Ustedes, que no llegan a los treinta años, registren en su memoria estos primeros días del 2025. Graben en sus retinas los estadios abarrotados de familias que huyen, el terror en sus rostros, la pérdida de sus cosechas, los niños huérfanos, los cuerpos mutilados, las fosas comunes, los ríos ensangrentados. Impriman en sus mentes las caras de los emisarios de la muerte, aquellos dioses de barro que hoy notifican por video que son dueños de vidas ajenas. Retengan en sus oídos los discursos de los políticos, sus lágrimas de cocodrilo, la manera como se echan culpas unos a otros, sus remedios fallidos para este mal endémico.
Háganse un tatuaje en el corazón con todas estas imágenes y voces para que nunca olviden cómo es la guerra. Sobre todo, recuerden cómo comienza un nuevo ciclo de ella, cómo se nos escapa de entre las manos la paz.
Los de mi generación tenemos en la piel la marca de esa memoria traumática: la represión oficial de los años setenta, la guerra sucia de los años ochenta, la orgía de sangre de los noventa, el tronar de los cañones del nuevo siglo. Así mismo nuestros padres y abuelos recuerdan la muerte de Gaitán, la masacre de Ceilán, el corte de franela, los chusmeros y chulavitas, y toda esa violencia que los desterró y los sumió en el silencio y la miseria.
Nunca olviden que la paz es la obsesión de Colombia y también su mayor carencia. Como un amor nunca consumado. La paz es un bien frágil y esquivo: basta una pequeña traición, un altercado, un agravio para que llegue la devastación y se suelten los perros de la guerra.
En 1957 se hizo una paz, la del Frente Nacional, a la que concurrió casi todo el país. Pero no todos. Esa minoría excluida reservó no solo las armas, sino la rabia en el pecho, la desconfianza y un mal camuflado deseo de venganza. Bastó con que en un remoto pueblo del Tolima un bandolero cualquiera matara a un líder carismático, Charro Negro, para que se armara la tormenta. Luego vinieron los bombardeos y la marcha hacia el sur de miles de campesinos. De esa chispa nacieron las FARC, y ese fuego se extendió de a poco por campos y ciudades.
Mi generación, la de los ochenta, vivió en una sociedad militarizada, en estado de excepción permanente, que cultivó con empeño la enemistad, que creyó en la violencia como camino o para cambiarlo todo o para que no cambiara nada. Terminamos exhaustos y derrotados, esculcando entre rescoldos algo en común para volver a encontrarnos. Entonces la democracia, con todo y su polisemia, fue nuestra tabla salvadora.
Entramos a los noventa convencidos de que la paz estaba hecha y que iba a durar para siempre. Nos asistía la razón y la Historia, que supuestamente no se equivoca. Sin embargo, como nos lo muestran los hechos recientes en el mundo, esta es una víbora que se muerde la cola. Nada está ganado para siempre. Nada.
Tuvimos la falsa ilusión de que la Constitución de 1991 era el banquete de la reconciliación. Pero, de nuevo, no todos los invitados acudieron a esa mesa. Los primeros indicios de que la guerra se reciclaba surgieron en una región de frontera, el Urabá antioqueño, que se convirtió a mediados de la década en el lugar más violento del mundo. Y luego se extendió como pólvora.
Hubo una parte importante de nuestra sociedad que se acomodó en la guerra, la convirtió en empresa, en su modo de vida, en una gran fuente de poder. Se regodeó en ella. El muro de contención que levantó la sociedad civil no fue suficiente. Lo que vivimos aún es inenarrable.
Hoy seguimos excavando fosas en La Escombrera, rescatando los cuerpos de nuestros hermanos en el fondo del mar, arañando pedazos de verdad y justicia, señalando culpables y tratando de perdonar y perdonarnos con el alma todavía empozada de resentimiento. La herida que nos autoinfligimos como generación sigue abierta. Las preguntas existenciales retumban en nuestro cerebro: ¿dónde estaba yo? ¿Hice lo suficiente?
Con los trozos de dignidad que nos quedaban apostamos de nuevo por la paz en 2016. El acuerdo de paz no es perfecto, pero es un esfuerzo de imaginación de otro país posible. Y, tristemente, nos quedó grande. Llevamos ocho años sintiendo el olor de ese conflicto que se cuece a fuego lento y que ahora hace ebullición.
La gente de mi generación no es ingenua. Hemos sido excelentes para diagnosticar la violencia. Sabemos que la guerra no es una hecatombe sorpresiva sino el resultado de decisiones e intereses económicos y (geo)políticos finamente entretejidos. Sabemos también, y así están escritas, las fórmulas de solución. Pero somos una generación rota, incapaz de proponer un horizonte ético, una esperanza común. No fuimos capaces de construir un consenso básico: reinstaurar el tabú de la muerte, del «no matarás».
Créanme, no hay mesías, no hay ejércitos, leyes ni decretos que nos salven de la violencia. El único muro de contención está en la sociedad, en su fuerza moral. Está en la acción colectiva, en la imaginación, en la solidaridad, en la indignación, y en quitarle toda legitimidad a quienes apuntan con las armas contra el pueblo. La paz de Colombia es un derecho de ustedes, una exigencia, el único camino. No es bueno envejecer en un país anegado en sangre. Ustedes merecen más.
Es difícil salir del laberinto que nos trajo a la guerra otra vez. Una confrontación que aún no entendemos muy bien y que no sabemos cómo afrontar, más allá de salvar vidas a como de lugar. El Catatumbo está en llamas y me temo, como temen muchos, que pronto habrá uno, dos, tres, muchos catatumbos.
Entonces algún día ustedes se preguntarán: ¿dónde estaba yo? ¿Dónde estaba mi generación? ¿Hicimos lo suficiente para detener esta locura?
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