son expertas, el amor que desean recibir de sus familias, y el vivir bien, que hace referencia al nido y la comida.
«Somos agua», «La ballena jorobada», «La canción de los colores» y «Paz con la naturaleza» expresan su fascinación por la vida que las rodea. Son canciones sencillas, hechas de imágenes: evocan el verde del campo, el azul del mar y los colores de los seres que los habitan. Son cartas de amor a los paisajes y los animales. Invitaciones al cuidado y la protección de nuestros compañeros de camino: todas las formas de vida a nuestro alrededor, desde una apuesta atípica: la ternura.
Mi mamá vino a Juanchaco
Me trajo en la barriguita
Y en este mar tibiecito
Yo nací esta mañanita
Por otro lado, «Amor, jugar y vivir bien», «Cuidado», «En mi bici bici pedaleando ando», «Las niñas no queremos guerra», «Las niñas en el centro de la paz» y «Yo soy mi nombre» son declaraciones de autonomía. En estas canciones las niñas se narran como agentes de cambio, reclaman su lugar en la sociedad, les recuerdan a quienes las escuchan que ellas no están solas, que entre todas se cuidan.
«Los niños acá para llamar a las niñas les dicen “culo, llegue”», cuenta María Mónica Correa, directora coral de Buenaventura. Cuando lo mencionó en un taller de preparación realizado en junio, organizado por la Colectiva de Género del MinCulturas, con todas las directoras corales y Julián, germinó la necesidad de escribir «Yo soy mi nombre»:
Ya nació mi niña
Todo es alegría
Al decir su nombre
Sonríe la vida
Para Mónica cuestionar la idea de que los cuerpos son objetos, en un territorio donde las niñas y mujeres son interpeladas con ese tipo de calificativos, es muy importante. Dice que hoy sus estudiantes son treinta niñas que no van a permitir que se refieran a ellas de esa manera. Y es un logro doble si consideramos, como cuenta ella, que en Buenaventura hablar puede significar la muerte en algunos contextos. Explica que los niños y niñas de los barrios más violentos son callados. «Pueden ser ruidosos, alborotados, pero a la hora de hablar, no saben, ni ven, ni conocen. Logramos pasar de ese mutismo a una capacidad de expresar los sentimientos, las emociones, las ideas», explica Mónica.
Como Ana Lucía, ella cree que la pedagogía de La Coral les ha permitido a las niñas nombrar lo que les pasa, llamar las cosas por su nombre: un elemento clave en la prevención de violencias basadas en género.
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