Las artes vivas dejaron una huella profunda en la escena cultural colombiana del 2024, entrelazando memoria y futuro, política e intimidad, cuerpo y palabra. Estas obras son el eco de una historia larga, marcada por tensiones, desafíos y anhelos. Desde los primeros teatros coloniales hasta las salas contemporáneas, el arte ha sido un espejo de las transformaciones sociales, un espacio para pensar e imaginar lo que somos y lo que podemos ser.
En 1792, el Coliseo Ramírez abrió sus puertas como el primer teatro de Bogotá, cuando la ciudad era capital del Virreinato de la Nueva Granada. Fundado por José Tomás Ramírez, este espacio, con su platea en forma de herradura, techos de teja de barro y palcos sin asientos, fue escenario de comedias, tragedias y farsas. Su funcionamiento continuó tras la Independencia, y se convirtió en símbolo del tránsito de una ciudad colonial a una república naciente. Remodelado en 1867 como Teatro Maldonado, presentó óperas y sainetes antes de ser reemplazado, en 1892, por el Teatro Colón, que proyectó una idea de modernidad y progreso, así como una forma de entender la cultura.
La necesidad de revisar con veracidad la historia del teatro en Colombia obliga a mirar más allá del centralismo que buscó definir nuestro relato cultural. En 1765, en Cartagena, Rafael Antonio Tatis, administrador del Hospital de San Lázaro, promovió la creación del primer coliseo de comedias del Virreinato para recaudar fondos destinados a la atención de enfermos de lepra. Este hecho amplía y transforma el mito fundacional del Coliseo Ramírez, y revela cómo el teatro no solo emergió como espectáculo, sino también como herramienta de encuentro y construcción colectiva. Tatis trajo obras exitosas de Madrid, Cádiz y Sevilla, pero enfrentó tensiones cuando el cabildo exigió un palco exclusivo con boletos gratuitos. Como administrador defendió el cobro simbólico, llevó el caso a juicio y ganó, rechazando privilegios y protegiendo el compromiso social compartido que había impulsado el proyecto. Años después, ese mismo lugar albergaría el Teatro Heredia, consolidando la tradición teatral del Caribe y ampliando el mapa cultural más allá de la capital.
Ya en el siglo XX, el teatro colombiano se convirtió en trinchera política y memoria viva. En 1953, el Teatro Experimental de Cali (TEC), liderado por Enrique Buenaventura, inauguró una dramaturgia que dialogaba con las tensiones sociales del país. En 1966, el grupo La Candelaria, dirigido por Santiago García y Patricia Ariza, consolidó un teatro popular y comprometido. El Festival Iberoamericano de Teatro (FITB) puso a dialogar la escena colombiana con el mundo en 1988, , una herencia que recibió el Festival Internacional de Artes Vivas (FIAV), que continúa explorando formatos híbridos donde se integran danza, sonido, tecnología e imagen, desbordando cualquier categorización.
En Bogotá, espacios como el Centro Nacional de las Artes Delia Zapata Olivella (CNA), inaugurado en 2023, han reconfigurado el panorama cultural con escenarios que combinan tradición y vanguardia. Pero la vitalidad de estas expresiones no puede quedarse en la capital. Su fuerza reside en descentralizarse, en alcanzar regiones donde el acceso al arte y el apoyo en la creación sigue siendo una conquista pendiente. Por eso, el inmenso reto que tiene por delante la naciente Red Nacional de Teatros y Escenarios Públicos —liderada por el CNA— es continuar este esfuerzo, retomando iniciativas del pasado y proyectándolas hacia el futuro.
La lista que encontrarán a continuación es una muestra de esa diversidad y de esta historia compleja. Son cinco obras que, en 2024, marcaron la escena nacional. Más que una selección, es una invitación a seguir explorando los caminos que las artes vivas abren frente a nosotros. Porque el arte no termina en el escenario; se extiende hacia el público, hacia el país y el mundo, invitándonos a imaginar, resistir y construir nuevas formas de habitar el presente.
El vuelo de Leonor, escrita y dirigida por Carolina Vivas Ferreira, se erige como una pieza inquietante y hermosa que desentraña las capas invisibles del poder, el cuerpo y la memoria. Estrenada en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo y galardonada con el Premio Nacional de Dramaturgia 2024, la obra consolida a Vivas Ferreira como una voz esencial del teatro colombiano contemporáneo. En esta creación, la dramaturga teje un relato en el que el pasado y el presente se superponen, abriendo un espacio de preguntas sobre el arraigo y el desprendimiento.
Leonor, su protagonista, se mueve entre las sombras de un territorio marcado por el despojo, la maternidad y las tensiones del cuerpo como extensión de la tierra. Su historia se cruza con la cosmovisión de la cultura Nasa, evocando rituales y símbolos que conectan el origen con la ruptura. Aquí, el vuelo es más que un desplazamiento: es el intento de trascender límites impuestos, de escapar de estructuras heredadas y, al mismo tiempo, de regresar a un centro esencial. La maternidad se presenta no solo como una raíz sino como una grieta desde donde emergen preguntas sobre identidad, pertenencia y libertad.
La puesta en escena materializa estas tensiones a través de cuerpos en movimiento, proyecciones que desdibujan el espacio y un diseño sonoro que convierte la memoria en un murmullo persistente. Carolina Vivas Ferreira propone un teatro donde lo simbólico dialoga con lo físico, donde las imágenes no decoran sino que cargan con el peso de las historias calladas. La obra articula lo personal y lo colectivo sin proclamas, construyendo una experiencia en la que el espectador no puede quedar inmóvil.
El vuelo de Leonor no es un manifiesto. Es un rito escénico que desmonta certezas y desafía la memoria. En sus preguntas sobre el cuerpo y el territorio, la obra se revela como un espejo de las tensiones sociales y emocionales del presente. Umbral Teatro reafirma, con esta creación, la potencia de un lenguaje teatral que no teme al silencio ni a la incomodidad, un teatro que insiste en volar pero con las raíces en lo profundo.
Una estación fisiomágica se instaló en la memoria del 2024 como un experimento escénico que desdibujó las fronteras entre arte, ciencia y magia. Dirigida por Santiago Sepúlveda y presentada en la Sala Fanny Mikey del Centro Nacional de las Artes Delia Zapata Olivella, Una estación fisiomágica no fue simplemente una función teatral; fue una arqueología visual, un eco de los albores del cine proyectado sobre el cuerpo contemporáneo: una celebración del asombro, la imagen y el movimiento a través de las artes expandidas.
Inspirada en los trabajos del fisiólogo Étienne Jules Marey y el ilusionista George Méliès, la propuesta de Sepúlveda reescribe los orígenes de la imagen en movimiento desde una óptica poética y reflexiva. La obra se desplegó en dos formatos complementarios: una instalación titulada Una estación fisiológica, que reunió archivos y dispositivos ópticos para evocar los experimentos científicos de Marey, y Una estación fisiomágica, una película de cine vivo donde la imagen en movimiento se entrelaza con intervenciones escénicas y un coro de personas sordas.
Este coro, que interpreta las imágenes del cine silente, hace de la paradoja su mayor fuerza. Reconfigura el lenguaje de la imagen en movimiento. Es una conversación entre el sonido y su ausencia, entre el cuerpo y la tecnología, donde lo humano y lo mecánico se encuentran sin borrarse mutuamente. Sepúlveda imaginó el trabajo de Marey y Méliès como un experimento imposible y, en ese cruce, planteí preguntas sobre el origen del cine y el sentido mismo de la percepción.
Más allá del homenaje técnico o histórico, Una estación fisiomágica es un poema visual sobre el tiempo y el sonido: el tiempo atrapado en la cronofotografía de Marey, el tiempo estallado en las ficciones de Méliès y el tiempo suspendido en el acto de mirar. Es, además, una exploración del presente, donde la tecnología, lo ritual y lo humano vuelven a encontrarse para reinventar el asombro.
Un veterano actor pisa el escenario vacío. Es de noche y la penumbra del teatro parece un eco de su propia memoria. Así comienza Efímero, la más reciente creación de La Casa del Silencio, pionera del teatro físico en Colombia. Dirigida por Felipe Andrés Pérez Agudelo, la obra es un viaje introspectivo sobre el arte y el tiempo, donde el cuerpo se convierte en palabra y la memoria en movimiento.
En medio de un ensayo nocturno, el protagonista —interpretado por Juan Carlos Agudelo Plata, referente del mimo corporal en el país— repasa los personajes que marcaron su carrera. Recrea con el cuerpo tormentas, batallas épicas y mundos oníricos, mientras se enfrenta a preguntas inevitables: ¿Qué queda después de una vida dedicada al arte? ¿Se perderán sus gestos en el olvido? Inspirada en figuras como Vasilii Vasilievich de El canto del cisne de Chéjov, la obra explora la tensión entre el arte como permanencia y el miedo a desaparecer.
La puesta en escena combina precisión física con recursos visuales como mapping, luces dinámicas y paisajes sonoros. Cada elemento amplifica el diálogo entre el cuerpo y el espacio, mientras el actor transita entre la duda y la creación. O hace de la duda creación. Su movimiento evoca tanto la fragilidad como la fuerza del teatro y convierte el escenario en un terreno donde la imaginación reescribe la realidad.
Efímero no ofrece respuestas definitivas, pero sí una certeza: el arte, aunque fugaz, sobrevive en el cuerpo que lo encarna. La Casa del Silencio reafirma con esta obra su lugar como referente del teatro físico en Colombia, dejando clara la fuerza de la poesía del movimiento.
16% es un montaje que desafía las convenciones del teatro tradicional. Creada por Teatro La Concha y Entropía Teatro, y dirigida por Jorge Zabaraín, la obra se presentó en el Teatro R101 de Bogotá, en el marco del Festival Internacional de Artes Vivas (FIAV). Su puesta en escena rompió los aparentes límites entre lo íntimo y lo político, utilizando la teatralidad como herramienta de resistencia y reflexión.
El título —16%— alude al porcentaje de la población colombiana que se reconoce como afrodescendiente, y desde ahí despliega preguntas necesarias sobre representación, memoria e invisibilidad. Su protagonista encarna estas tensiones, ofreciendo un monólogo que mezcla confesión y denuncia. Más allá de contar una historia personal, la obra cuestiona los relatos hegemónicos que moldean la identidad nacional —cuestionados desde varios años desde muchos frentes—, despojándolos de sus certezas. Es en ese despojo donde 16% se vuelve urgente: su voz no solo habla, también interpela.
La puesta en escena rompe con las estructuras convencionales. Se apoya en un diseño minimalista que convierte el cuerpo en símbolo y lenguaje, mientras la luz y el sonido se vuelven ecos que amplifican la tensión. Este enfoque expandido trasciende la linealidad temporal y transforma el escenario en un espacio simbólico donde lo íntimo se vuelve colectivo. Jorge Zabaraín articula estos elementos en una propuesta que es más una experiencia sensorial que un relato cerrado, permitiendo al espectador habitar las preguntas que la obra lanza.
Con 16%, Teatro La Concha y Entropía Teatro no solo amplían los límites del teatro físico y político en Colombia, sino que insisten en un lenguaje que va más allá de la palabra. La obra crea una experiencia que es, a la vez, documento y ritual; una exploración sobre la identidad que muestra la fortaleza de su pulso.
El abrazo de Álvaro Ulcué es una obra del grupo Ksxaw Ûus Teatro, de Toribío, Cauca, presentada este año en Bogotá en el III Festival de Teatro Indígena y Afrocolombiano. Estrenada en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, la obra comienza con una armonización ritual realizada por los mayores del Cabildo Indígena Monifue Uruk+, que refuerza el carácter de la obra como una profunda conexión con el territorio y la memoria ancestral del pueblo Nasa.
La obra narra el último capítulo de la vida de Álvaro Ulcué Chocué, el primer sacerdote indígena de Colombia. A través de su historia, el montaje se centra en su labor como líder y defensor del pueblo Nasa, mostrando su participación activa en la lucha por los derechos territoriales y su compromiso con la espiritualidad y la justicia social. La pieza se focaliza particularmente en el contexto previo a su asesinato en 1984, cuando Álvaro Ulcué fue víctima de la violencia que azotaba a las comunidades indígenas del Cauca debido a su resistencia al despojo de tierras.
En el escenario, la obra se aleja de los convencionalismos escénicos, utilizando el cuerpo, el canto y los rituales como vehículos narrativos. Los movimientos y sonidos se convierten en el lenguaje principal para narrar las tensiones entre el liderazgo indígena y las estructuras de poder externas. La escena no solo transmite la vida de Ulcué, sino también la lucha colectiva del pueblo Nasa, entrelazando la figura del líder con la memoria de su comunidad.
El abrazo de Álvaro Ulcué no es solo una reconstrucción de un episodio histórico, sino una reflexión sobre la continuidad de las luchas indígenas en Colombia. Su presentación en el festival resaltó la capacidad del teatro indígena para no solo recuperar memorias, sino también para invocar el presente, construyendo una narrativa donde la historia se reinterpreta a través del arte y la memoria viva.
El Colectivo de Danza Región, una organización que trabaja en la región del Urabá antioqueño y Bogotá, ha sido fundamental en el desarrollo y formación de artistas en el campo de la danza. Su enfoque radica en la creación de una danza colectiva que no solo se centra en la coreografía, sino también en la vida misma de los artistas y la manera en que esta puede beneficiar a la comunidad. A través de una estructura en la que los movimientos, la música y la expresión se alinean, el colectivo ofrece una experiencia que no es entretenimiento, sino un acto reflexivo y beligerante que confronta y cuestiona.
Después de una trilogía desarrollada a lo largo de varios años, Anatomía de un árbol de noche se presenta como la nueva puesta que dejó a los asistentes completamente perplejos. Presentada en la Sala Delia del Centro Nacional de las Artes, durante el evento Diciembre Biocultural, la obra impactó con la intensidad de su lenguaje artístico. Los tambores y la danza llevan a un frenetismo que desborda el escenario planteando la necesidad de pensar otras formas de relacionarse con un público absorto en el poder y la rigurosidad de una gramática corporal investigada, estudiada y practicada, que retumba y atraviesa la piel.
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