Entre los desaparecidos no hay inocentes. Todos fueron culpables de querer un mundo mejor.
Por detrás de mi voz —escucha, escucha— otra voz canta / Viene de atrás, de lejos, viene de sepultadas bocas y canta / Dicen que no están muertos -escúchalos, escucha- / mientras se alza la voz que los recuerda y canta.
Daniel Vigliete – «Otra voz canta»
En una bodega de la Fuerza de Control Territorial (Fucot) de la Policía Nacional en Medellín yacen abandonados, envueltos en polisombra verde y cubiertos con trastos en desuso, los tres cuerpos —hombre, mujer y niño— de La Familia, la famosa escultura del maestro Rodrigo Arenas Betancourt que por décadas coronó el frontis del edificio Mónaco, otrora residencia del narcotraficante Pablo Escobar.
El edificio fue demolido en 2019 durante la primera administración del hoy alcalde Federico Gutiérrez, quien cubrió su decisión con un proyecto de marketing político que pretendía honrar la memoria de las víctimas del narcotráfico entre 1983 y 1994, período arbitrario que según las cuentas oficiales dejó más de 46 mil personas asesinadas en la ciudad. Del negocio del narcotráfico en Medellín se tienen antecedentes por lo menos desde los años 40 del siglo pasado.
Los únicos sobrevivientes de esa demolición son ese hombre, esa mujer y ese niño de bronce, desahuciados, de cuerpos arqueados y con los brazos extendidos hacia la nada, prisioneros en una estación de policía.
«Medellín abraza su historia» fue el nombre paliativo que le dio la alcaldía al intento fallido de declarar sin reparar, vía discurso oficial, las muertes violentas del lapso mencionado —incluidas las del conflicto armado, la delincuencia común y los propios traficantes— como víctimas del narcotráfico. Una manera simplista, burda e interesada de meter a todos los demonios en un mismo saco, difuminar responsabilidades individuales y evitarse el desafío de identificar y nombrar a las víctimas y sobrevivientes de la violencia narco, y así encarnar un único mal en un edificio en ruina, de rastro infame, susceptible de ser implosionado y demolido por un alcalde que pudiera reclamar su triunfo político contra la posible construcción de una memoria colectiva de nuestra guerra contra las drogas.
Los restos de dicha operación, materiales y como metáfora de una forma de concebir la memoria —como una ruina—, bien pudieron ir a parar a La Escombrera. Por décadas, los familiares de las víctimas de desaparición forzada de la Operación Orión —las cuchas, como se conoce en la jerga popular de Medellín a las madres— clamaron que esa fosa común de la Comuna 13 fuera clausurada e intervenida para buscar a sus seres queridos. La JEP, finalmente, ha encontrado los primeros restos humanos: tenían razón.
La operación demuele una memoria histórica incómoda, que nos recuerda la convivencia y condescendencia con muchas violencias e ilegalidades. Recoger y botar sus escombros en una ladera apartada para que las miserias no queden expuestas a la luz y a la vista de todos, en particular de quienes vienen de afuera, afeando el «modelo» Medellín, responde a un «patrón» —el patrón de un mal— y se usa como consigna de los sectores más conservadores de la ciudad y del proyecto político del alcalde de turno.
La censura reciente a un grafiti pintado el pasado domingo 12 de enero en el deprimido de la Terminal del Norte, en el que se leía «Las cuchas tienen razón», tapado con pintura gris por funcionarios de la alcaldía al día siguiente, es un eslabón más de la misma lógica de usar recursos públicos para demoler un edificio narco y barrer los escombros de una memoria colectiva debajo del tapete.
«Hay algunos que consideran arte querer ensuciar la ciudad», dijo el alcalde para justificar la censura oficial y su intención de «poner orden en una ciudad que la gente la quiere ver siempre limpia y bonita». Con esos argumentos quiere deslegitimar una expresión de descontento ciudadano, que alude a los hechos históricos de la Operación Orión en la Comuna 13 y su estela de desaparecidos. El alcalde y el sector político que representa no quieren recordarlos: el recordatorio de la aparición de restos humanos en La Escombrera ensucia y afea a una ciudad que se ufana de mirar siempre hacia adelante. De la misma forma que el edificio Mónaco en pie, cuando atraía turistas de medio mundo para hacerse selfies, empañaba la imagen de una «tacita de plata» que quiere seguir brillando sin confrontar la oscuridad de su pasado.
Los intentos por acallar muros con mensajes políticos se han repetido en los últimos años, como cuenta el artista Santiago Rodas en su texto «Muralismo y moralismo, la censura en el espacio público de Colombia», publicado en el periódico Universo Centro. En el 2025, la provocación profiláctica de limpieza de muros comenzó por iniciativa del concejal Andrés Rodríguez, del Centro Democrático, quien gestionó la pintada de gris de un grafiti de 2021 que decía «Nos están matando», en alusión a la muerte de manifestantes durante el estallido social contra el gobierno de Iván Duque.
«Tocar ese muro era confrontar ese proceso social que está vivo y que se demostró con nuevas intervenciones» », dice Santiago Rodas. «Porque el grafiti es espontáneo, muy reactivo y muy difícil de callar. La censura siempre va en contra de quien censura, el que censura queda mal, se le devuelve el mensaje y se vuelve más importante, ahora es tendencia nacional y noticia en todo Colombia».
El concejal declaró en sus redes sociales que «estamos viviendo una batalla cultural… Salgamos juntos a embellecer nuestra ciudad». La limpieza como arma de disuasión social es de triste recordación en estas tierras. En su nombre se ha matado al que se tilda de «mugroso», que también aplica para quienes protestan contra lo que consideran injusto, estigmatizados como «guerrilleros» y «milicianos».
Los colectivos de grafiteros volvieron al muro recién esterilizado a hacer lo que más les gusta: contaminarlo de nuevo con su voz de protesta, esta vez con el mensaje «El arte no se calla». Días después, el alcalde Gutiérrez casó el segundo round de esta confrontación a muro limpio y volvió a tender su tapete gris selectivo sobre la memoria y la razón de las cuchas de la 13.
«Medellín ha hecho un ejercicio continuado de borrar la huella de la guerra y cuando uno quiere borrar vuelve a aparecer, porque no se ha tratado socialmente», dice Luis Fernando Álvarez, conocido como El Aka, rapero y líder comunitario, gestor de la Galería Viva y el Museo Pedagógico de las Memorias, ubicados en el cementerio de La América en la Comuna 13. Por más que se quieran ocultar —incluso olvidar, como decisión legítima de cada individuo—, los demonios del pasado siempre vuelven.
La Comuna 13 es el escenario actual de la batalla por esa memoria relacionada con los conflictos y las violencias recientes. Allí son palpables su deterioro y carácter disfuncional.
Las escaleras eléctricas a cielo abierto y en su momento los grafitours —iniciados a partir de 2010—, concebidos y diseñados por organizaciones culturales locales, conocedoras y testigos de la historia del territorio, llenaron de sentido político el símbolo de una Medellín que resurgió de sus propias cenizas y fue capaz de contar el horror de su pasado usando como lienzo sus muros, donde emergieron los rostros de las víctimas, retratados por una generación de sobrevivientes.
La pandemia y las manifestaciones contra el gobierno Duque cambiaron las dinámicas de la protesta social —y de la Comuna 13 como destino turístico—, y lanzaron a la calle a una generación de grafiteros conscientes de su pasado, artífices de su memoria, ávidos de conquistar los muros de la ciudad para hacerlos hablar y combatir con pintura y sin armas el olvido y la impunidad. Es «Twitter en la calle», como lo llama El Aka, con muros virales que se reproducen en las principales ciudades de Colombia.
Tras la pandemia, esa comuna parlante que jalonaba la historia de una Medellín renacida, ejemplo mundial, pasó de recibir cientos de miles de turistas al año a casi dos millones. El éxito comercial de su relato desborda hoy su capacidad de recibir visitantes y los grafitis de su memoria sucumben amalgamados con cientos de locales de souvenirs y ventas de licor y comidas, improvisados en las casas de los alrededores de las escaleras eléctricas y a lo largo de un viaducto que se pierde en las entrañas de ladrillo que tapizan la ladera, y que tiene como telón de fondo, en el horizonte, a La Escombrera.
«Lo que pasó con los años es que la Comuna se ha vuelto un pueblito paisa, yo le digo ‘ComunaLand’, el Disneyland de Medellín», dice El Aka. «Allí se está pintando lo que quiere el mercado. Es poner en ese escenario un pequeño barrio con pop art y las expresiones de grafiti ya no tienen sentido político, sino que buscan irse moviendo como se mueve el mercado».
La memoria de una resistencia pacífica ejemplar es la primera víctima simbólica de esa mutación amnésica, que es celebrada como el éxito de una pacificación del territorio avalada por los combos ilegales que extorsionan a los comerciantes y usufructúan la zona más turística de Medellín.
El resultado de este desplazamiento de la memoria es el resurgimiento de los escombros de un muerto mal enterrado a reclamar su dominio sobre el imaginario de la ciudad. Así, en el hoy llamado «Tour de la Comuna 13» —que no grafitour— triunfa, una vez más, el mercado de Pablo Escobar, con la oferta inagotable de su imagen y sus frases apolíticas, acolitadas por el capitalismo más salvaje: «Soy leyenda», «Plata o plomo», «El que riendo me la hace, llorando me la paga», en camisetas, gorras, llaveros, vasos, afiches y placas.
«Memoria disfuncional» se le dice en psiquiatría a un deterioro de la memoria, que puede ser transitorio o permanente, y que afecta la capacidad de recordar información, bien sea por un trastorno, una enfermedad o envejecimiento, y tiene como consecuencias dificultad para recordar hechos nuevos, acceder a recuerdos del pasado, realizar actividades cotidianas, prestar atención y, en general, una confusión mental. Una condición que bien describe la incapacidad de las autoridades de Medellín para gestionar el pasado de la ciudad y la confusión mental que las lleva a prescribir pintura gris al primer atisbo de recuperación.
Los grafitis que quieren acallar son el síntoma de una memoria que sobrevive, pese a los ataques, el desprecio y abandono oficiales. Y como el arte no se calla, por más que lo quieran tildar de sucio y loco, los colectivos de grafiteros volvieron al lienzo del deprimido de la Terminal del Norte para repetir su pintada e insistir, como lo han hecho las madres buscadoras de desaparecidos por más de dos décadas, que las cuchas tienen la razón.
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