Tomarse unos tragos es un ritual tan antiguo como la humanidad, alrededor de brindar y chocar las copas de licor se han forjado varios de los lazos que nos atan como civilización. Pero bajo las formas de la industria licorera actual, al menos la colombiana, perdimos en algún punto el carácter místico de estas bebidas; dejamos de lado su cualidad ancestral, medicinal y comunitaria y la reemplazamos con un consumo masificado, irresponsable e inconsciente.
Tomar licor no es simplemente emborracharse. Los procesos que rodean el destilar un trago juntan lo químico con lo mágico, con lo que nos conecta con lo divino y por ende con lo humano. No en vano múltiples religiones y culturas ven en el licor una conexión con lo sagrado. Cuando un líquido fermentado se calienta en un alambique, o sacatín, como llaman en algunas regiones de Colombia a este utensilio cuya función es destilar, se separa una sustancia de otra para luego combinarlas y transformarlas en algo nuevo. Es lo que los alquimistas llamaban transmutación. Dentro del aparato, el alcohol se evapora a los 78,37 °C y se acumula en la parte alta. Con agua se le inyecta una corriente de frío que hace que se condense y caiga gota a gota, o sea que técnicamente el trago llueve. Todo este proceso químico tiene una conexión con el espíritu de las cosas, o sea la esencia, lo que las compone a nivel molecular. De hecho la etimología de la palabra alcohol, que viene del árabe, refiere a «el espíritu», ya que esta sustancia se usaba para «sacarle el espíritu a las plantas» y así aprovechar sus propiedades esenciales para fines medicinales, antisépticos o de desinfección. Por eso, otra forma de referirse a los destilados es bebidas espirituosas; incluso, en inglés la palabra que se usa es spirits.
Al pensar en bebidas alcohólicas, solemos imaginar una escasa variedad de opciones, en general compuesta por productos de origen extranjero como: la cerveza, el vino, el whiskey, el ron y por supuesto el aguardiente. Sin embargo, en Colombia hay una enorme gama de tragos artesanales, hechos en su mayoría por el campesinado que durante generaciones ha destilado o fermentado sus propios brebajes, aunque erróneamente se nos ha enseñado que estos son malos, prohibidos y, sobre todo, peligrosos; lo que le ha cerrado las puertas a la diversidad etílica, a las economías solidarias, a la autoproducción y a la rica cultura que rodea al licor. A contracorriente, una nueva generación, que mayoritariamente vive en la ciudad, ha comenzado a ver hacia el campo, no para explotarlo ni «legitimarlo» como ha sucedido durante siglos, sino para tejer lazos solidarios entre lo rural y lo urbano. Ese encuentro ha derivado en reflexiones acerca de la soberanía etílica, un concepto que busca cambiar la noción que se tiene de los licores artesanales; no solo desde lo cultural y simbólico, sino también desde lo económico, lo social, lo productivo, lo legislativo y lo político.
David Rujana se define a sí mismo como un entusiasta del licor. Este bogotano con fuertes raíces boyacenses tiene un taller editorial llamado Ideas al Dente y entre los pensamientos gestados alrededor de las copas, le surgió la duda de por qué si países como México, Perú y Brasil tienen una fuerte cultura etílica muy arraigada al mezcal, el pisco y la cachaza… en Colombia no pasa algo similar.
David cuenta que antes de la pandemia trabajó con el Centro de Memoria Histórica realizando y apoyando proyectos de museografía junto a víctimas del conflicto armado. Allí conoció al fotógrafo Camilo Ara con quien tuvo la posibilidad de viajar por varios rincones del país. En muchas de las comunidades que visitaban, fueron descubriendo tragos muy específicos de cada región, con distintos nombres, recetas, historias y conocimientos relacionados con su preparación. Camilo también tenía un centro cultural llamado Casa Jauría al que comenzó a traer pirrín —un destilado de las montañas de Cundinamarca hecho a base de panela— para macerarlo con varias plantas de poder, como se llama a aquellas plantas que tienen propiedades medicinales como: cardamomo, cedrón, pimienta entre otras, y servir el pirrín curado en los eventos que organizaba, en vez de aguardiente. Entre el encuentro, las charlas, los viajes y los brindis fueron surgiendo debates, inquietudes e ideas que en 2022 se materializaron en La Sociedad del Alambique, un proyecto que en palabras de David es: «una juntanza de entusiastas alrededor de los procesos etílicos locales y lo que implica la apropiación desde la técnica; y la reivindicación desde lo comunitario y territorial de estas producciones que siempre han existido».
David es un andariego que ha recorrido Boyacá en esa exploración etílica. Así fue que, en el municipio de Socotá, encontró una bebida llamada miche que se toma en los Andes boyacenses y venezolanos. De la mano del miche conoció a Don Josué, un hombre que se define a sí mismo como un aprendiz de más de 40 años de un maestro que ya murió y que le enseñó los secretos de este trago que se hace con caña y se macera con frutas, aunque en ocasiones especiales lo hace con las patas y la cabeza de un chivo. David, quien sueña con volverse el aprendiz de este artesano del licor, lo ayuda a traer el miche desde el pueblo y en su casa en Teusaquillo le hace un proceso de filtrado doble y de maduración para que se puede comercializar, luego lo envasa y distribuye por un precio justo en Bogotá y en otros municipios; La pimpina cuesta 600.000 pesos sin envío y cada botella se vende a 60.000. Esa forma de cadena colaborativa define el espíritu de la Sociedad del Alambique, y de todas las manos que la conforman y que trabajan unidas en proyectos pedagógicos, gráficos, comerciales, de rescate de patrimonio y editoriales. Su labor gira en torno a tres líneas de trabajo: la reivindicación, resignificación y apropiación de lo que es la cultura etílica colombiana.
Un negocio erigido sobre la estigmatización
Para entender mejor esa reivindicación, hay que entender cómo funciona la industria licorera nacional. En Colombia la producción y distribución de bebidas destiladas está mediada por un monopolio rentístico, cuyos antecedentes datan de la Constitución de 1886. Hoy el negocio etílico es administrado por la Gobernación de cada departamento y reglamentado por la ley 1816 de 2016, la cual estipula que el Estado tiene la facultad exclusiva «para explotar directamente o a través de terceros la producción e introducción de licores destilados y para organizar, regular, fiscalizar y vigilar la producción e introducción de estos». La reglamentación dice que mínimo el 51% de las rentas debe ser destinado preferentemente a salud y educación, y mínimo el 10% a deporte.
Esta regulación ha generado un modelo de producción y distribución bastante rentable y exitoso. En 2023 se comercializaron más de 79 millones de botellas de aguardiente y en el primer semestre de 2024, tan solo la industria licorera de Caldas reportó ingresos por casi 147 mil millones de pesos. Detrás de los números y las ganancias, este modelo tiene unos efectos colaterales —además de homogeneizar el consumo y limitarlo principalmente al aguardiente— que han afectado directamente la producción artesanal local y no masiva, la cual ha sido marginalizada y estigmatizada. «La gran industria acaparó y monopolizó la producción de licor. Literalmente borró de tajo o volvió clandestinos un montón de los procesos y de la diversidad etílica que había en nuestro territorio», opina David quien en sus viajes e investigaciones se ha encontrado con que las personas que producen licores artesanales suelen ser muy reservadas y desconfiadas por dichos estigmas y las repercusiones que estos han generado.
Licores como el chirrinche, el pirrín, la chicha, el bolegancho, el chapil, el ñeque, el picoegallo y el viche no solo han sido desplazados del mercado, también han sido catalogados como tragos «de dudosa procedencia», antihigiénicos y en muchos casos han sido relacionados incluso con la criminalidad.
Esto no solo es consecuencia del modelo económico de la industria licorera, también de un plan estructurado y ejecutado de forma sistemática por sectores políticos y empresariales. El mejor ejemplo de esto fue la persecución que vivió la chicha durante buena parte del siglo XX. A principios del siglo pasado, se comenzó a consolidar la industria cervecera nacional. Su apogeo fue en la década de los treinta cuando se configuró la empresa Bavaria, que tuvo dificultades para introducir la cerveza en el mercado, ya que buena parte de la población consumía chicha y guarapo. Esto derivó en un ataque contra los tragos tradicionales, cimentado en campañas publicitarias que con mentiras basadas en argumentos clasistas, racistas y colonialistas, afirmaban que la chicha era un trago marginal, sucio, una bebida de pobres, de indios. El Bogotazo fue usado como excusa para justificar esta desinformación y las calles comenzaron a llenarse de carteles que decían que la chicha volvía violentas a las personas y las incitaba a cometer crímenes.
El 2 de junio de 1948, el presidente Mariano Ospina Pérez firmó el decreto 1839, que ese mismo año se convertiría en la ley 30, el cual prohibía la fabricación y expendio masivo de estas bebidas. El texto decía que «es un hecho de notoria observación, confirmado por los Médicos Legistas, que en los Departamentos donde se consumen bebidas alcohólicas cuya fabricación no está sometida a reglas higiénicas y técnicas, y cuyo alto grado de toxicidad y contenido alcohólico, las hacen eminentemente peligrosas, la criminalidad, las manifestaciones mentales y la frecuencia de sucesos de carácter político son de más impresionante ocurrencia». El texto afirma que «instituciones científicas oficiales y médicos de hospitales y asilos de alienados», concluyeron que esta bebida influye en el «bajo nivel moral y material de vida de las clases trabajadoras».
Poco a poco la población fue dejando de lado la chicha y mientras los productores entraban a la clandestinidad, la industria cervecera se convirtió en una de las más lucrativas de la historia del país. Pero este no es el único antecedente, los destilados de caña han sido perseguidos desde la colonia, época en la que se introdujo la caña de azúcar, traída de Asia, para ser explotada a punta de mano de obra esclava. La Constitución de 1991 ayudó a cambiar el paradigma y abrió la puerta para desestigmatizar estos fermentados y destilados, que durante décadas fueron erróneamente catalogados como ilegítimos, a pesar de siempre ser soberanos, pero la persecución no ha cesado.
David Rujana asegura que en los territorios más afectados por el conflicto interno, una forma de ejercer control sobre la población por parte de los grupos armados, tanto estatales como irregulares, sigue siendo la destrucción de los alambiques. Por eso cuando se habla de soberanía etílica, también se habla de resistencia, ya que a pesar de todo, estos conocimientos han prevalecido.
Un deseo de autogestión contra la amenaza de lo adulterado
La conexión que tienen algunas comunidades con sus licores ancestrales es tan fuerte, que existen lugares donde no se toman tragos industriales. Uno de estos territorios queda en el páramo de El Verjón, cerca a Bogotá. Cuando se pasa por la carretera adornada de frailejones es común encontrar en las tiendas del camino botellas de plástico llenas de hierbas y de pirrín.
Germán Cano, mejor conocido como Charlatán Cano, llegó a esta región en 2020. Él es un músico que por la pandemia tuvo que buscar otras formas de subsistir. En esos días de cuarentena, el alcohol antiséptico pululaba, entonces Charlatán comenzó a hacer tinturas madre, que son extractos líquidos de los principios activos de plantas medicinales. Esto lo llevó al páramo donde conoció varias familias campesinas que destilan pirrín, incluso cuenta que hay veredas donde no se consigue una botella de aguardiente. Para él este encuentro fue una revelación que lo motivó a replantearse su relación con el trago y lo que rodea a la bebida.
De ese intercambio nació Caña y Machete, un proyecto en el que colabora con Karen Sanchéz, La Guarapera, de Espiral Libertaria, con quien no solo comparte guarapo y pirrín mezclado con plantas de poder, sino que también reflexionan acerca de lo que es resignificar las bebidas etílicas. «La soberanía etílica, como yo la veo, es apropiarse de la producción, es tener un consumo político y consciente de nuestras bebidas alcohólicas, pero también verlas como bebidas ancestrales, de poder, mágicas», opina Charlatán. «Dentro de la soberanía etílica hablamos en general de la soberanía, donde también planteamos la soberanía alimentaria, sonora, del compartir y ahí nos enlazamos con esta importancia de crear redes donde manejemos la autonomía, el apoyo mutuo, la cooperación y la solidaridad. Porque más que un concepto es una acción directa en contra del sistema y es retomar esas luchas de los pueblos ancestrales que por años han sido vulneradas», complementa La Guarapera.
Hace tres años que Camilo Ara montó un alambique en su finca en Choachí, Cundinamarca y creó la microdestilería Tierra Oculta, donde hace su propia marca de pirrín llamado Jauría, en honor a la casa cultural que tuvo. Este licor está macerado con 15 ingredientes botánicos que buscan «alegrar el corazón». Él cuenta que conoció esta bebida luego de recoger por el camino a un campesino de la región que le regaló una botella. Esto lo hizo pensar en el trago que normalmente consumimos y la industria que lo sostiene, así que impulsado por un deseo de autogestión y autoproducción, se puso a investigar, juntó conocimientos y aprendió a destilar las botellas que vende por Internet o en lugares como la Casa de la Paz, La Redada o en ferias independientes, donde también se consigue el miche de Don Josué.
Esta es una preparación que dura varias semanas, ya que el pirrín marca Jauría está hecho a base de miel de panela, fermentada con agua y levadura, luego destilada y finalmente macerada en las hierbas. Mientras el sacatín ebulle y el calor de la mañana se siente en la finca, Camilo reflexiona acerca de este proceso que por décadas se ha realizado de forma similar en todas las regiones de Colombia; algunos ingredientes y técnicas cambian, pero el principio es el mismo.Tanto Camilo como David, afirman que por la forma en la que se hacen los tragos artesanales, es imposible que dañen a las personas o «las vuelven ciegas», porque a diferencia de la gran industria, estos licores son hechos con materiales orgánicos cultivados por manos campesinas y acompañados de procesos que, si bien son artesanales, no dejan de ser minuciosos y cuidadosos. Como opina Charlatán, «no es que los campesinos estén destilando hace quince días». Mucho del conocimiento relacionado con estos tragos se ha transmitido de generación en generación, por eso la Sociedad del Alambique trabaja haciendo pedagogía a través de talleres y publicaciones como el libro «Destilando historias», donde no solo hablan de los procesos sino de la importancia de tener clara la trazabilidad, o sea saber de dónde vienen las cosas que consumimos, qué ingredientes tienen y quién las hace.
Es vital tener esto claro porque una de las narrativas usadas para estigmatizar los tragos artesanales es que son de producción barata y suelen estar adulterados. Si bien el licor adulterado es un problema muy serio —ya que este contiene etanol, que es el alcohol industrial no apto para consumo humano— este poco tiene que ver con lo artesanal porque son bebidas que se hacen para falsificar tragos de marcas ya consolidadas. Aunque, dado el crecimiento por el interés y la producción de licores artesanales, se puede generar una posibilidad de que también sean falsificados. Por eso, desde La Sociedad del Alambique se enfatiza en que la trazabilidad debe formar parte de la etiqueta de los tragos, no solo por un tema de seguridad y confianza, sino porque hay muchos locales en ciudades como Bogotá que han aprovechado la moda relacionada con estas bebidas, principalmente el viche, para venderlos a precios inflados o simplemente embotellados sin ser recíprocos con quienes los hicieron o con quienes les enseñaron a producirlos. La invitación que hacen comunidades como La Sociedad del Alambique es a conocer más de los procesos y comprar en lugares que sean confiables y honestos tanto con los productores como con los consumidores.
Como es el caso de Camilo: la miel de panela la compra en el único trapiche que queda en la región; el agua es de una empresa que trata y empaca el líquido que nace en Ubaque, lo cual garantiza que no está llena de cloro; la levadura la consigue en una distribuidora de insumos para hacer cerveza y es de alto rendimiento; las hierbas vienen del campo y de huertas; el alambique está hecho con acero inoxidable y cobre, que se usa para limpiar impurezas; y los fermentadores son de plástico, los cuales desinfecta antes de cada uso. Aparte, él realiza y supervisa cada paso en el que está probando, midiendo el alcohol y asegurándose que todo salga bien. Pero, a pesar de lo minucioso, orgánico y artesanal del proceso, corre el riesgo de ser penalizado, porque técnicamente lo que hace es ilegal, es un oficio no regularizado que, por tanto, no puede tener un registro del Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima) y su resultado no puede ser comercializado. Todos los productores corren el riesgo de que sus bebidas sean decomisadas, aún así Camilo es enfático al decir que él seguirá destilando.
«¿Por qué no puedo hacerlo si a la gente le gusta?», cuestiona Camilo quien trabaja para tener un alambique más grande, mejores insumos y adaptar un espacio para dar pedagogía respecto al proceso. «Lo que me importa es tener productos de calidad y que haya producción», agrega. Este es un cuestionamiento muy válido porque este tipo de trabajos no solo apoyan lo orgánico, lo tradicional y lo propio de nuestro país, también generan empleo y no compiten directamente con la gran industria, porque no tienen el interés ni apuntan a ese mercado. Entonces, ¿por qué siguen siendo marginalizados?
La lucha legal por la desmarginalización
Esta inquietud es algo que ha crecido en todo el país y sobre la que existen tres marcos legales que de alguna forma amparan la producción artesanal: la ley 2005 de 2019, denominada como la ley de la panela, el acto legislativo 01 de 2023 que reconoce al campesinado como sujeto de derechos y especial protección y la ley 2158 de 2021, conocida como la ley del viche.
En el reportaje «Madurando la ley del viche: la puja de las comunidades afro del Pacífico por sus bebidas ancestrales», el periodista Adrián Atehortúa detalla el camino que llevó a la consolidación de esta ley. Uno de los detonantes fue un intento de patentar el viche realizado en 2017 por la empresa Pacífico SAS, cuyo representante legal era el empresario y exconcejal de Cali, Diego Ramos Moncayo. Al final esto no prosperó y la marca fue retirada pero desató una serie de asambleas y eventos masivos que derivaron en lo que Andrés Ramírez Urbano denomina un «avivamiento vichero»; el cual a su vez sirvió de contexto para crear esta ley que busca reconocer, impulsar y proteger este destilado y sus derivados.
Andrés es gerente de la ONG Fundación Sociedad Portuaria Buenaventura y entre 2017 y 2019 acompañó estos procesos en el que también participaron otras entidades como la Asociación de Parteras Unidas del Pacífico (Asoparupa), la Universidad del Pacífico, la Gobernación del Valle del Cauca, la organización de abogadas afrodescendientes ILEX -Acción Jurídica, varios consejos comunitarios, entre otras. «La ley del viche surge como una solicitud parlamentaria, por solicitud de las comunidades negras. Las comunidades están tan apropiadas de su patrimonio que han estado activas. No fue una iniciativa estatal», explica.
Actualmente Andrés sigue acompañando estos procesos como veedor y cuenta que si bien esto fue un triunfo encabezado por mujeres en cuanto a temas relacionados con reconocimiento y desestigmatización, también se han creado unos vacíos, ya que se trazó la ley pero no su aplicación. Uno de los principales problemas detectados son una serie de condiciones que buena parte de los productores no pueden cumplir, debido a que muchas de las personas que trabajan con el viche viven en zonas remotas, con poca infraestructura y azotadas por el conflicto y el abandono estatal. Esto no solo dificulta enormemente poder sacar un registro Invima, sino que genera unas condiciones de desigualdad en la competencia, ya que para muchos productores es muy difícil sortear los costos de temas básicos como envases, corchos, transporte y publicidad.
«La gran amenaza que la comunidad nota en este momento es la apropiación cultural», comenta Andrés. Si bien hay procesos que han logrado vencer las barreras sin romper el carácter artesanal, ancestral y comunitario del viche, como Mano de Buey, Herencia Guapireña o Viche Positivo, Andrés afirma que se ha identificado que empresarios que no pertenecen a las comunidades se mimetizan contratando a personas afro para sus publicidades o haciéndolas socios de sus marcas sin que quede claro si realmente dichas personas guardan la tradición vichera.
Andrés también fue juez de la edición 2024 del Festival Petronio Álvarez y hablando con los productores pudo identificar que, en algunas ocasiones, cuando se lleva el viche a restaurantes o locales comerciales, suelen suceder dos cosas: una es que dichos empresarios pactan exclusividad y no se reciben los productos de la comunidad y la otra es que algunos locales venden las botellas a 130.000 pesos pero compran el viche a las comunidades por tan solo 11.000.
Ante este panorama, durante la primera semana de agosto de 2024, en los cuatro departamentos que conforman la región del Pacífico (Nariño, Chocó, Valle del Cauca y Cauca) se realizó de forma simultánea una consulta popular organizada por los consejos comunitarios de los departamentos, varias organizaciones y el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes. Más de 600 productores y transformadores de esta bebida se reunieron para discutir la reglamentación que tendrá esta ley. Marino Sanchez, quien es vocero de la Gerencia de Viche del Ministerio de las Culturas, comenta que dicha reglamentación está en fase de revisión para ser firmada por la presidencia. Uno de los aspectos más importantes que se definió es que la producción quede de forma exclusiva en las manos de las comunidades afro pacíficas. Lo segundo es que el Invima expedirá un registro Artesanal Étnico (AE) para quienes deseen sacarlo y así poder comercializar las bebidas por fuera de los territorios. Este registro debe cumplir con tres condiciones específicas: uno, que la caña sea cultivada en los territorios colectivos del Pacífico y no pertenezca a los monocultivos destinados al azúcar; dos, que se produzca dentro de estos territorios; y tres, que quien lo fabrique sea portador o portadora de la manifestación cultural del viche. La forma de determinar esto último es a través de los consejos comunitarios de cada territorio. Este proceso, regido por el Ministerio de las Culturas, también exige una serie de formularios y papeleos y una prueba de laboratorio que certifique que la bebida cumple unos estándares mínimos para consumo humano.
Marino explica que esta reglamentación no viene a legitimar nada, porque el viche siempre ha sido legítimo, más bien ayudará a dejar claras las reglas del juego. Pero implica muchos retos «porque hay que ver cómo desde el estado se incentivan dinámicas que acorten asimetrías que hay. Al final es una situación de producción y el capital tiene su juego, entonces cómo hacemos para empoderar de herramientas a las comunidades para que no se generen asimetrías entre los vicheros que tienen apoyo de privados y los que están muy aislados».
Por eso es vital que esta ley tenga un enfoque territorial y étnico para generar unas condiciones que beneficien a todos los productores y permitan hacer que la iniciativa crezca. Entre los objetivos está lograr algo similar a lo que sucede con la panela y el café que tienen federaciones bien consolidadas, pero sin que esto implique quitarle los procesos a la comunidad o caer en monocultivos y explotación industrial.
Sin embargo no todo es positivo, uno de los cuestionamientos que se le hace a esta ley es ¿qué pasa con el resto de los productores de licores artesanales que viven situaciones similares a los vicheros? Camilo opina que si bien esta ley es un paso positivo y es vital que el viche sea hecho solo por comunidades afro pacíficas, no se puede dejar de lado a los campesinos e indígenas que también han fabricado sus bebidas ancestrales por siglos, además de quienes desde las ciudades están aprendiendo y aplicando estos conocimientos. Él enfatiza la importancia de, primero, hacer un diálogo y que entidades como el Ivima se acomoden a las prácticas de los productores y no al contrario. La ley del viche es sin duda un gran avance, pero el trecho es largo y quienes se han sentado a pensar acerca de la soberanía etílica coinciden en que se deben tejer más instituciones que generen políticas públicas de infraestructura, educación, investigación y de más elementos que generen un cambio integral y duradero, pero como también reflexiona David Rujana, es importante tener las discusiones que definan si «vamos a jugar con sus reglas o con las nuestras».
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