Un acontecimiento del teatro nacional desató titulares noticiosos por estos días: una reconocida compañía, con décadas de trayectoria y obras sobre el conflicto nacional, recibió un contrato del Estado para crear una nueva producción. En resumen: se contrató a teatreros para hacer teatro.
Inmediatamente, ciertos medios opositores al gobierno Petro presentaron el caso de manera tendenciosa. La opinión de un comentarista que busca notoriedad en redes sociales sirvió para fabricar un titular alarmista: «La JEP les dio un contrato a reconocidos actores petristas para exaltar la gestión del tribunal: Fabio Rubiano fue el más beneficiado».
Estos encabezados incluían pantallazos del contrato e insinuaban un supuesto favorecimiento, pero tras este supuesto no hubo ningún trabajo periodístico: no contrastaron fuentes, no proporcionaron contexto ni incluyeron declaraciones de los involucrados. Si realmente buscaban criticar, un ejemplo más adecuado quizás habría sido la contratación del artista Silvestre Dangond por $1.100 millones para un concierto de dos horas en el Festival del Llano por la Alcaldía de Villavicencio en 2024. Aunque el cantante vallenato difícilmente calificaría como «artista petrista».
Petrista o no, el Teatro Petra cuenta con amplia experiencia en este tipo de producciones dedicadas a la realidad nacional, como lo demuestra su aclamada obra Labio de liebre (2015). Su trabajo resultaba ser el medio idóneo para que el Estado, a través de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), contratara a un equipo capacitado para «realizar acciones comunicativas que permitan, a través del lenguaje del arte dramático, generar la comprensión social y la apropiación de los desafíos misionales de la JEP». Además, la contratación se realizó bajo una figura jurídica que no exige pluralidad de ofertas por tratarse de una coproducción, donde la compañía aportaba una contrapartida superior al valor contratado.
«Nos llamaron desde la JEP a finales de 2023», explica Fabio Rubiano, dramaturgo y director de Teatro Petra. «Fue un año de ver audiencias, revisar material, escuchar muchos relatos, encontrarnos con magistrados. Fue una relación muy emocionante, que nos educó y enseñó. Porque, ¿cuándo un grupo de teatro va a convivir con la Corte?».
Del estudio de los testimonios del Informe Final de la Comisión de la Verdad surgieron preguntas fundamentales: «Cuando uno ve a un personaje normalmente tachado como malo que quiere reconstruir su vida, se pregunta: ¿Cómo es capaz después de haber matado gente? El teatro no debe juzgar ni justificar los hechos, solo desenredar la madeja para hacer preguntas más puntuales sobre el origen de la fractura», agrega el director.
La trama de Mantener el juicio sigue las desventuras de la señora Fabiola mientras lucha por limpiar el nombre de sus hijos asesinados y presentados falsamente por el Ejército Nacional como guerrilleros, con un enfrentamiento con Yesid, su verdugo. De forma paralela, doña Rosalba teme la confrontación con Fidel Franco, el comandante guerrillero que secuestró a su esposo durante cinco años, mientras el general Monsalve rechaza los cargos en su contra y cuestiona la imparcialidad del tribunal. Estos relatos se entrelazan, con una exploración de la posibilidad de restauración a partir de un horizonte de verdad bajo un marco de justicia avalado por magistrados y facilitadores.
El arte combinado con ideología es propaganda, pero en vez de ideología, el arte de esta propuesta combina voces, historias reales, testimonios vívidos. Al exponer las complejidades de la realidad, esta ficción nos libera de ese plano único de ilusión —léase noticias, redes sociales, fake news— que nos hace sentir engañados y manipulables. En el caso del Teatro Petra, la tragedia se transforma en un arte que engrandece, que muestra, que comprende. «Nada es más importante que construir ideas ficticias para entender las nuestras», decía el filósofo Ludwig Wittgenstein.
Lejos de ser excesiva, las cifras de la contratación se estiraron para alcanzar a cubrir el trabajo realizado desde finales de 2023 y el número de funciones programadas. Se remuneró adecuadamente a un amplio elenco de actores en escena y otros tantos tras bambalinas: investigadores, guionistas, producción de sonido, composición musical original, ensayos, presentaciones y estrategia de divulgación, para mencionar sólo lo más evidente.
La crítica de algunos medios opositores al gobierno terminó, irónicamente, como publicidad involuntaria y gratuita para la obra, que agotó la boletería de sus funciones y dejó la expectativa sobre su presentación en otras regiones del país.
En este caso, la verdadera noticia estaba en otro lugar: en la convicción de algunas personas, incluso muy instruidas, de que invertir en arte es un despilfarro, con una reducción de su valor a algo prescindible y meramente decorativo. En el ámbito laboral, algunos, pese a su supuesta educación, esperan que el gremio cultural se conforme con su amor al arte y acepte participaciones gratuitas, tarifas bajas y explotación a cambio de visibilidad.
Es reveladora la coincidencia entre el conservadurismo económico y el estético: la visión que prioriza el orden, la estabilidad y la utilidad inmediata choca con el potencial político del arte. Lo político del arte no es solo cuestión de contenidos, sino de cambio en la mirada. Quien observa y crea, aborda el presente, une lo personal y lo colectivo, utiliza la memoria y le da forma bajo un ejercicio plástico cargado de sensibilidad y crítica. De estos procesos imponderables y marginales surgen las imágenes icónicas que conforman el imaginario colectivo. El conservadurismo, sin embargo, prefiere favorecer el arte inmediatista que exalta los valores y se cuida de ese arte libre y arriesgado que le parece, más bien, una amenaza y una rebeldía. De ahí que el apoyo a los artistas se contemple con sospecha y paternalismo, como si se tratara de un favor o una gabela necesaria para tener al margen a un sector que no se sabe a ciencia cierta para qué sirve porque no se puede cuantificar el tiempo creativo.
El contrato entre la JEP y Teatro Petra emerge como un caso a destacar en el panorama laboral cultural colombiano, estableciendo un precedente fundamental al formalizar derechos laborales en un sector históricamente precarizado.
Este modelo contractual materializa precisamente las demandas del sector cultural contempladas en la Reforma Laboral actualmente en debate. Sin embargo, este avance legislativo enfrenta obstáculos significativos: el 11 de marzo de 2025, ocho senadores de la Comisión Séptima, en concierto y bajo la batuta de poderosos intereses gremiales y empresariales, firmaron una ponencia para archivar definitivamente el proyecto de ley.
La coyuntura actual revela una paradoja política fascinante: mientras el Gobierno Petro busca revitalizar la iniciativa legal mediante una consulta popular sobre derechos laborales, la oposición, al bloquear estas reformas, inadvertidamente fortalece el posicionamiento del gobierno al entregarle las banderas de la agenda laboral y convierte este tema en un potencial eje central para futuras contiendas electorales.
El caso del Teatro Petra no representa una simple anécdota administrativa, sino un modelo tangible de implementación de los principios que la reforma busca instituir de manera generalizada para todo el sector cultural y donde el actual Ministerio de las Culturas en los últimos tres años ha intentado organizar la casa luego del cóctel anticlimático de cuatro años de «Economía Naranja» del Gobierno Duque y su parranda de advenedizos.
El Sindicato MUTAR (Movimiento Unido de Trabajadoras y Trabajadores de las Artes Plásticas y Visuales), fundado en 2023, ha invitado a participar en las marchas que apoyan la reforma laboral y comparte información verificada sobre sus beneficios. Esta organización busca mejorar las condiciones laborales, económicas y sociales de quienes trabajan en el sector artístico. Entre sus logros destacan un tarifario de mediación artística y los diálogos con el gobierno para fortalecer políticas públicas. Su modelo es un referente para otros sectores culturales.
Aunque la mención al «Contrato de trabajadores y trabajadoras del arte y la cultura» en la Reforma Laboral sobre sea breve, el Artículo 43 es señal de un cambio necesario. Se trata de un paso para dotar a los trabajadores del arte de herramientas legales y económicas que les permitan reivindicar sus derechos frente a actores que suelen evadir responsabilidades en la contratación.
«Cuando los banqueros se juntan para cenar, discuten sobre arte. Cuando los artistas se juntan para cenar, discuten sobre dinero», es una conocida frase que se atribuye a Oscar Wilde y se refiere a ese arte como lujo intelectual, privilegio de muy pocos que hacen fiesta sin conciencia ni participación, es decir, en bruto.
«Solo el necio confunde valor y precio», dijo el artista Francisco de Quevedo en el siglo XVI, y otro poeta, Antonio Machado, lo reiteró con la misma frase en el XX. Es hora de restarle necedad al sistema laboral. Las necesidades del gremio cultural son diarias y contar con un párrafo en una ley es un reconocimiento a un sector al que se le atribuyen grandes cifras económicas en el PIB y una que otra gabela fiscal a los grandes intermediarios, pero que recibe un trato de tercera en su base no sólo creativa sino humana. Y, hay que decirlo, no basta con las partidas económicas para becas, premios y estímulos para la creación —que además deberían ser mucho, pero mucho más generosas— se necesitan leyes sobre papel. Como lo puso el escritor José Saramago en su Ensayo sobre la lucidez: «en este mundo es totalmente imposible hacer algo sin papeles»; y en el papel debe quedar, fijo y claro:
Esta tensión puede explicar parte de la resistencia a otorgar al arte y la cultura el lugar central que merecen en la construcción de imaginarios colectivos y posibilidades alternativas. El arte nos permite visualizar y experimentar con realidades distintas, incluidas nuevas formas de organización social y económica. Los juegos del arte nos invitan a preguntarnos: ¿qué pasaría si el sustento básico no estuviera condicionado exclusivamente al trabajo remunerado? ¿Cómo cambiaría nuestra relación con el tiempo, la creatividad y el bienestar colectivo?
«Solo soy un respirador», decía Marcel Duchamp, una figura representativa y precursora de un cambio de actitud en la forma de proceder de los artistas en el último siglo. Su «respiración» no aludía a la improductividad, sino al rechazo de las lógicas laborales brutas. Lo que podría parecer un comentario autodespreciativo, en realidad, era una crítica elegante a la obsesión del mundo con el carrerismo y la productividad.
Duchamp podría ser acusado de una iconoclastia acomodada, elitista, pero decir que no se puede criticar el capitalismo por el hecho de vivir en él es como afirmar que no se puede denunciar la contaminación a menos que se deje de respirar. No es cuestión de hipocresía, sino de evidenciar las fallas del sistema mientras se permanece atrapado en él.
Esta misma crítica resuena en la última escena de A nosotros la libertad (À nous la liberté), de René Clair, una película casi muda y en blanco y negro que imagina un final utópico frente a nuestro locuaz y colorido presente distópico. Gracias a la automatización y a su lucro, los trabajadores ya no están atados a un largo jornal en una producción frenética y ciega y, con el tiempo liberado, juegan y bailan en los alrededores de «la fábrica». Es una forma de explorar creativo más allá del mandato social de producir (y reproducirse), para investigar libremente de qué se trata la vida.
Sin embargo, en nuestra época, la máquina y quienes la controlan —beneficiados por el rédito accionario y su connivencia con la política (tecnofeudalismo)— tienen otros planes. Al parecer, todavía creen que el artista precarizado es más fecundo en sus penurias. Habría que citarles un fragmento del texto Arte y Dinero del escritor Robert Hughes: «Picasso era millonario a los cuarenta, y eso no le hizo ningún daño. Por otro lado, algunos pintores son millonarios a los treinta, y eso no les sirve para nada. En su conjunto, el dinero hace a los artistas más bien que mal. La idea de que el agua fría, los mendrugos y los cobradores les beneficia está casi tan extinguida como la creencia en el poder reformador de los azotes».
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