«Estoy segura de que me estoy volviendo loca otra vez» es una frase que repito más de lo que me gustaría. Una de las últimas veces que la dije en voz alta, mi hermana me regaló un curso de meditación trascendental. Obtuve mi mantra. No enloquecí. O sí. Pero nada de eso importa porque supe que David Lynch también lo hacía. Meditaba. Meditaba trascendentalmente. David Lynch también perdía la cabeza. Ese hombre con su pelazo y su voz capaz de hacerte ronronear como una gata también se volvía loco. Y no le importaba demasiado porque si algo sabía David Lynch era abrazar la locura sin convertirla en un asqueroso leitmotiv.
La cosa es así: un gran amigo me ha dicho que ha muerto David Lynch. He entrado a un bar en Madrid y he pedido una copa, dos, tres. He pensado en la última vez que sentí algo parecido. Cuando murió mi abuela (y ni siquiera sabíamos cómo querernos). O quizá cuando leí el texto que Rodrigo Fresán le escribió a Jerome David Salinger cuando murió o lo que le escribió a David Foster Wallace (¿será porque a todos los nombraron David?) cuando se suicidó. Imito a Fresán: esto no es una necrológica. Es solo una broma infinita. Es una despedida con amor y sordidez. Es una noche cerca del corazón salvaje. Es el deseo de escribir sobre perder a alguien que nunca conocimos y con quien vivimos nuestros años más felices. Recuerdo poner el video de David Lynch cocinando quinoa cada vez que estaba a punto de enloquecer. Recuerdo que su forma de hervir el agua era lo más cercano a una oración. Recuerdo que vi un video de cinco horas que explicaba por qué Twin Peaks era una reflexión sobre el papel de la televisión/la fantasía/la ficción en nuestras vidas y recuerdo que la tercera vez que vi Carretera perdida pensé: es verdad, es el laberinto, todos somos el minotauro, ¿lo creerás ahora, Ariadna?
Tras su muerte, su familia ha escrito:
Hay un gran agujero en el mundo ahora que ya no está con nosotros, pero como él diría: «Mantén la vista en la rosquilla y no en el agujero».
Muchas gracias, David, por escoger siempre la rosquilla, por no hacer de los abismos y la oscuridad un personaje. Por ser el tronco de la señora del tronco, por hablar cuando todos te creían inútil y callar cuando los necios querían cháchara.
Supongo que a la mayoría de nosotros nos gustaría ser capaces de ir tan lejos para tocar la oscuridad y aun así ser capaces de volver, totalmente rotos, pero sin la necesidad de romper a nadie más. No es algo lógico, no es comprensible, pero sí lynchiano.
David Lynch jamás quiso que lo comprendieran. Era lo más parecido al hombre que tenía visiones frente al fuego y balbuceaba esperando que todos alrededor sintieran la vibración de sus arrebatos en el cuerpo. Y, como ese hombre, también quería que esas visiones fuesen capaces de rasgar la realidad. Porque él, como muy pocos, sabía que el fin último no era tener lectores, ni espectadores, ni seguidores, ni perro que nos ladre, sino llegar tan cerca de lo primitivo que quien lo escuchase o lo leyese o viese sus películas se preguntara: ¿soy el sueño o soy el soñador?
Twin Peaks le hace esa pregunta constantemente al espectador, no solo lo pregunta, lo reprocha, lo reclama. Ey, parece decirnos: ¿Estás soñando? ¿Estás viviendo? ¿Eres real? ¿No será que estás perdiendo la cabeza? Creaba como un animal salvaje, como todos los animales salvajes del bosque que hace tiempo perdimos. Nos devolvía una mirada en extinción, nos devolvía el fuego que camina con nosotros.
David Lynch y Jorge Luis Borges podrían haberse llevado muy bien. Los dos estaban más interesados en llevar la ficción a la realidad que en meter la realidad en la ficción: abrir grietas, acceder a otra dimensión, dejar que la pesadilla contaminara nuestros dulces sueños. ¿No es esa la verdadera revolución?
Lynch quería incomodarnos. A esa conclusión llegó David Foster Wallace después de asistir al rodaje de Carretera perdida. A David Lynch le interesaba la oscuridad, el mal que escapa de cualquier fórmula tópica, sencilla, moral. Y no lo ponía nada fácil al momento de dialogar con su audiencia porque no le interesaban los personajes angelicales ni los malos malotes, sino el reino de las metamorfosis, el momento en el que Leland Palmer es el padre y también el asesino de Laura Palmer (en Twin Peaks), ese instante en el que mundo se revela tal como es: un laberinto absurdo y atroz en el que seguimos trazando mitos en busca de sentido.
Y lo cierto es que alguien como él no debería haber llegado tan lejos. Quizá fue su pelazo. O su voz al relatarnos el tiempo cada día en la pandemia. Quizá fue su forma de no adaptarse jamás a las expectativas (le perdonaremos siempre lo de Dune) o de simplemente estar tan dentro del laberinto que cualquier cosa cercana a la expectativa no existía. Recuerda: solo existe la rosquilla. Y nunca el agujero. Quizá fue su honestidad o su forma de habitar el mundo como ese niño que deseaba contarnos sus pesadillas con el único deseo de que no se cumplieran.
Aquí seguiremos, David, escuchando: nuestras noches serán siempre tuyas.
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