Un caballo con las costillas marcadas, abandonado a su destino; cuatro mujeres cargando un cadáver en una sábana blanca manchada de sangre; unos pies sobresaliendo de una tumba cavada con prisa; un río fronterizo y un árbol que sobrevive en pie en medio de un bosque talado; una canoa que flota con cuatro muertos y un atardecer de arreboles de fondo, frente a un laboratorio de coca.
Estas escenas forman parte de la exposición La guerra que no hemos visto, una serie de más de cuatrocientas pinturas, resultado de los talleres patrocinados por la Fundación Puntos de Encuentro, liderada por el artista visual Juan Manuel Echavarría. Los talleres se extendieron de 2007 a 2009, y su resultado es un confesionario de imágenes coloridas y aterradoras que nos sacan del letargo y les devuelven el sentido a palabras como paz, guerra y memoria, tan desgastadas por el uso y el abuso.
Juan Manuel Echavarría llevaba diez años recorriendo el país, «aprendiendo con los pies», dice, y recopilando piezas para armar el rompecabezas de la guerra en Colombia, que ha ido plasmando en diversas series: Retratos (fotografía, 1996), Corte de florero (fotografía, 1997), Escuela Nueva (objetos encontrados, 1998), Bandeja de Bolívar (video y fotografía, 1999), La María (objetos coleccionados, 2000), El testigo (fotografía, 2000), Guerra y paz (video, 2001) y Bocas de ceniza (video, 2003-2004).
En una de sus andanzas, en 2006, había visitado la Casa Cultural de La Ceja, en Antioquia, donde se encontró con una muestra de pinturas de algunos excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia que se habían desmovilizado con la ley de Justicia y Paz. Esas imágenes le detonaron la idea de hacer unos talleres de pintura junto con Fernando Grisales, artista plástico e investigador, y Noel Palacios, músico y víctima de la masacre de Bojayá.
Al principio, los talleres se realizaron con excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Sin embargo, faltaba una parte del relato: la de los soldados. Así fue como en 2008, Juan Manuel y su equipo llegaron al Batallón de Sanidad del Ejército Nacional, en Bogotá, para invitar a un grupo de soldados heridos en combate a participar en los talleres. Entre ellos estaba Jhon Jairo, quien, sin dudarlo, dio un paso al frente.
Jhon Jairo nació en Solita, el municipio más joven del Caquetá, que lleva el nombre de una quebrada bautizada así por los indígenas Macaguajes. Era una inspección remota de difícil acceso, en medio de todos los verdes posibles de la altillanura amazónica, hasta que en la década de los ochenta llegó la bonanza cocalera, y con ella los trabajadores y los grupos armados al margen de la ley. Jhon Jairo provenía de una familia campesina numerosa, dedicada a la siembra de coca, y desde pequeño aprendió el oficio de sembrar, raspar, procesar y vender. Muy pronto comprendió que la educación no era una opción en ese territorio olvidado y se convirtió en un andariego. Le decían El Loco.
Andaba solo, de aquí para allá, sembrando, raspando y dibujando en una libreta escenas de su vida, como fotogramas de una película. En esas selvas tropicales habitaba la manta blanca, el temido mosquito causante de la leishmaniasis, una enfermedad que, además de ser cruel, conlleva fuertes estigmas. Jhon Jairo contrajo la enfermedad y fue como si el mosquito le hubiera inoculado una idea: quería cambiar de vida y, para ello, necesitaba la libreta militar. Así que se dirigió al batallón, donde había dos filas: una para comprarla y otra para enlistarse. Un paisa, que venía desmovilizado de las autodefensas, lo convenció de unirse, diciéndole que el ejército era como vacaciones para ellos. Ya siendo soldado, contrajo una enfermedad que prefiere no nombrar, y fue así como llegó al Batallón de Sanidad.
Dieciocho años después de haberse conocido en los talleres de la Fundación Puntos de Encuentro, nos encontramos con Jhon Jairo —quien prefiere reservarse su apellido— y con Juan Manuel Echavarría en el estudio del último, sede de la Fundación, en el corazón de La Candelaria, Bogotá. Estas son las historias sobre la guerra que me contaron y que estuvieron guiadas por las pinturas del exsoldado, así que esta conversación pictórica es también con ellas.
JHON JAIRO: El hospital era muy aburrido. Había un montón de gente enferma, con amputaciones de las dos piernas, ciegos, sin brazos, y muchas enfermedades. Yo estaba ahí, bien aburrido, en un salón cuadriculado con muchos camarotes, un televisor, rodeado de toda esa enfermedad y con pocas cosas para salir de la rutina.
Un día llegó el comandante, nos formó y nos invitó a participar en un taller de pintura. Los que estaban interesados debían pasar al frente. Yo salí de una.
Nos entregaron una tablilla de madera, de 50 por 35, y nos estrellamos. Estábamos cerrados a la idea de contar nuestra vida. Lo primero que dibujé fue un corazón con formas orgánicas. Los otros muchachos pintaban a Garfield el gato, pelotas de fútbol, flores, cosas así, porque no había confianza. Pero llegó un punto en que comenzamos a entender el verdadero sentido del taller.
La primera pintura que hice fue de un recuerdo en el Caquetá. Era un lugar donde no se veía el río porque estaba tapado por una montaña, y de repente, de un día para otro, ya podía ver el río. Todos los árboles estaban mochados, quemados, mutilados, para poder sembrar coca.
En ese entorno tenía amigos raspachines con quienes compartía, pero siempre me gustaba andar solo. En mi finca, siempre tenía a mano una libreta pequeña en la que dibujaba. Di muchas vueltas: del Caquetá me fui al Putumayo, luego al Cauca, y terminé en Tumaco, en Nariño. Siempre siguiendo el mismo proceso: raspar hojas de coca, sembrar coca, dejar un pedazo de tierra y empezar de nuevo en otro lugar. En ese momento, había una especie de migración cocalera y uno siempre iba detrás de ella. Finalmente, llegué a la frontera colombo-ecuatoriana, donde me asenté en el entorno del narcotráfico. Allí sembré y viví muchas experiencias. Siempre fui incitado a unirme a diferentes grupos guerrilleros. Entendí bien el tema, el concepto de ellos, pero nunca me gustó.
JUAN MANUEL: Cuando les pedía que pintaran sus historias sobre lo vivido en la guerra, siempre les decía que yo había vivido en una burbuja en Bogotá y quería saber qué era la guerra en el campo, qué experiencias habían tenido y cómo habían sobrevivido. Eso era lo que me interesaba: que, a través del pincel, nos contaran sus historias. Lo que resultó ser muy fascinante, y algo que nunca imaginé, es que el pincel les devolvió la palabra.
Ellos contaban su historia en primera persona, porque en el grupo no hay una narrativa en primera persona, sino que es «nosotros». Al pintar, volvieron a rescatar el «yo»: «Yo viví esto», «A mí me pasó esto», «Yo vengo de esta familia», «Yo lloré», «Yo lo maté». Pudieron recuperar su voz, su voz en primera persona.
Al principio, pintaban palomas, su casita de campo, la vaca, el perrito, el árbol florecido. Pero con el tiempo, y una vez construida la confianza, crearon obras significativas.
En la exposición de la Casa Cultural de La Ceja, vi que pintaban en tablillas y pensé: ¡esto es una maravilla! En las tablillas, podían ir armando sus historias como un rompecabezas: una, dos, cinco, ocho, diez, treinta tablillas. Así fue como fueron reconstruyendo los rompecabezas de su memoria.
JHON JAIRO: Yo viví parte de mi vida en el campo, raspando hoja de coca. Uno veía el momento en que de repente pasaba la avioneta y lo fumigaba hasta a uno, fumigaba lo que encontraba. En lugar de secar las matas de coca, muchas veces ni las mataba. Sí dañaba la coca, pero, al tiempo, volvía y retoñaba, y era mejor, más bonita. La destrucción por la fumigación daña todo lo que se siembra para el sustento de la familia en el campo: matas de plátano, yuca, piña… En el momento, todo se daña y luego viene la malformación de las plantas, porque ya los frutos no salían igual.
Hasta las aguas las contaminaba, las volvía grasosas. Donde hay agua estancada, ahí es donde se produce la muerte de los pescados. Eso es como un líquido grasoso.
JHON JAIRO: La gente llega derribando, arrasando con todo. La selva en un momento se desintegra y la gente comienza a sembrar los cultivos ilícitos, la coca. Es como un medio más rápido de la gente conseguir un sustento económico, es lo más rápido porque sí da ganancias y muchas, pero mucha muerte atrás de eso… y la ley del silencio. El campesino no es consciente del daño. Campos inmensos abiertos por la destrucción y de lado a lado solo cultivos de coca. Y llega la contaminación, las fumigaciones y mejor dicho las tierras quedan que no sirven para nada.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024