Las novelas de cauchería inventaron, con ayuda de la herencia colonial, una figura despreciable y enigmática a la vez, «el indio», «la india». Para ello se sirvieron de las lenguas europeas, de falsas traducciones y hasta de vocablos auténticos. La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, en contra de lo que se suele decir, saca de un tajo las voces indígenas. Ellas representan un obstáculo estilístico. Tal exclusión postula la inferioridad cultural de quienes le producen asco. No hay nada que aprender de sus culturas porque el español puede explicar los saberes del bosque.
La decisión de Rivera tiene consecuencias narrativas: la experimentación y el lirismo están autorizados. No necesita ninguna coherencia con respecto a las culturas que menciona. Por boca de Arturo Cova, cuya poética persigue el «idioma desconocido de las cosas», se nos aparece Baudelaire: «¡Oh, selva! ¡Esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina!». Si tradujéramos esa frase al miníka, ¡A, jazíki! Ái yidai ite, daingódino nango iémo úiyie ie!, se comprendería el abismo cultural provocado por el español. La palabra jazíki [bosque] jamás tendría la connotación de selva. Mucho menos la de «cárcel verde». Además, ese vientre no se habría casado con el silencio, sino que sería la madre misma del silencio y de la neblina, es decir, de la vida. El bosque nunca representaría una amenaza para la salud mental. Los murui-muina coincidirían, en una posible traducción de la novela de Rivera al miníka, con la idea del «idioma desconocido de las cosas», bajo la condición de que las cosas [rániai] no son objetos, sino personas.
En Toá (1933), de César Uribe Piedrahíta, Antonio de Orrantia, más culto que Arturo Cova, declara su deseo de aplicarse al estudio de las lenguas indígenas. Para la época, era uno de los pocos personajes que sabía algo de la lengua miníka. Y la utiliza a veces con acierto, a veces con desparpajo. No dejan de provocar risa sus deslices escriturales y admiración sus juegos increíbles. Allí donde Rivera pone la palabra «fin», Uribe Piedrahíta escribe «queidee». Estoy seguro de que ninguna otra novela colombiana termina con una fórmula retórica tomada del miníka. Claro, lo simpático es que el recurso se junta a una escritura equívoca. El narrador de la novela escuchó feide [termina] y él escribió queidde. Poco se ha explorado en la literatura colombiana la invención de lenguas fantásticas por corrupción fonética y escritural. No es un éxito menor. Jonathan Swift y Borges se sonreirían. El narrador de Toá titula los capítulos con palabras siona y miníka. En todos los casos las acompaña de su traducción, aunque no sea acertada. Pero al traducirlas acomoda el sentido asignado a la dinámica de la trama. Un capítulo se titula «Gadde». El narrador traduce: «Las aguas se secan». Un bello título, sin duda, para una novela de viajes. La traducción falsa funciona más que la traducción acertada: gáide, que le gusta a él o a ella. El supuesto rigor filológico nos seduce, nos lleva de la mano a un mundo ancestral desconocido en el que dominar su supuesta lengua provoca encantamiento.
En Toá, cuando habla un inglés, se copian las palabras en inglés. Cuando habla un francés, se copian las palabras en francés. ¿Por qué no podrían tener las lenguas ancestrales la misma dignidad comunicativa y estética?
Muchos ejemplos prueban que Uribe Piedrahíta se había tomado en serio el desafío literario de dar voz en lengua ancestral a sus personajes. En esto supera de lejos a Rivera. En Toá, cuando habla un inglés, se copian las palabras en inglés. Cuando habla un francés, se copian las palabras en francés. ¿Por qué no podrían tener las lenguas ancestrales la misma dignidad comunicativa y estética? Se trata de un ejercicio político que hoy todavía no tendría muchos partidarios en un país hispanófilo. Un capataz murui-muina, cómplice de los caucheros, grita a sus familiares y amigos: Nájeri comuinevitte! Arequina! Jamite! Fuigrete! Una pequeña corrección de escritura sería necesaria: Afe jira daide kominina bi! Ráire! Jámairuite! Meríritimaki. La traducción es perfecta y por tanto más despiadada: «Digan a los indios que vengan pronto. ¡Vagabundos! ¡Ladrones!». El punto doloroso se aparece en el hecho de que un murui-muina le grite a su gente en su lengua que se deben amoldar a las valoraciones negativas occidentales. Es un acto de degradación en la lengua propia. El éxito de la cauchería, de las campañas de exterminio, no se debió exclusivamente a las acciones violentas que los blancos y los negros barbadenses contratados ejercieron sobre las comunidades ancestrales. Se debió, como en la guerra librada por Hernán Cortés contra Moctezuma, a las alianzas con la población indígena que perversamente masacraron a su propia familia. No era la guerra pintada en la lógica binaria blanco contra indio. Era la guerra de múltiples pueblos contra sí mismos aupados por el poder de las armas, el dinero, la religión, el alcohol y el comercio. Esa escena de Toá no tendría el mismo efecto desgarrador si el personaje lo dijera en español.
Au cœur de l’Amérique vierge (1924), de Julio Quiñones, es única y de una rareza enorme dentro de las letras colombianas. ¿Qué locura llevó a Quiñones a escribir una novela de cauchería en la lengua de Flaubert? ¿Perseguía el mismo propósito de Vicente Huidobro que escribió su Altazor en francés? Quiñones inventó la primera obra de la francofonía de tema, estilo y léxico murui-muina. Aquí no se trata de poner los títulos en miníka. No existe otra obra donde los personajes, absolutamente todos, incluido el aparecido Willy, hablan, sienten, piensan, narran, temen, aman y mueren desde una lengua ancestral. Las palabras de la novela son francesas, pero sus vibraciones provienen de una cultura completamente ajena y lejana en términos lingüísticos, discursivos y poéticos.
En esta obra traducida al español por el mismo autor, los nombres de los personajes son conceptos creados en una de las lenguas murui-muina. Conceptos no inventados o creados por equívocos o por torpezas de traducción. Son elaboraciones poéticas en la lengua propia de los personajes. No son apodos o chistes flojos o insultos notariales. Son construcciones auténticas que tienen historicidad ecosistémica y profundidad semántica. Quega [Kega] es el guerrero que limpia con machete, que combate a los enemigos. El abuelo Gitomagueño [Jitómagieño] debe su prestancia al saber femenino del clan Jitómagaro. Moneycueño [Monáikieño], la niña enamorada de Willy, es la mujer del amanecer.
Estas tres obras nos ilustran acerca de cómo inventar un personaje y su cultura respectiva. En Rivera, los «indios» son lo opuesto a los «racionales» y las niñas son mercancías que se cambian por sal, telas y cachivaches. En Uribe Piedrahíta, la niña Toá es fuego, como lo postula su traducción de una palabra de la lengua siona; por tanto, Antonio la describe con «senos cónicos y erectos». En Quiñones, por el contrario, los nonuyas tienen lenguas antiguas que Willy, homme sans langage ni patrie [hombre sin lengua ni patria], va aprendiendo y disfrutando, en medio de cantos y danzas.
Los cantos no podrían quedar por fuera. Sería caer en la trampa del colonialismo. La voz de quienes habitan los bosques no puede ser acallada. Cuidar el equilibrio de las relaciones ecosistémicas durante siglos no ha sido una tarea menor para el planeta. El clan Jitómagaro nos ha recordado una y otra vez, como lo canta Nóinui Jitóma, que komi nitaiyi, komi nitaiyi, ari komi nitaiyi [los seres de la vida están tejidos, los seres de la vida están tejidos, aquí arriba somos seres tejidos]. Difícil afirmar que las novelas de cauchería vieron y entendieron la sabiduría de las culturas ancestrales. A más de cien años de esa masacre nos cuesta todavía escuchar sus cantos.
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